El Chorrillo, 20 de
septiembre de 2018
Este continuo ir de las montañas a mi casa y de mi casa a
las montañas parece que a las puertas del otoño va al fin a refrenarse. Es el
primer día de todo el verano que me levanto con la poco corriente sensación de tener
delante una jornada que como un folio en blanco me interroga sobre cuál va a ser el
contenido de los días que seguirán a continuación. Un folio en blanco
siempre es un reto que te mira a los ojos diciéndote: ¿y ahora qué? Dersú Uzalá, al final
del relato de Arséniev, se encuentra tan mano sobre mano sin tener qué hacer,
sin poder cazar, sin tener que ir de un lado a otro, sin un refugio al que
abastecer de leña o sin un río que tener que vadear, que a uno le entra una
tristeza infinita porque al fin comprende que en algún momento la vida será
otra cosa. A Dersú le falla la vista, se ha hecho mayor y su amigo de
aventuras, Arséniev, lo acoge en su casa; dispone de todas las comodidades pero
él sin el bosque, sin las colinas, sin el trabajo duro de buscarse el sustento
languidece. ¿Y ahora qué? Carlos Soria ha logrado la difícil hazaña de
prolongar la tensión de su vida hasta el umbral de los ochenta años, y ya
veremos si no va incluso más allá, lo que da a su existencia un empuje y una
utilidad en donde todavía no cabe el interrogante de ese folio en blanco que te
asaltará algún día con ese intempestivo ¿y ahora qué?
Obviamente nadie, ni siquiera don Quijote puede alargar la
elasticidad de la vida al punto de que hasta el último día deba batirse contra
los molinos de viento o seguir desfaciendo entuertos interminablemente. Viene
con la edad, junto a ese “¿y ahora qué?” un complejo número de sensaciones con
las que la gente del club de los septuagenarios y demás genarios tenemos que
lidiar con la tensión y la mente matemática de quien tiene que resolver algunos
complejos problemas de álgebra. A unos les falla una pierna, a otro las
cervicales o las vértebras lumbares les impiden llevar un macuto, a quién más o
a quien menos etcétera, todo indeseables variables que merman la seguridad en
uno mismo y hacen crecer en el organismo ciertos especímenes de escepticismo
que son la madre del borrego que se nos pone delante cuando algún ligero sueño,
sueño de soñar, no de dormir, digo, aparece en el umbral de la conciencia. Y es
que hasta los sueños y las inquietudes sufren de anemia a causa de los años.
En este momento en que está tan de moda los algoritmos, esos
enrevesados cálculos que hacen los dueños del pastel mediático, Google,
Facebook y todos sus aliados, para tenernos a los habitantes de este planeta
agarrados dentro de un puño y reorientar nuestra conducta, ahora con el agua al
cuello de algunos pequeños hándicaps, metidos en el corsé de unos pocos hábitos,
ahora precisamente que nos hacemos mayores y porque tenemos tanto tiempo libre,
¿no sería pese a todo el momento idóneo de ponerse el mundo por montera de algún
modo y burlar así el acoso de los años?
Me he propuesto escribir este diario de jubilado, entre
otras cosas, como antídoto ante las jaquecas mentales y físicas propias de la
edad, pero sobre todo con la idea de explorar nuevas posibilidades y traer a la
memoria esos flujos de la vida que alientan desde los sótanos del alma con su
chispa de pasadas vivencias, nuevas cosas que hacer, algo así como un ejercicio
permanente para poder llegar a la conclusión de que es necesario no dejar de
pedalear si es que no quieres terminar dándote de morros contra el suelo.
Ahora espero, hubiera querido escribir una novela, lo que me
habría sumergido en un mundo muy deseable en el que de darse uno puede llegar a
vivir vidas paralelas y experimentar la personalidad y las pasiones ajenas,
pero éstas son cosas que uno no puede forzar. Por consiguiente, asunto
desechado. Si hubiera tenido en expectativa completar los catorce ochomiles o
llegar al corazón de la Antártida, lo mismo ya no tenía que preocuparme más en
lo que me queda de vida por dar de comer a mi espíritu, pero siendo que uno es
poquita cosa y no puede aspirar a tan altos proyectos, la cosa se pone más
peliaguda.
Aunque pensándolo bien en lugar de aspirar a escalar el Shisha
Pangma o el Dhaulagiri también podría optar por emular a aquellos sabios chinos
de la dinastía Sui y Tang que cumplida una edad madura se retiraban a los
montes a hacer vida de ermitaños. Meditar, cuidar una pequeña huerta y, al
atardecer, sentarme en posición de loto a contemplar el siempre hermoso cuadro
del crepúsculo que cada día ocupa el horizonte frente a mi cabaña con el perfil
serrado de Gredos al fondo. O también podría dedicarme a pintar ahora que he
regresado de un corto viaje a Islandia que ha dejado en mi retina un mundo de
montañas y colores cuyas tonalidades, tan bellas, bien merecerían que
resucitara mis pinceles, los tubos de óleo y la paleta que deben de yacer en
algún rincón del desván desde hace más de cuarenta años esperando que algún día
me vengan las ganas de pintar.
No es vano contemplar desde la edad esta cosa que es la
vida, esa cosa tan rara, que decía Carmen Martín Gaite, que siendo lo más
preciado que tenemos será todavía por algunos años pero que después no será en
absoluto, que ni siquiera entre las cenizas lograremos reconocer un infinito
resto de lo que ahora palpita en nosotros. La vida, tan efímera como una bella
aurora boreal iluminando el cielo invernal de la taiga por un instante para a
continuación desaparecer sin dejar rastro, acaso una simple vibración en el
aire, un “¿y ahora qué?” que como el eco se irá perdiendo entre las montañas
como un parapente fantasmal que se tragara la noche.
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