domingo, 29 de abril de 2018

Nostalgia: Andrei Tarkovsky






El Chorrillo, 28 de abril de 2018


Mi fascinación por Tarkovsky, después de haber visto tiempo atrás Andrei Rubliov, es tan grande que es imposible ser imparcial y dejar de ver su cine a través de la viva impresión que me dejaron sus imágenes vistas en varias sesiones mientras caminaba por un invierno lluvioso de nuestra bella Galicia. Esos días en que al final de la jornada, cansado, mojado y vuelto al sosiego al final de la tarde, metido bajo las mantas de algún albergue del camino, encendía mi teléfono para contemplar atónito el tránsito de Rubliov por las tierras y la historia de Rusia.

La primera impresión que tengo cuando comienzo a ver Nostalgia es de cierta desazón mientras intento atar cabos para saber lo que está sucediendo. La copia es malísima y las esperadas primeras secuencias en un clima de neblina y figuras de mujer y rumiantes paciendo que parecen posar para un cuadro de Friedrich en las riberas del Rhin envueltas por la calina matinal, deslucen un comienzo que mi memoria recordaba especialmente bello y nostálgico. Lo que sucede a partir de aquí parece poner a prueba constantemente la paciencia del espectador que se ve obligado a contemplar las paredes de una habitación desnuda con una cama en medio como quien examina en las salas de un museo un minucioso y desolado bodegón. Desolación, nostalgia, incertidumbre; una casa en ruinas donde el agua entra por todos los rincones, una pintada en un muro que anuncia que uno más uno es uno; un hombre, un poeta ruso, y una mujer de larga melena rubia que se mueven lentamente en un frío desencuentro donde el apremio de ella se hace añicos contra la indiferencia de él; un cuadro para un lienzo del teatro de Strindberg que augura un desenlace inminente. Y después un lunático, o no tanto, Doménico, tiempo ha exiliado del mundo que dice verdades significativas, que vive en el yermo caos de las ruinas de un edificio en el que un perro deambula entre reliquias de una realidad imprecisa sobre la que recae la cámara para retener un bodegón que podría pertenecer a Zurbarán.

...Y mientras tanto las paredes y los objetos, una gran habitación, un pasillo y, finalmente, una antigualla de piscina de un viejo balneario donde los personajes parecen moverse a cámara lenta sin sentido alguno, van creando el contexto de un mundo onírico en el que el sentido se escapa y es necesario quedarse con la neta belleza de los cuadros que aparecen y desaparecen frente al espectador como lienzos de las secuencias de un sueño inconexo cuyo único aglutinante fuera la nostalgia, el tiempo ido, la imposibilidad de un mundo razonable. Escribió Ingmar Bergman en una ocasión: “Cuando el cine no es documental, es sueño. Por eso Tarkovski es el más grande de todos; con gran naturalidad se mueve por la morada de los sueños. No da explicaciones. Después de todo, ¿qué podría explicar?”. Y es ahí donde es necesario deshacerse de esa manía de querer explicarlo todo; pocos sueños se pueden realmente explicar; los sueños pertenecen al dominio de nuestro inconsciente más profundo y ser capaz de exprimirlos en una película resistiendo la tentación de explicarlos, pero llenándolos a su vez de misterio, del sístole diástole de la vida y de las vagas sugerencias de quien intuye, pero no es capaz de construir con el hilo de la causa y el efecto, un relato que satisfaga nuestro tan injustificado deseo de dar razón de todos nuestros actos, es un mérito que debemos de agradecer a Tarkovsky; injustificado porque de hecho ¿dónde duermen las razones profundas de nuestros sueños y nuestros actos sino en un oscuro y alejado rincón de nuestra alma que acaso sólo será capaz de detectar nuestra inquietud, la hora en que a la noche el sueño nos abandona?

El cine puede ofrecer la imagen del alma humana, leo en algún lado, y entreveo que esto es más probable que en otras circunstancias en Nostalgia  cuando el director, ajeno a intereses que no sean la expresión de claves íntimas, se mueve por la película como quien va mostrando al espectador pedazos de su propia inquietud, entrevistos momentos de lucidez donde el alma se rebela contra el absurdo mundo que estamos creando, deseos, vestigios de lucidez, la íntima percepción de que vivimos en medio de la ruina de un pasado que yace a nuestras espaldas mientras acariciamos al perro amigo, última secuencia de la película que, junto con las escenas primeras, no pueden expresar mejor el título que encabeza y baña la obra completa del film.

Tarkovsky anotaba en sus últimos diarios: “Para hallar la forma de cambiar el mundo debo encontrar la manera de cambiarme a mí mismo”. Los destellos más significativos, el punto álgido de la película, que se da cuando Domenico, un hombre de edad alejado del mundo al que oímos en un lenguaje críptico expresar ideas confusas pero que entrevemos como verdades por desbrozar para encontrarles su conexión con la vida, aparece cuando éste, subido sobre la estatua ecuestre de Marco Aurelio, un hecho simbólicamente significativo que probablemente apunta a la trascendencia de sus Memorias del emperador y al llamamiento a una moral renovadora; cuando Doménico, decía, improvisa un discurso condenatorio de los tiempos que vivimos y arenga a sus oyentes, la cámara entonces recorre los rostros indiferentes del público congregado en una plaza y sus escalinatas, con palabras fogosas llamando a llenarnos ojos y oídos con asuntos que sean el principio de un gran sueño. Desconozco la biografía de Tarkovsky pero un discurso así en el contexto total del film se me antoja hecho de palabras propias, como mensaje personal a los tiempos equívocos en que vivimos. Sobre la imagen de Doménico cruza una gran pancarta en la que está escrito: “No estamos locos, hablamos en serio”. Ésta es parte de la arenga:

“El gran mal de nuestro tiempo es que ya no quedan grandes maestros. La senda del corazón está cubierta de sombras. Debemos escuchar las voces que parecen inútiles. ¡Qué entre el zumbido de los insectos! Debemos llenar ojos y oídos con asuntos que sean el principio de un gran sueño. Alguien debe gritar que construiremos las Pirámides. ¡No importa si no podemos construirlas! Debemos alimentar el deseo y estirar los rincones del alma de todas las partes como si fuera una calle sin fin. Si queréis que el mundo siga adelante, debemos tomarnos de la mano, debemos mezclar lo que se considera sano con lo considerado enfermo. ¡Y vosotros, sanos! ¿Qué significa vuestra salud? Los ojos de la humanidad están mirando el foso en donde nos estamos precipitando. Es lo considerado sano lo que ha llevado al Mundo al borde de la catástrofe!”

Doménico, asumido de la verdad de un mundo en decadencia, con una mano en el lomo del caballo de bronce, continúa su discurso:

“Las cosas grandes acaban, son aquellas pequeñas que perduran. Bastaría observar la naturaleza para comprender que la vida es simple. Es necesario volver al punto anterior, aquel punto donde tomasteis el desvío erróneo. Debemos volver a los principales fundamentos de la vida sin ensuciar el agua. ¿Qué clase de mundo es este, si un loco os dice que deberíais estar avergonzados? Y ahora, música…”

Pero la música no llega y es el silencio lo que sigue, y una lata de gasolina derramada por sus propias manos sobre su cabeza y su cuerpo. Y al final la chispa del mechero que hará de Doménico una llama viviente. La fuerza narrativa de Tarkovsky eclosiona en el silencio en un lo más, que los jóvenes dirían ahora, precisamente cuando uno está oyendo en su propio interior bajo ese manto de silencio los compases imperecederos del cuarto movimiento de la Novena Sinfonía de Beethoven. La fuerza dramática de este final es tal, su cuerpo envuelto en llamas arrastrándose mientras tanto por el suelo tras el inflamado discurso previo, que sólo esta música susurrada en la hornacina del alma puede servirnos como contrapunto de salvación en donde la liberación por el fuego cierra definitivamente la secuencia.

Y sin embargo todavía la nostalgia, el cúmulo de esas cosas que se nos aparecen ardientes cuando cerramos los ojos, tendrán su espacio en otra espléndida secuencia después de que Andrei Gorchakov, el poeta ruso alter ego de Tarkovsky, haya logrado atravesar la piscina con el cabo de vela encendido. Allá, en el entorno de las ruinas de la catedral de San Galgano, la calina envolviendo la secuencia, el protagonista ensimismado y absorto sentado junto a un charco con el perro al lado, un larguísimo plano donde las luces se desvanecen poco a poco en una coda mientras la cámara se aleja lentamente fundiendo estas últimas imágenes con la delicada y sedosa armonía del principio del film, árboles, río, vacas, vagas siluetas de mujeres.












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