El Chorrillo, 25 de
septiembre de 2018
Atardece. Nuestra parcela está llena de trinos de pájaros;
el sol, una bola de fuego cegadora, arde en el horizonte como quien expira al
final de una vida gloriosa entre cantos de pájaros y nubes que adornan la
despedida con el rubor de quien ha recibido un beso largamente esperado. Importan
las palabras y mucho; con las palabras los tiranos sedujeron al mundo; Hitler
lo hizo, sin ir más lejos. Con las palabras lloramos y las emociones más
entrañables se abren en nuestro corazón; las palabras, brotando de lo más hondo
de una historia, de lo profundo de nuestro recuerdo y nuestro ánimo, ennoblecen
nuestro rústico deambular por la realidad. He esperado pacientemente estos días
a que las palabras vinieran a mis dedos y esta tarde, cuando terminé la lectura
de La ladrona de libros, ellas
vinieron por su cuenta sin que yo las llamase, una profunda emoción aleteaba
por dentro de mí según me acercaba a las últimas páginas del libro. Fuera el
sol se acercaba al horizonte enorme como un gran dios que abandonara a unos súbditos
enormemente distraídos en fútiles actividades tal de no tener tiempo para
elevar sus ojos al cielo y contemplar su belleza y su esplendor, esa pizca de
estremecimiento que se produce al final del día cuando el astro rey hunde su
cuerpo resplandeciente en las profundidades de la tierra tras el horizonte.
Palabras. Alemanes de mierda, decía en voz baja mi emoción
mientras el sol se escondía definitivamente tras la lejana sierra de Gredos. Alemanes
de mierda, alemanes de mierda, repetía, todos esos alemanes que llenaron de
tristeza y muerte el mundo, convirtiendo el planeta en lugar de muerte y horror.
Es imposible leer una novela o un libro de historia que relate hechos entre el
final de los años treinta del pasado siglo y 1945 sin quedar conmocionado por
la lectura. La necesidad de que las palabras vengan a nosotros una y otra vez
para recordarnos hasta dónde pueden llegar las miserias del hombre, pero también
el sentido de la amistad, el amor, la solidaridad. La emoción corre en la última
parte del libro como un reguero de pólvora que prevemos va acabar con una catástrofe
fuera de cualquier límite. Lo sabemos, sabemos que el Mal asolará cualquier
resquicio de esperanza y la muerte será el único desenlace posible. Nos hemos
encariñado con sus personajes, con Rudi, con Liesel, con la humanidad de su
padre, el rudo cariño de la madre Rosa, el resquicio de alivio que Max ha
encontrado en casa de Liesel, pero sin embargo todo estará abocado a la
destrucción, no hay posibilidad de salvarse.
Tengo en la cabeza todos los horrores de aquellos años. En
algún momento tomo de la mesita de al lado mi bloc de notas que posa junto al volumen
de Markus Zusak. Lo abro. En él hay algunas breves anotaciones que hice estos
días; ese hábito de siempre de subrayar o tomar nota de todo aquello que llama
mi atención, de una idea que surge inesperadamente entre las tareas cotidianas.
Surge, no obstante, junto a la necesidad de las palabras, la otra necesidad del
silencio. Me inquieta algo el silencio en que me he sumergido después de mi
regreso de Islandia, hace una semana; he abandonado las redes sociales, no leo
el periódico, el whattapp guarda un discreto mutismo. Es un silencio
interesante. Todavía no sé si bueno o malo. Aún no sé si cancelaré la cuenta del FB o
la dejaré ahí para dar salida a esa necesidad de expresarme que me acucia de
vez en cuando. La duda permanente, le comentaba días atrás a José Manuel
Vinches a raíz de una entrada suya que hablaba de las razones por las que había
que abandonar las redes sociales. Así que momentáneamente mi teléfono calla
como un muerto.
Mi silencio está sin embargo lleno del rumor de palabras que
me corren por dentro con la regocijada perplejidad de una vieja canción que
viene a mis labios a recordarme alguna pequeña verdad. En mi bloc de notas
encuentro unas líneas tomadas ayer mismo de las palabras de Bonatti vertidas en
una entrevista cuando cumplía los ochenta años. El vídeo llevaba este elocuente
título: Bonatti, escalarse a sí mismo:
“El medio mejor para conocerse a uno mismo es la soledad.
La montaña te hace crecer.
Entonces yo estaba siempre a la caza de emociones.
La necesidad de estar conmigo mismo es la que me lleva a la
montaña”.
La extraordinaria capacidad de las palabras para sugerir
comportamientos, alentar proyectos o suscitar emociones cuestionan el silencio que,
dicho y elogiado, necesita a su vez de las palabras para transmitir sus
virtudes y restablecer el equilibrio y la armonía que han de reinar entre todas
las cosas. Palabras, por otra parte, que son una búsqueda de esa armonía y una exploración
del mundo de las emociones.
Y sin embargo cuánto el atractivo del silencio y la soledad
por más que a veces se sienta como una indefinida pero aguda punzada dentro del
pecho. Hace tiempo, leyendo a Kukuczka, me encontré con un personaje, Renato
Casarotto, que enseguida llamó mi atención en relación a este binomio soledad-silencio.
Se habían encontrado él y Kukuczka en el campamento base del K2 y éste último,
atraído por la especial manera de ascender en solitario aquellas montañas del
italiano, había entablado cierta amistad con él. Enseguida quedé prendado de
ese hombre, Casarotto. Un hombre que recorre en solitario el Himalaya era mi
hombre, necesitaba saber de sus sensaciones, sus sentimientos, las emociones
que suscitaban en él esa soledad y para ello necesitaba palabras que me lo contaran.
Indagué en Internet y sólo encontré un libro, escrito precisamente por su
pareja: Goreta Casarotto; el título del libro, Una vita tra le montagne. No había traducción en castellano. Lo pedí
a una editorial italiana y me llegó hoy por correo. De momento sólo llegué a
leer el prefacio que me dejó a las puertas de ese mundo de Casarotto que lo
define “come un universo con cui si può
sintonizzare con fatica, se si entra in risonanza con vibrazioni
sconosciute, e se si capta la frequenza giusta grazie a un mix de fatica, di
solitudine, di autoresponsabilità, di condizioni psichiche particlari e di
capacità visionaria”.
No todo el mundo puede alcanzar esas particulares
condiciones físicas y capacidad visionaria, cierto, pero probablemente, de la
misma manera que sucede con Bonatti, alegra el alma saber dónde se encuentran esos
espacios de verdad a fin de no perderse en exceso en el ruido de la vida mediática.
Espacios de verdad también los que narra la novela de Markus Zusak, que
requieren igualmente nuestra atención para sustraernos a las locuras de un
mundo desquiciado en donde la extrema derecha vuelve a resurgir de las cenizas de la Segunda Guerra Mundial.
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