El Chorrillo, 21 de noviembre
de 2017
Anoche anduve fisgando en mi
biblioteca. Miré aquí y allá sin rumbo fijo. Muchos títulos me recordaban
viejas historias semiperdidas en la memoria, otros sospechaba haberlos leído y
entonces abría sus páginas y comprobaba que tuvieran algún subrayado que me
diera una pista; había muchos de estas características. Otros no recordaba ni
remotamente haberlos leído y sin embargo alguna anotación en los márgenes certificaban
que en alguna década anterior había pasado largas horas con ese libro entre las
manos. De otros me sorprendía encontrármelos allí; ningún hilo conductor daba
razón de su existencia en mis estanterías. Más sorpresivo todavía porque mi
biblioteca de la cabaña es una selección personal de la que tenemos en casa
mucho más amplia. Si el libro estaba allí era por alguna razón que ahora no
lograba descifrar. Los más eran un caluroso encuentro con el pasado. Descubría
viejas referencias, ideas de las que yo había olvidado su procedencia y que
entonces me revelaban un origen con el que yo no habría podido dar sin la
concurrencia del azar.
El encuentro con porciones de
contenidos de libros que duermen junto a mi cama o posan seriamente a mis espaldas sobre una
estantería de nogal durante mis horas de trabajo o lectura, ha sido totalmente
accidental. Sólo muy de vez en cuando alcanzo un volumen y lo hojeo; me da
cierta lástima porque son como hijos o amigos íntimos de algún momento de mi
vida pasada, gentes o ideas que seguramente dejaron algún germen en mi alma de
lector para ayudarme a conformar una manera de ver el mundo, para amar con
espacial ardor una idea, un proceder, o para acaso pasar a ser depositario yo
mismo de un poco de belleza encontrado en unos versos o en relato de alguna historia
que se desarrollaba atravesando algún lejano mar de Oriente. De todos modos
aunque no me acerque a ellos y los hojee con frecuencia no les roba el papel
que cumplen a todas las horas del día y la noche. Ellos me hacen compañía; la
aparente soledad en mi cabaña no es tal, ellos me abrigan y dan testimonio de
nuestro recíproco encuentro, de nuestras largas conversaciones mantenidas a
propósito de algunos párrafos o el frescor de unos versos; ahí como parte y
extensión de mi mismo; ellos, conmilitones de muchas batallas, amigos de
infancia y madurez, inseparables contertulios junto al fuego de la chimenea de
los inviernos.
Que de una parte importante
de mi relación con los libros que he leído a lo largo de mi vida pueda dar sólo
testimonio porque en ellos aparecen firmes trazos de subrayados o anotaciones
marginales que cuestionaban o avalaban alguna idea, produce en mí una sensación
similar a la que experimento cuando me encuentro con algún antiguo amigo o
compañero de escalada del cual acaso recuerdo el rostro pero que me sorprende
dolorosamente cuando me hace el relato de tal o cual ascensión o escalada que
cerca de medio siglo atrás cumplimos en Pirineos o los Galayos y que yo soy
incapaz de recordar. En tales circunstancias, el libro olvidado, los amigos
disueltos en la niebla del tiempo, experimento un extraño dolor que algo tiene
que ver con la sensación de disolución. Esa sensación de que con el tiempo
parte de lo que somos lo vamos perdiendo irremisiblemente, hechos, personas,
libros, lugares visitados que, como alguien que fuera abandonando partes de sí
en su largo camino hacia la muerte llegara a imaginar el último tramo de la
vida como un retorno paulatino a la nada. Con los años nos vamos quedando cada
vez más solos. Mi madre, mi padre podían dar testimonio de partes de mi pasado,
del pasado común. Con su desaparición una gran parte de mí también desapareció.
Un eslabón menos con el pasado desaparece. El proceso de olvido de lo que
leímos supone también una pérdida de parcelas de nuestro yo.
Flotarán sí sobre el tiempo
las sensaciones globales de unas lecturas, acaso, pero serán sensaciones
abstractas, desposeídas de los hechos o de las ideas concretas que las
alimentaron. Lo que no quiere decir que las sensaciones dejen de ser unas de
nuestras más inestimables gracias.
En estas ideas andaba anoche,
pero eran especulaciones añadidas al hecho esencial: el encuentro sentimental
con “mis libros”; que adivinaba entre tomo y tomo singladuras cumplidas forzando mi memoria a recuperar aquel clima
de intimidad con los hados que duermen entre las páginas de los libros.
Hace un rato me di una vuelta
por el Face de Leibi Ng y me encontré una cita de Saramago que, debidamente
amputada para la ocasión, reza como sigue: "Somos la memoria que tenemos… sin
memoria no existimos”. Quizás tenga razón Saramago y el momento de la
disolución total de la memoria se corresponda con el final de nuestra
existencia. De ahí que la lucha por seguir recordando y reviviendo la vida y
las páginas de los libros que nos acompañaron desde niños, desde Sandokán y
Salgari de los primeros años de lector hasta el encantador relato estos días de
El secreto del Bosque Viejo con que
Dino Buzzati recrea también parte de los relatos de la infancia, se parezca un
tanto a ese tronco al que los náufragos se aferran ante la inevitabilidad del
paso del tiempo. Parafraseando a Saramago podríamos decir que mientras haya
memoria cabe la esperanza.
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