lunes, 13 de noviembre de 2017

Estampas para un final de otoño




Playa de Peizás, Lugo, 13 de noviembre de 2017 

Apenas hace un rato que ha amanecido. Hace frío, está cubierto, un viento desagradable corre por la costa. Me voy despertando haciendo mis ejercicios de rehabilitación sobre la cama. Oigo aparcar un coche junto a nuestra furgoneta. Me asomo, sale un joven, se desnuda y se enfunda en su traje de neopreno. Toma su tabla bajo el brazo y descalzo se dirige a la playa. Ahora veo asomar su cabeza a lo lejos, en la línea de altas olas. Nada velozmente, se sube al cuello de una de ellas, se alza sobre la tabla y la ola lo lleva en volandas por el filo de su espumosa cresta mientras él, con las rodillas flexionadas, un pie más adelantado que otro y los brazos alzados a media altura como alas de gaviota dispuesta a alzar el vuelo, parece suspendido en el aire planeando sobre la espuma blanca de las olas. 


Y el mar y las olas me llevan a un rincón de la Sierra Norte de Madrid, a un cabrero preparando en el rincón de una choza el desayuno antes de abrir el aprisco para liberar a las cabras que enseguida ramonearán entre las jaras y los carrascos. Acaba de amanecer y en el horizonte, sobre la prominencia de Peña la Cabra, el sol ha pintado de ámbar la cumbre. El frío es más intenso que en la playa, el cabrero se fuma un cigarrillo en la puerta de la choza; mientras mete un poco de queso y pan en el zurrón toma la manta en la que envolverá su cuerpo para protegerlo del relente de la madrugada. Su figura a contraluz de la mañana parece una estampa de los viejos tiempos de la trashumancia. El cabrero, que me había llamado para que le suministrara de tabaco y algún producto más de primera necesidad, me recibió a primera hora de la mañana entre los altos breñales de la sierra. Me ofrece café. En un rincón de la choza humea todavía un rescoldo de jaras. El cabrero huele a fogata, a la fogata que calentaba las cuevas del hombre del paleolítico. Está feliz. Me cuenta que ha pasado frío esta noche pero que se quedará todavía una temporada en los alrededores. Y mientras se lía un pitillo me hace una confidencia. Quiere acostumbrar su cuerpo al frío, al hambre incluso. La semana anterior se le acabó la comida y ayunó durante dos días. Consumimos nuestros cafés junto al rescoldo pálido de la fogata. Hay quien tiene alma de marinero, pero el alma de mi hijo es de esparto viejo hecho a los caminos y a los vientos. Salió del calor de las aulas de la universidad para enterrarse en el monte y desde entonces el monte y la leche de sus cabras lo alimentan. Hoy lo recuerdo desde la orilla del mar, su perfil contra el cielo encapotado, su rostro hirsuto bajo su gorra de paño con la vista puesta en el horizonte, el zurrón a un costado, sus manos apoyadas en el cayado, las cabras a su alrededor en el claroscuro del atardecer. 

Mi amiga con nombre de flor y yo habíamos salido a dar una vuelta por lo alrededores de Hampi, Karnakata, India. Volvíamos de ver atardecer en la colina de Hemakuta, cuando al desembocar el sendero sobre un camino principal, vimos a un anciano envuelto en un raído dothi de color azul que, apoyándose rápidamente en un tosco bastón de madera, se puso en pie y, como quien tiene dificultad para orientarse se paró un momento, se concentró y enseguida dirigió sus pasos hacia nosotros ayudado de su oído y del cayado con el que describía frente a sí breves recorridos con que sortear los obstáculos. Las cuencas de sus ojos eran una mancha blanca sin vida. Nos quedamos parados frente a él; el ciego, musitando algunas palabras en hindi, alzó su huesuda mano derecha hasta la altura de las caderas y pidió su limosna. Su aspecto era noble y adusto, el pelo cano, su porte distinguido; su postura erecta como de quien lleva con entereza las desgracias que los dioses otorgan arbitrariamente a sus súbditos, mostraba a un hombre a quien las adversidades no habían logrado doblegar. Le ofrecimos nuestro óbolo casi avergonzados y, como pecadores cogidos en falta, apresuramos nuestro paso hasta alejarnos un centenar de metros. Allí, en el cambio de rasante del camino, nos detuvimos para observarle. El anciano había vuelto a su puesto de guardia, un viejo y grueso tronco a la vera del cruce de caminos. 

El campo solitario, una lejana aldea y en medio de la nada, un anciano probablemente llevado allí cada mañana por sus familiares para probar la suerte de recibir una limosna de un casual caminante. La estampa todavía demora en el fondo de mis ojos retenida por un sentimiento de consternación y duda. Un interrogante que no calma esa insatisfecha desazón con que miramos al mundo.

Quizás la mirada de mi nieto por la tarde, cuando al fin y dejamos atrás Asturias y nos acercamos a verlo a casa de sus otros abuelos en Foz, donde pasa unos días con Ana, su madre; esa mirada en donde puedo adivinar en potencia la fuerza de su padre enfrentándose al frío del invierno con sus cabras allá por las laderas de la sierra Norte a punto de ser cubiertas por la nieve; donde quizás pueda descubrir la escondida fuerza del anciano de Karnakata o la pasión de volar sobre las olas en este día de frío y viento, aviven ese espíritu que el cabrero identificaba con el hacerse fuerte frente al viento y a las adversidades. 






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