El Chorrillo, 27 de abril de 2018
Ayer vi Jules et Jim, la película de Truffaut, una vez más "cosas de esas" que suceden entre hombres y mujeres. Delicioso blanco y negro, el usted durante toda la película como quien estuviera manejando un delicado material de orfebrería, unos grises al pastel que no admitieran más allá que la velada presencia de las palabras y los hechos, delicado lenguaje en que el guionista intercala bellas dosis de espontaneidad y desenfado, una Jeanne Moreau enamoradiza y caprichosa que juega el papel de adolescente espontánea y llena de vida. En fin, un cuadro para la seriedad y delicadeza de un Proust y la ironía y el desenfado del Fellini de Amarcord .
Las cosas que suceden entre hombres y mujeres han llenado la literatura y la filmografía de todos los tiempos. Dos amigos enamorados de la misma mujer y una mujer dispuesta a enamorarse del palo de una escoba pero con una fuerza tal en cada circunstancia de tirarse por el balcón si el amante no le corresponde, dan para una sustanciosa historia en donde los encuentros y desencuentros están a la vuelta de la esquina de cualquier secuencia.
Si esta película la hubiera visto un extraterrestre que no supiera absolutamente nada del comportamiento de los humanos, seguro que no habría entendido nada de nada. Primero la pasión con que un hombre y una mujer que no se conocen, a partir de un breve contacto quedan prendados el uno del otro hasta el punto de perder el sueño y no tener en la cabeza otra cosa que la reiterativa imagen del amado. Esto, que ya es muy llamativo, si además se repite una y otra vez con sujetos diferentes y con situaciones de “esto se acabó”, “no quiero saber más de ti”, “te odio”, incluso con amenazas de te pego, me pego un tiro, harían que nuestro extraterrestre llamara de inmediato por teléfono al manicomio más cercano para encerrar en él a la pareja en cuestión.
¿De qué están hechas estas cosas? Tanto loco de atar, si no la entera humanidad, con el corazón palpitándole al ritmo de un metrónomo loco, confundiendo en la cocina la sal para el pollo en pepitoria con el detergente de la lavadora porque ella o él no pueden estar a las dos cosas y por consiguiente el pollo terminará por arruinarse en tanto el enamorado no baje de las nubes y esté a lo que tiene que estar.
Preludio loco en todo caso del encuentro que se producirá a no más tardar en la cabaña de guardabosques Oliver Mellors, en El amante de lady Chatterley, o en cualquier improvisado espacio donde los amantes puedan encontrar un rincón para su intimidad. Y entonces será el momento de la eclosión de la otra locura. Y entonces, sí, recuerdo que hace mucho escribí un post que hablaba de los gritos en donde cada párrafo iba encabezado con un “¿Qué tienen los gritos?” y que eran gritos de noche de luna llena y desaforados amores mientras yo intentaba dormir en las cercanías del bosque de Irati.
“¿Qué tienen los gritos?
“Qué tienen los gritos que hoy me siguen a todas partes, que me hacen pensar que la música es inferior a ellos, que el lastimero vagido salido de las entrañas, rodeado de oscuridad, es sublimemente hermoso por lo plañidero, por lo desgarrador, porque su sonido es capaz de hacerme enloquecer y obligarme a danzar en plena noche buscando las hebras sonoras que quedaron colgadas de las ramas nocturnas de los árboles susurrantes. Qué tienen los gritos de placer y llanto, que me despiertan y ponen al instante todo mi cuerpo en tensión, mucho más que si apareciera una sílfide entre la niebla de mi deseo; qué tiene, di, esa voz femenina que soñé durante media noche, su gemido, su llanto; ¿qué música podrá igualar los registros con que esa garganta taladraba la noche haciendo penetrantes llagas en el cielo de la madrugada? Me enloquecían los gritos, nunca una música me conmovió tanto. Y me pregunto qué sustancias en la química de mi cuerpo llevan estas cosas, las recogen en los rincones de mi biología y lo traen hasta mi sistema nervioso esta mañana junto a las aguas del río Irati, álamos y sauces añosos vistiendo la orilla y transmitiendo también sus voces suaves desde su porte nervoso y armónico.
“¿Qué tienen los gritos?, sí”
Y me digo que si esto que sucede entre hombres y mujeres encaja tan bien en lo que esperamos de una mutua entrega, lo que deberíamos realmente cuestionar es la ausencia de esa espontánea sinfonía de ayes, ayes que eran el pan de cada día en las noches de Macondo, que probablemente amenizaban las noches de Sherezade, que sin ninguna duda constituirían el gracias a la vida de lady Chatterley y su amante. La peli de Truffaut no da para semejante desvarío porque Truffaut, declarado amante de las mujeres, necesita tener a Jeanne Moreau en el altar de un idilio femenino que cuadraría mal con un sentimiento tan explícito. La manera en que los autores clásicos griegos hacían transcurrir entre bambalinas los grandes momentos de desenlace amoroso o de muerte a modo de discreto velo de sobreentendimiento, es el mejor medio para preservar los derechos que la imaginación tienen sobre nosotros. Agotar la realidad exhaustivamente, tanto en el cine como en la literatura, es un mal endémico que empobrece las posibilidades que la imaginación tiene de alimentar por sí misma la libido y nuestra capacidad creativa.
De todos modos si a uno le dieran en este contexto la posibilidad de pertenecer al gremio de lo locos o los cuerdos, un servidor sin ninguna duda preferiría pertenecer a la feligresía de los locos. Nada más basta ver a las parejas por ahí de todas las edades la manera en cómo se dan la mano, conversan o se miran para saber de qué parte se vive mejor, de la parte de la locura o de la contraria. Los rostros cariacontecidos, los llenos de aburrimiento y de no saber qué hacer con sus vidas denotan en general tal grado de cordura que a uno le asustaría ser medianamente cuerdo.
Desmelenarse en la vida es una de las grandes cosas que uno puede hacer. Y le leo a la hortelana algunos párrafos de estos y va y me dice que estoy un poco zumbao (ya salió la olita roja del corrector. Vaya coña con la RAE. Esta gente no se va a enterar nunca que zumbao y zumbado son grados diferentes de locura), cosa que dicho por ella más que un reproche me parece un piropo de agradecer. Estar zumbao en primavera debería ser la condición más común para todo bípedo que se precie.
Cuando pienso en esas cosas y lejanamente me acuerdo de los asuntos que imprescindiblemente deben correr por las redes sociales y las portadas de los periódicos, casi me entra una tierna condescendencia por todos aquellos que gastan su tiempo a diario dirimiendo sobre el sexo de los ángeles o sobre si la Cifuentes es una cutre ladrona de supermercados. Y más cuando a veces el whatsapp está inoportunamente dando aldabonazos, como el otro día en que mi amigo Santiago Pino me mandaba no se qué sobre el uso del color amarillo en Cataluña, que parece haberse convertido en tabú, y entonces no tengo más remedio que contestar diciendo lo que me parece, sí, que un exceso de información lo que hace es desinformar y confundir, que con tanto barullo olvidamos ideas esenciales que deben regir la organización de una sociedad, es decir, la libertad de expresión y el respeto mutuo. Por lo demás el mundo y su asuntos me pillan lejos, pero en compensación, el otro, mi mundo, el que habla de las pasiones de los hombres (uso genérico, por favor, persona, homo sapiens, etc.), de sus sufrimientos, de sus locuras, de la ternura que me encoje el alma y el cuerpo cuando mi nieto tira de mí agarrándome de la mano para que le lleve junto al arroyo para que él pueda tirar piedras al agua; en compensación, decía, cuando estas pequeñas cosas me suceden y me quedo en blanco, por ejemplo, pensando en qué estará haciendo en ese momento mi chica de junto al mar mientras arrastro la segadora por la parcela, o cuando viene Mico, nuestro gato, a restregar su lomo por el dorso de mi mano; o nuestra perra Gaza cojeando se acerca hasta bajo el arce donde escribo, siempre la pobre con sus problemas de displasia y le digo, a qué sí, Gaza, ¿a que la vida es bonita?; en compensación; en compensación, si… etc.
Y tengo que terminar este post porque ya se pasó de largo y entonces me acuerdo de un amigo que está vaciando estos días la casa de su madre muerta y el alma se me parte en dos porque la fuerza de la imagen de una casa donde cada rincón guarda entrañables retazos de vida, los pies de una madre arrastrando silenciosamente sus pantuflas por el suelo del pasillo, los ruidos en el fregadero, el débil ronquido de ella adormecida tras la comida en la mecedora de mimbre, los libros de una lejana adolescencia durmiendo en los anaqueles de roble, el inevitable runrún del frigorífico, una puerta que se abre y se cierra. Tanta vida que hay encerrada en un casa y de la que yo me despedí, que un amigo lo hace ahora, que…
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