domingo, 22 de abril de 2018

El rumor del tiempo





El Chorrillo, 22 de abril de 2018


El rumor del tiempo (una obra de Byung-Chung Han), El rumor de las olas (una novela de Yukio Mishima), El rumor de la montaña (otra novela, ésta de Yasunari Kawabata), El rumor de los muertos (Enrique Laso), el rumor de un cuerpo. La vida parece estar hecha de rumores, así que mi nueva jaula de grillos, este blog con nuevo nombre, me va a servir para ir metiendo en ella esa clase de especímenes que sobrevuelan el día a día con su susurro.

Es el caso que yo estaba frente a la tarde, neblinosa, como tamizada sobre el horizonte por un velo de nostalgia; no, no era nostalgia precisamente, esa de las primeras secuencias de la película de Tarkovsky, Nostgalghia, donde una escena de seda, algunas mujeres con largos vestidos blancos y la silueta de los árboles desnudos posaban en los primeros momentos como sujetos oníricos de un espacio de lentas armonías; era cansancio agradecido, era estar en silencio y ser traspasado por el rumor del tiempo, por el aroma que desprenden los hechos, las caricias, los fluidos que diría mi entrañable amiga, y de los que ella dice tener miedo que se mezclen. Yo estaba frente a la tarde, y se encontraba también un lumbago que me persigue desde hace una semana, y el cansancio de largas horas de caricias, y mi chica reencontrada después de un mes de separación por las aguas de un océano, y el tiempo de una mañana de segar una parcela asalvajada por las lluvia del último mes, y las secuelas de una dolorosa periostitis tibial en la pierna izquierda que me obliga a caminar cojeando, y me había despertado de la siesta dormitada en el sillón al calor del sol que entraba perezosamente por la ventana de mi cabaña difuso y soñoliento, y me encontré con mi cuerpo confundido entre el cansancio y el bienestar con que aquél había horneado mi disposición para pasar la tarde como quien lo hace entre los versos de un poema en donde se van juntando palabras que hablan de la vida y de los muchos rumores de que ésta está hecha. Pura musitada conversación entre mi cuerpo y la calidad de la tarde, hoy un trino donde los colores habían nacido apagados como en un trabajo con el Photoshop donde el deslizador de la saturación de color, haciendo de alambique, hubiera destilado los colores hasta convertir a éstos en un blanco y negro de muselinas.

Yo estaba frente a la tarde con esta cosa de los rumores dispuesto como currante en paro a pasar su lunes al sol y entonces entró mi chica, la hortelana, con un té y unas pastas y, mientras nos lo tomábamos charlamos un poco y le conté de un amigo que hablaba de la suerte de vivir con una mujer que tenía al menos treinta puntos de CI por encima de él mismo, y comentamos la gracia de este regalo de la naturaleza que generosa ella, pero un tanto caprichosa, a unos hace bellos y radiantemente hermosos y a otros feos como tarántulas. Y cuando se fue me quedé con la agradable sensación de no apetecerme hacer absolutamente nada, libros arrumbados, tareas posibles, ni siquiera la posibilidad de encender ese ordenador que cada vez uso menos para pasar las fotos que mi cámara acumula desde principios de año cuando me decidí a caminar por una larga temporada a través del invierno de nuestra península. Esas fotos que antes coleccionaba con fruición, miraba, retocaba, renombraba y que ahora duermen sin más ante mi indiferencia por ellas en algún rincón de una SD. Al final eché mano del portátil y lo encendí y, cuando terminó de cargar, me encontré en la pantalla unos versos que debí de haber escrito tiempo atrás y que no recordaba en absoluto. Éstos:

en el piélago del mundo
donde la fría soledad de una madrugada
sobre la balsa de un mar
que vestía una malla de hierro,
al fin la playa,
el silencio, las olas próximas,
el cálido despertar entre unos brazos

Cuando me marché de casa la última vez los ciruelos estaban en flor, los abandoné con cierto pesar camino de una pequeña isla del Mediterráneo. Nuestra parcela se pone extraordinariamente bonita en ésta época. Ahora, mientras eclosionan los rosales y visten nuestra parcela y la fachada de casa de la exuberante belleza de sus rosas, escucho a los pájaros revolotear en las ramas de un gran sauce llorón que poco a poco resucita de un gran letargo a que le sometió una desconocida enfermedad que llenaba de colgajos verdes sus ramas y mermaba sus fuerzas. Cuando me fui olvidé llenar el comedero de los pájaros de pipas y semillas y durante estos días, hasta que no descubran que de nuevo hay en ellos comida, mi cabaña está un poco solateras, no tengo ese barullo matinal con que me despertaba cada mañana. Sí, revolotean por la parcela y les oigo, pero no es esa cercanía ni el agradable barullo que organizaban de madrugada junto a la cabecera de mi cama .

Presiento que mis enanitos respiran en un clima de inesperada tranquilidad y que de momento no me van a hacer caminar por la epidermis de este planeta, así que presiento que de momento va a ser el rumor del tiempo el que alente esa rara cadencia que se teje entre los actos y la memoria.









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