El Chorrillo, 26 de abril de 2018
Llevo días que aparte de unas pocas tareas caseras por la mañana no hago absolutamente nada; como un monje tibetano miro la lejana sierra de Gredos envuelta en la calina de la tarde y eso es todo. Si el parto tiene su crisis posparto, Victoria dice que esa es una de tantas cosas de la modernidad, acaso mi vuelta a la normalidad tenga como corolario esta inmersión en el ensimismamiento. Si el viento esta tarde se enreda en las ramas de los olmos, sucede que mis pensamientos se enredan también entre las ramas de acontecimientos recientes creando un rumor, ¡esa palabra!, de olas que van y vienen en sordina alrededor de mi cabeza. El caso es que quise dar descanso a ese no hacer nada y tomé de la estantería un libro de versos que llevaba empezado desde medio año atrás, Poesía esencial, de René Char, un René Char oscuro, críptico, pero donde de vez en cuando encuentro magníficos y tenues rayos de luz que llaman mi atención y que me detengo a examinar como quien trata de profundizar en su belleza o en su contenido. Sucedió con esta línea: "Lo que viene al mundo para no perturbar nada no merece ni miramientos ni paciencia", que mi ánimo hubiera preferido así: "Lo que viene al mundo para no perturbar nada no merece mi consideración”. La perturbación se erigía en mi tarde como un elemento generador no sé de qué, pero en cualquier caso de algo que suscitaba en mí cierto nerviosismo. Mi ánimo está calmo como podía estarlo la mente de ese monje que mencionaba más arriba, pero es una calma en estado de expectativa donde los aires de la primavera están empezando a jugar el papel que les corresponde.
El caso es que volví la página y me encontré con que René Char decía lo siguiente: “Ilusoriamente, estoy al mismo tiempo en mi alma y fuera de ella… Mi ansia es infinita. Solamente me obsesiona la vida”. Y entonces sentí que me ponía algo nervioso. Volví a leer: Solamente me obsesiona la vida. Y cojo y pongo delante la conditio sine qua non de la necesaria perturbación y miro ambas proposiciones como quien observa un jeroglífico. No intento razonar, sino al modo de cómo haría un budista ante una de esas proposiciones insolubles que le plantean los maestros, koan los llaman, trato de ver una proposición junto a otra y recibir de esa percepción un conocimiento esencial más. La proposición “solamente me obsesiona la vida” me parece irrebatible; respecto a la segunda percibo en ella una gran atracción, de hecho en mi fuero interno siento, más que creer, que cualquier acto, proyecto de cierta importancia que he emprendido en la vida con resultados gratificantes, de alguna manera han perturbado en algo mi ánimo; perturbado, inquietado, han llevado consigo cierto grado de intranquilidad, lo que me hace suponer que la perturbación es inherente a ellos.
Que la perturbación y la intranquilidad hayan de vestir nuestros actos para darles un visado de tránsito por nuestra vida puede parecer de entrada un anacronismo, pero, considerando cómo suceden las cosas en la vida de las personas, da la impresión de que no hay manera de librarse del aceite de ricino, vamos, que toda pletórica existencia debe pagar su contribución para traspasar las puertas de un bienestar posterior. No más como preámbulo, para que quede claro que eso que se vende con tanta falsedad de conseguir algo valioso y estimulante de bóbilis bóbilis sin mover el culo del sofá, no cuela por mucho que uno quiera hacerse el loco.
Por ejemplo, cuando a veces pienso en femenino y se me encoge el cuerpo y tengo necesidad de acurrucarme en un regazo de mujer, o me convierto yo en regazo... o... cosas así que hacen que el día o la tarde desprendan un delicado perfume de añoranzas mientras el sol va cayendo sobre el horizonte, enseguida empiezan a suceder cosas curiosas. Entre ellas ese amago de perturbación o inquietud si al fin la oportunidad está cerca. La cosa, que además estando en primavera como estamos, puede ser un sencillo ejercicio de nostalgia, uno de esos asuntos que la sabia Diotima explicaba a Sócrates sobre las cuestiones del amor, de seguir creciendo, como crecen las flores o se infla el deseo al contacto con el céfiro que trae de lontananza, lo primero que va a engendrar va a ser un pequeño nerviosismo, primero por la proximidad en sí de ella, de él y, segundo, por las consecuencias que la situación pude provocar en mí, en ella, en él o en una tercera persona una nueva relación.
El deseo universal de yacer con mujer, y que la sociedad y el Génesis mediatizaron desde siempre, Yavhe incluso arrogándose junto al derecho de ser amado sobre todas las cosas aquel otro de impedir el desear a la mujer de tu prójimo, es un bien tan natural y pertinente que en absoluto justifica el enfermizo rechazo de la moral y sus costumbres empeñadas en hacer del sexo, la ternura y la atracción mutua un vademécum de instintos pecaminosos necesitados del bombero de Fahrenheit 451 de Ray Bradbury para hacerlos desaparecer del planeta. La matraca de la moral intentando organizar la vida de la gente tal como si estos fueran infantes incapaces de valerse por sí mismos no reconociéndoles el derecho a organizar su vida acorde a su inteligencia y capacidad de discernimiento, cercenó en la historia de la humanidad tantos anhelos, tantos que admiración produce que los hombres y mujeres que bien podían yacer con tanta frecuencia como Zeus folgando con Juno u otra diosa de su gusto allá sobre las altas nubes junto a los verdes y floridos prados, cada vez que la oportunidad se presentase, tengan que atenerse a una moral trasnochada que lo único que hace es empobrecer los dones con que la naturaleza nos ha dotado de poder tocar el cielo cada primavera y el resto de las estaciones a través del/la amante que Venus en su eterna bondad no pudiese deparar.
Naturalmente es un ejemplo que a simple vista puede parecer que ni con calzador entra en lo que iba escrito hasta ahora, pero, quizás si nos ponemos las gafas de ver la realidad desde el punto de vista que más atañe a la vida del individuo en su inmediatez, acaso no se vea tan fuera de lugar. Las estadísticas, cuando se refieren a las necesidades básicas que todo hijo de vecino alimenta en su intimidad más viva, no dejan de anotar que todo aquello que se refiere a la ternura y al deseo de yacer con varón o hembra bajo el confort de un edredón, a estas alturas del mes de abril casi bastaría con una sábana, ocupa un tan primerísimo lugar en todos los sondeos, que sería razonable pensar que de buena ganas uno dejaría en segundo plano el hambre o la sed si la ocasión se presentara a la vuelta de la esquina. Y hay que recordar que Ocasión era una diosa romana, a la que pintaban como mujer hermosa, enteramente desnuda, calva por detrás, puesta de puntillas sobre una rueda, y con alas en la espalda o en los pies, para indicar que las ocasiones buenas pasan rápidamente. De ahí el refrán: la ocasión la pintan calva. La sensación de que durante la existencia hombres y mujeres perdemos trenes de continuo y de que la vida se ha organizado de un modo muy pánfilo con el asunto de la monogamia, cuando probablemente la mayoría de los monógamos del mundo estarían dispuestos a cambiar su rol sin muchos preámbulos; la sensación, decía, parece que se acrecentara en estas fechas en que el campo ahíto de agua y de sol no hace más que llamar a la vida con sus flores y sus campos exultantes.
No sería justo intentar reducir el alentador verso de René Char, lo recuerdo de nuevo: solamente me obsesiona la vida, a estas cosas que la primavera instila en el ánimo de los bípedos de este planeta, pero tampoco era esa mi intención. Sin embargo, teniendo en cuenta que si apiláramos todos los anhelos de hombres y mujeres en montoncitos diferentes obtendríamos una desproporcionada mayoría del montoncito relacionado con el sexo, no creo que sea tan disparatado colocar hacia el vértice de esa pirámide de obsesiones todos nuestros cándidos deseos de otros cuerpos.
Sólo me queda aclarar algo más sobre qué coño pinta en esto el asunto de la perturbación. Desde luego esto de la perturbación no creo que tuviera nada que ver con tenorios o especimenes similares; eso es otra historia. Entiendo que la perturbación, interpretada como alteración en el desarrollo normal de un proceso, es algo previsible en situaciones de conflicto que se derivan de cómo la sociedad en general entiende los asuntos de pareja, de la libertad, de los celos, del sentido de la propiedad sobre las personas (propiedad, sí, que no es raro encontrar maridos cuyo concepto de propiedad lo mismo sirve para su coche que para su esposa) y que siendo inevitable en un entorno afectivo conviene asumir no ya como mal menor sino como testimonio de unas tensiones que siendo naturales hay que superar si no queremos hacer de la vida algo dictado por los hábitos y las costumbres de una sociedad esencialmente hipócrita que esconde sus anhelos más queridos bajo el tupido velo de una moral que no tiene en cuenta que la dicha y el gozo son patrimonio irrenunciable de los sujetos de esa sociedad a la que pretende maniatar.
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