El
Chorrillo, 29 de mayo de 2025
Hoy
apareció inesperadamente en un documento pdf de mi teléfono el rostro y el
cuerpo de una antigua novia de mis primeros años de madurez. Me sentí
emocionado por su inesperada presencia en la pantalla del teléfono. Dejé lo que
estaba haciendo y me puse a contemplar aquellas imágenes que resucitaban el
hermoso tiempo de un amor imposible destinado a naufragar en unos pocos años.
Haber vivido determinadas experiencias, haber pasado inconcebiblemente en una
edad en que uno va embarcándose hacia la recta final, por semejante idilio, le
convierte a uno en un ser nuevo, algo así como si comenzara una imprevista
nueva vida. Con qué agradecimiento miraba aquel rostro. Sonreía contemplando su
rostro de pícara, su actitud de connivencia.
Esos
dos conceptos que encabezan el texto de hoy me surgieron al observar las
tensiones que provoca en Chirbes por una parte, su sentimiento de tiempo que se
escurre entre los dedos de las manos, nuestras limitaciones marcadas como
productos sometidos a la caducidad, que acaso deberían restringir nuestro
horizonte, y por otra la pulsión vital
que nos empuja a seguir deseando, acumulando experiencias, conocimientos,
lecturas… incluso cuando intuimos que ya no hay tiempo para todo ello, que en
los años que nos quedan apenas podremos, por poner un ejemplo, leer un puñado
más o menos grande de libros o recrear algunas experiencias que fueron una
constante en tu vida. Nuestros deseos, arrebolados por la lectura, las reseñas
de tantos libros que pasan por el diario de Chirbes, son una tentación para esa
pulsión vital que se salta a la torera la racionalidad de nuestras limitaciones
para meternos en el cuerpo todo un mundo por delante que ya puede no estar a
nuestro alcance. Desde hace un rato oigo entrar en mi buzón un guasap tras otro
del amigo José Luís Ibarzábal, que solo veo de reojo porque no quiero que se me
vaya la olla no vaya a ser que pierda el hilo de lo que estoy escribiendo y
que, me parece, trata de cierto proyecto, una aventura por tierras al norte de
Escandinavia. Y viene a cuento en el punto en que estoy escribiendo, esa
pulsión vital que nos acompaña de por vida y que en ocasiones no deja de brotar
siquiera a las puertas de la muerte. Ayer mismo charlando con Ramón en nuestra
salida del Navi por las orillas del río Eresma, hablábamos precisamente de
estas cosas. Me contaba de su madre que con más de cien años conserva intacta
esta pulsión, esa curiosidad y pasión con la que podemos vivir a veces pese a
tener tantos años. Yo le contaba de mi padre, que en su lecho de muerte pedía a
su nieta que fuera a su casa y le trajera cierto libro que había dejado a
medias, una historia de amor. El que se
fuera a morir no era impedimento para que su curiosidad estuviera vivísima.
A veces
leer a Chirbes me hace sentirme como un ignorante pigmeo. Ese sentimiento de
que a uno las entendederas le llegan más allá que a cuatro cosas, lo que
consigue es activar el deseo desordenado de leer, indagar, razonar, dejar de
ser un torpe y abrir canales de conocimiento por aquí y por allá. Ramón hablaba
de esa curiosidad como un elemento clave en la evolución del hombre, algo que
llevamos dentro y que nos supera. Cuando la curiosidad se acaba quiere decir
que ya puedes ir llamando a la funeraria. Días atrás bromeaba en FB José Luís
sobre la posibilidad de que otorgándonos un premio Nobel a unos cuantos
aprovecháramos para darnos una vuelta por el Jotunheim y Cabo Norte. Vamos,
eso, una broma, y días después ya nos vemos haciendo proyectos para navegar por
algún río de Laponia al modo del Huckleberry Finn en el Mississippi.
Eso de
vivir el momento presente es tan tópico que ya ni caso le hacemos, sin embargo
su sabiduría es tal que si nos lo metiéramos en la cabezota, lo mismo nos quitamos
de encima esas raciones de inquietud que nos persiguen cuando queremos leer
todos los libros del mundo o conocer al dedillo todos los entresijos de
Y no
sólo eso, que hoy desde que me encontré con las fotografías de mi antigua novia
ya a mí y mi cuerpo se le soliviantaban las neuronas. Por soñar que no quede,
pero es que por mucho que la lucidez racional quiera imponerse no hay modo de
que las pulsiones vitales se nos cuelen por las rendijas del alma, sea para
enamorarse, sea para emprender una loca aventura o para volver a leer esos
enormes tochos de Guerra y Paz, El
hombre sin atributos, En busca del Tiempo perdido o incluso
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