Playa de Penarronda, 11 de noviembre de 2017
Me despierto, me asomo a la ventana y ahí siguen las olas, como ayer, como hace milenios, inmutables, parecidas a sí mismas desde hace una eternidad. El tiempo cerrado, el campo brumoso, apesadumbrado, cabizbajo. Si no apareciera ningún ser humano por los alrededores en unas semanas, si se esfumara el cartel que anuncia la playa igual este rincón del mundo podría ser la estampa de un principio del mundo preparada para que en sus playas empezaran a proliferar los anfibios, el primer hito en la gestación del futuro ser humano, un nuevo ser en medio de la no conciencia animal y vegetal capaz de pensarse a sí mismo y reflexionar sobre la realidad que le rodea. Cierro los ojos para contemplar delante de mí esa posibilidad que alguna vez se desarrolló miles de millones de años atrás y me visualizo vagando por la playa y los acantilados, aspiro el aire frío de la mañana. Pienso que tengo que protegerme del viento, la lluvia, el frío, pero no hay ninguna cueva en los alrededores. Después de mucho tiempo comprendo que tengo que construirme un cobijo. Veo a las gaviotas alimentarse en la playa, en los campos cercanos; tomo nota. No tardaré en descubrir la manera de abrigarme. ¿Qué sigue?, sí, defenderme de las alimañas, forzar el muro de la soledad, encontrar otra mitad para que el eco de mi voz no se pierda entre el oleaje y el aletear del viento.
¿Y después?
¿Tendré capacidad para sentarme frente al mar y quedar absorbido por su monótono movimiento?, ¿inventaré algún dios que me proteja de las inclemencias del viento, que alivie mi hambre con el paso de algún solitario mamífero? ¿Imaginaré una finalidad para mi vida? El chapoteo del agua y el cavernoso retumbar del mar en las entrañas del acantilado vuelven a acaparar mi atención.
Pero tengo a mano el teléfono y lo enciendo y ahora estoy en el frío de la garganta de Bohoyo, en Gredos, una acogedora choza que alimenta mi imaginación de la mano de Cive y que, próxima al paraje Regajos Largos, columbra las alturas del solitario valle casi ya a tiro de piedra de asomarse al balcón que da vista a las Cinco Lagunas, un lugar donde José Antonio dice correrse el riesgo de cruzar el umbral del misticismo y donde fue encontrado año atrás el cuerpo sin vida de un antiguo compañero, Javier Avellano, caminante solitario al que sorprendió un infarto en medio de ese hermoso paraje mientras acaso contemplaba la vida con ese sesgo con que los místicos miran la realidad en un esfuerzo por comprender la existencia.
Y entonces estoy allí una semana, dos, y llega la nieve y me recojo en el interior de la choza y el frío es intenso. Fuera, una cabra montesa, que ha quedado rezagada de su rebaño en su camino hacia la parte más benigna del valle, ramonea en los brotes duros de una retama. La garganta amable de cuarenta años atrás, cuando un puñado de amantes descendían por sus laderas en esquís después de tres días de cabalgar por las alturas de la sierra, está hoy lóbrega, como corresponde a uno de esos primeros días del comienzo del mundo. El bufar de la ventisca y la nieve golpeando la escueta puerta de tablones de la choza sustituye al monótono y milenario rumor del mar.
Ahora, sentado al borde del acantilado en un paraje cercano a Tapia de Casariegos, vuelvo a ensimismarme frente a las olas, el lejano ondular del agua, la infinitud del horizonte. Cerca, las islas Pantorga yacen amigables envueltas por el azul del cielo y el mar. El mar las besa, sí, y después se retira lánguidamente hasta que otra ola vuelve con su ósculo a renovar la humedad en sus labios de duro granito. Y pasan las horas y el verde transparente de las olas bajo el penacho de nieve, glauco opaco en las lomas que se van formando en las cercanías de los roquedales, se expande hasta que la espuma se derrumba sobre él convirtiendo la escena en un suspiro de blancura que se arrastra hasta desvanecerse en una ensenada.
Los mismos colores que pintan las montañas de blanco orlan esta mañana las rompientes. A lo largo del día bajo a la playa a caminar. La pleamar se va tragando poco a poco el siena húmedo de la arena. Los grandes peñascos de la playa de Penarronda esperan el abrazo del mar que en unas horas los habrán convertido en oscuras islas.
En la playa, un laberinto de reflejos renuentes a sumirse en la arena y donde el cielo y las nubes se miran en pequeñas ondulaciones azules, espejea la tarde. Tras el eremita de la garganta de Bohoyo y el de los acantilados y las cuevas del norte ahora la nacarada luz con que se visten los regato de agua sobre la arena de la playa. Acá la música de las olas, allá el frío silencio del invierno.
![]() |
Cabaña en la garganta de Bohoyo. Original de Cive |
No hay comentarios:
Publicar un comentario