lunes, 20 de noviembre de 2017

"Somos la memoria que tenemos…”



El Chorrillo, 21 de noviembre de 2017

Anoche anduve fisgando en mi biblioteca. Miré aquí y allá sin rumbo fijo. Muchos títulos me recordaban viejas historias semiperdidas en la memoria, otros sospechaba haberlos leído y entonces abría sus páginas y comprobaba que tuvieran algún subrayado que me diera una pista; había muchos de estas características. Otros no recordaba ni remotamente haberlos leído y sin embargo alguna anotación en los márgenes certificaban que en alguna década anterior había pasado largas horas con ese libro entre las manos. De otros me sorprendía encontrármelos allí; ningún hilo conductor daba razón de su existencia en mis estanterías. Más sorpresivo todavía porque mi biblioteca de la cabaña es una selección personal de la que tenemos en casa mucho más amplia. Si el libro estaba allí era por alguna razón que ahora no lograba descifrar. Los más eran un caluroso encuentro con el pasado. Descubría viejas referencias, ideas de las que yo había olvidado su procedencia y que entonces me revelaban un origen con el que yo no habría podido dar sin la concurrencia del azar.

El encuentro con porciones de contenidos de libros que duermen junto a mi cama o posan  seriamente a mis espaldas sobre una estantería de nogal durante mis horas de trabajo o lectura, ha sido totalmente accidental. Sólo muy de vez en cuando alcanzo un volumen y lo hojeo; me da cierta lástima porque son como hijos o amigos íntimos de algún momento de mi vida pasada, gentes o ideas que seguramente dejaron algún germen en mi alma de lector para ayudarme a conformar una manera de ver el mundo, para amar con espacial ardor una idea, un proceder, o para acaso pasar a ser depositario yo mismo de un poco de belleza encontrado en unos versos o en relato de alguna historia que se desarrollaba atravesando algún lejano mar de Oriente. De todos modos aunque no me acerque a ellos y los hojee con frecuencia no les roba el papel que cumplen a todas las horas del día y la noche. Ellos me hacen compañía; la aparente soledad en mi cabaña no es tal, ellos me abrigan y dan testimonio de nuestro recíproco encuentro, de nuestras largas conversaciones mantenidas a propósito de algunos párrafos o el frescor de unos versos; ahí como parte y extensión de mi mismo; ellos, conmilitones de muchas batallas, amigos de infancia y madurez, inseparables contertulios junto al fuego de la chimenea de los inviernos.

Que de una parte importante de mi relación con los libros que he leído a lo largo de mi vida pueda dar sólo testimonio porque en ellos aparecen firmes trazos de subrayados o anotaciones marginales que cuestionaban o avalaban alguna idea, produce en mí una sensación similar a la que experimento cuando me encuentro con algún antiguo amigo o compañero de escalada del cual acaso recuerdo el rostro pero que me sorprende dolorosamente cuando me hace el relato de tal o cual ascensión o escalada que cerca de medio siglo atrás cumplimos en Pirineos o los Galayos y que yo soy incapaz de recordar. En tales circunstancias, el libro olvidado, los amigos disueltos en la niebla del tiempo, experimento un extraño dolor que algo tiene que ver con la sensación de disolución. Esa sensación de que con el tiempo parte de lo que somos lo vamos perdiendo irremisiblemente, hechos, personas, libros, lugares visitados que, como alguien que fuera abandonando partes de sí en su largo camino hacia la muerte llegara a imaginar el último tramo de la vida como un retorno paulatino a la nada. Con los años nos vamos quedando cada vez más solos. Mi madre, mi padre podían dar testimonio de partes de mi pasado, del pasado común. Con su desaparición una gran parte de mí también desapareció. Un eslabón menos con el pasado desaparece. El proceso de olvido de lo que leímos supone también una pérdida de parcelas de nuestro yo.

Flotarán sí sobre el tiempo las sensaciones globales de unas lecturas, acaso, pero serán sensaciones abstractas, desposeídas de los hechos o de las ideas concretas que las alimentaron. Lo que no quiere decir que las sensaciones dejen de ser unas de nuestras más inestimables gracias.

En estas ideas andaba anoche, pero eran especulaciones añadidas al hecho esencial: el encuentro sentimental con “mis libros”; que adivinaba entre tomo y tomo singladuras cumplidas  forzando mi memoria a recuperar aquel clima de intimidad con los hados que duermen entre las páginas de los libros.

Hace un rato me di una vuelta por el Face de Leibi Ng y me encontré una cita de Saramago que, debidamente amputada para la ocasión, reza como sigue: "Somos la memoria que tenemos… sin memoria no existimos”. Quizás tenga razón Saramago y el momento de la disolución total de la memoria se corresponda con el final de nuestra existencia. De ahí que la lucha por seguir recordando y reviviendo la vida y las páginas de los libros que nos acompañaron desde niños, desde Sandokán y Salgari de los primeros años de lector hasta el encantador relato estos días de El secreto del Bosque Viejo con que Dino Buzzati recrea también parte de los relatos de la infancia, se parezca un tanto a ese tronco al que los náufragos se aferran ante la inevitabilidad del paso del tiempo. Parafraseando a Saramago podríamos decir que mientras haya memoria cabe la esperanza.








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