viernes, 3 de noviembre de 2017

Perro meditando en la playa



Playa de Aramar, 3 de noviembre de 2017 


Habíamos cargado nuestra mochila con un tentempié y bajamos a la playa con la intención de dar una vuelta por las dunas de Liencres cuando nos tropezamos con una sugestiva estampa. Junto a las olas, un perro sentado en posición de loto perruno, contemplaba ensimismado la infinita extensión del mar; acaso meditaba sobre el misterio de la Santísima Trinidad; quién sabe. Desde luego no era una estampa típica en una playa donde los perros corren como locos de un lado para otro de continuo sin objeto aparente. Si uno se detiene a ver el espectáculo, lo habitual es que dos o tres perros se enzarcen en espontáneas carreras en donde uno suele perseguir a otro a todo trapo; dan vueltas y vueltas hasta que de repente uno de ellos se para junto al amo y la fiesta termina. El perro que le persigue se para de repente junto al primero y ahí acabó todo. Las fintas, las carreras de locos, en realidad no persiguen atrapar al otro, se trata solamente de una disculpa, un ejercicio, es simplemente una actividad destinada a llenar de "algo" la vida. 

Bauman sugiere que cuando nos movemos es "porque no existe posibilidad alguna de encontrar gratificación: el horizonte de la gratificación, la línea de llegada en que el esfuerzo cesa y adviene el momento del reconfortante descanso después de una labor cumplida, se aleja más rápido que el más veloz de los corredores".  El esfuerzo desproporcionado de dos galgos persiguiéndose hace días en la playa de Berria, tan veloces como si su presa a cazar fuera una liebre, y que de haberse tratado de una situación de caza habría tenido su conclusión y su momento de gratificación, en la playa se convierte en humo. De hecho existe la apariencia de una finalidad, dar caza al otro, pero es eso, una simple apariencia que cumple el objetivo de mantenerlos en actividad, mantenernos en actividad. Y si acaso hay un logro, afirma Bauman, este pierden su atractivo y su poder gratificador en el mismo instante de su obtención, si no antes. Bauman evidentemente exagera, ya que la satisfacción que uno obtiene de muchos actos gratificantes de la vida que deja atrás, las recicla la memoria muy bien por poco que el individuo tenga la oportunidad de situarse en silencio ante una chimenea de invierno o antes un largo atardecer. No obstante sí hay gran parte de verdad en esa afirmación de que llegado a cierto punto el globo de la felicidad se desinfla. 

En cierta ocasión, viajando por Malasia, el administrador del hotel donde me hospedaba se empeñó en meterme una chica en la cama. Yo llevaba tres meses viajando solo por Oriente y creo que lo que más me apetecía era ovillarme y acariciar largamente un cuerpo joven de mujer. Curioso, le pregunté al hotelero por el tiempo que podría demorar con la chica que me ofrecía. Su contestación fue objetiva. Hombre, me contestó, quince, veinte minutos, lo que dure la fiesta. Era su negocio y ese debía de ser el promedio que les duraba la fiesta a su clientela. Después era ponerse los pantalones y a otra, a visitar el mercado, a hacer fotos de alguna mezquita. Pese a que funcionamos cercanos a esa dinámica de que habla Bauman, parece que para puntualizar antes deberíamos saber a qué tipo de experiencias nos referimos para saber la perdurabilidad que tendrá en nosotros la gratificación. 

De todos modos qué cierto también aquello de:“Le bonheur le plus doux est celui qu 'on espere”. La felicidad más dulce es la que se espera, escribía Guyau en verso, ya con un pie en sepulcro, y que confirma nuestra predisposición a perseguir la felicidad, un deseo con un fervor y un apasionamiento que sólo gozará de su mayor auge mientras estamos en camino de conseguirlo. 

Cierto día en que mi nieta Ainara y yo, ella tenía entonces siete u ocho años, andábamos “filosofando” sobre la vida y que hablábamos de la abuela fallecida recientemente y de la muerte en general, en un momento, ella, acaso mosca, porque el asunto le pudiera caer cercano, me cortó de repente con esta salida: “pero abuelo, a mí todavía me queda mucho". Esperar no esperando, en este caso, morirte, con las expectativas puestas en una linda cotidianidad, como era el caso de mi nieta, también tiene su gracia y encaja perfectamente en los razonamientos anteriores. 

Tiene su gracia este vivir a la espera, pero incluso también cuando la espera es dentro de ese tiempo de vivir mientras la muerte llega, me digo muchas veces, porque aunque uno sea de la opinión de que aprender a morir es fundamental tanto para el bien morir como para el bien vivir, el gozo que se obtiene de la vida sabiendo que estás bien disfrutando unos pocos años que no irán más allá de etcétera, pues también está bien, aunque sea de manera diferente a como lo vive mi nieta para quien el tiempo todavía es infinito. 

Y recuerdo ahora una anécdota que viene al caso, de cuando mi hijo Mario tenía seis años, cierta ocasión en que caminábamos con nuestros hijos y con otros amigos allá por los desfiladeros del río Tajo, en Cuenca. Subíamos una empinada cuesta entre brezos y canchales cuando de repente, a mi espalda, me llamó la atención una conversación que se traían mi hijo Mario con su amigo Rodrigo. Presté atención mientras caminaba a sus razonamientos. Hablaban de libros y uno de ellos había nombrado a García Lorca. Inmediatamente el otro, como quien hace un paréntesis en la conversación, atajó: “yo de mayor no quiero ser poeta”. A lo que Mario enseguida respondió con un ¿por qué? “Porque a los poetas los matan”, respondió sentencioso Rodrigo, para quien García Loca debía de ser la referencia temprana de lo que era un poeta. Rodrigo a sus seis años también tenía claro que de morirse nada, que la vida era demasiado hermosa para abandonarla por mucho que le gustara la poesía. 





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