25/10/2025
Cuando
metes la pala bajo la superficie del montón de estiércol, una intensa vaharada
de campo, de establo, de naturaleza rural llega al olfato; olor a la madre
tierra. El estiércol está fermentado y en sus entrañas duerme todavía el último
calor que viene de la transformación de la materia muerta en nutrientes que
alimentarán la tierra de nuestra parcela. Su olor esta mañana me sugería la
conexión que existe entre la muerte y la vida; lo que muere alimenta lo que
vive. En el montón de compost, la alternativa al estiércol que usamos hoy,
palpita la vida. Basta meter la mano en él; su calor, su intenso olor, delata la
presencia de la vida que vibra en su interior.
Tánta
vida vibra a nuestro alrededor que se nos pasa desapercibida. La microbiota
intestinal de la vaca, las bacterias del suelo, un complejo mundo trabajando a
marchas forzadas cuya finalidad no es otra que coadyuvar a la continuidad de la
vida. Esta mañana mientras andaba paleando el estiércol sobre la carretilla, me
surgió una pregunta relacionada con los olores, el porqué de ese olor tan
característico de tierra mojada cuando empieza a llover, algo que no sucede
cuando simplemente desparramamos agua con la manguera sobre la tierra.
Investigué. Resultó que ese olor tan especial de la lluvia sobre la tierra seca
recibe el nombre de petricor. Averigüé que en la tierra viven unas bacterias
que producen una sustancia llamada geosmina, que es la que olemos cuando la
lluvia cae repentinamente sobre el suelo. Cuando la lluvia golpea el suelo,
forma microburbujas que estallan y lanzan al aire esas moléculas aromáticas que
nosotros percibimos como olor a tierra mojada. Una curiosidad te lleva a otra y
sin comerlo ni beberlo de repente te sientes inmerso en un mundo microscópico a
través del cual pasa la explicación de fenómenos bacterianos complejos sin cuya
intervención sería imposible la vida. Y en esto el tránsito de la
descomposición de la materia orgánica a compost o estiércol listo para usar, un fenómeno que conocemos desde la
escuela primaria, se revela pala en mano como el pilar esencial que sostiene la
fertilidad del suelo, la riqueza biológica y por tanto la continuidad de la
vida, una deducción que respirando la “fragancia” del estiércol me hacía
cavilar sobre estos pequeños procesos de la vida que, en el marco de una
relación personal con la tierra como la que vengo teniendo estos días, venían a
inspirarme de nuevo la posibilidad de volver a crear una huerta en nuestra
parcela. Tuvimos muchos años huerta en casa, pero sucedía que con nuestros
hábitos de pasar los veranos viajando o caminando por las montañas, los
productos de la huerta no los aprovechábamos. Terminamos por abandonarla
definitivamente cuando emprendimos un viaje de un año alrededor del mundo. Ahora
la idea volvía a rondarme por la cabeza. Un asunto bastante complicado porque
en la parcela han crecido tantos árboles, que es difícil encontrar un lugar que
reciba el suficiente sol que necesitaría una huerta. No obstante, por ahí queda
la idea… ¡quién sabe!
Esto escribió una vez Novalis: “Romantizo lo vulgar
dándole un sentido sublime, lo habitual dándole un misterioso prestigio, lo
conocido dándole la dignidad de los ignoto, lo finito dándole apariencia de
infinito”. No me importaría romantizar nuestra
parcela. También romantizo con
frecuencia la montaña y pienso que romantizar no es irte por peteneras, sino
reencontrar significado profundo en lo cotidiano. Novalis habla de
Esta
tarde tras dedicar un buen rato a esto y a lo otro, salí a darme una vuelta por
la parcela. Me fui directamente a ver el trabajo de la mañana, unos cien metros
cuadrados airados, limpiados, estercolados, peinados con la escoba metálica.
Era el placer el trabajo bien hecho, pero sobre todo el inicio de esa relación
que poco a poco se está profundizando entre nosotros dos, la tierra y su
jardinero. Ahora la tierra huele levemente a estiércol.
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