viernes, 18 de abril de 2025

Vivir entre iguales

 



El Chorrillo, 18 de abril de 2025

Cuando sabes de alguien, X, con quien te une la pasión por la montaña y la aventura, que dice compartir la ideología política de Vargas Llosa, un ejemplo, ¿cómo no sentir un cierto respingo interior que te aleja de X? Cuando Y sostiene y respalda la acción genocida de Israel sobre Palestina ¿Cómo no sentir la fuerza del rechazo pese a compartir por otro lado actividades y gustos similares? Es un hecho que las ideas políticas, cuando éstas se dan de bruces unas contra otras, son un importante inconveniente para la convivencia. Llamamos constantemente a la comprensión y convivencia con el otro, ese unívoco sentimiento de convivir absolutamente con todo el mundo, pero es imposible olvidar cuando lo que nos separa es una visión del mundo y de la justicia opuesta. Por supuesto que se puede forzar una convivencia, pero las reticencias son un poderoso elemento que puede enturbiar una relación sincera. La sensación de que no nos sentimos entre iguales inhibe la conversación, si no es que la enturbia y la llega a encrespar. Cuando sientes tan dentro de ti las injusticias que se están cometiendo en Gaza, ¿sería posible convivir con alguien que ensalza los crímenes de Israel y su limpieza étnica? ¿Es posible convivir con aquellos que siguen defendiendo las atrocidades de Franco y sus secuaces, con los elementos de la fachosfera, con los machipirulos de toda especie? Nuestra tendencia a hacer del mundo un lugar de encuentro y convivencia de todos sus habitantes no tiene en cuenta con frecuencia esa fragrante fragmentación que está en el núcleo de una sociedad en donde la multiplicidad de las pasiones, las formas de pensar y el domesticado mundo que se deja llevar por las élites y la presión económica y social, son un relevante obstáculo para vertebrar una sociedad moralmente preparada para ascender en el camino del entendimiento y la convivencia. Las pasiones, el partidismo, el arrojo con que se suscita el desencuentro en el nivel emocional, sugieren que las posibilidades de entendimiento es un asunto abocado al fracaso. 

Asuntos que ya a nivel local y próximo nos separan y cuyos mecanismos, si los extrapoláramos a niveles de comunidades mayores, nacional e internacional, con el aumento del laberinto de las distintas culturas, aspiraciones y sensibilidades, añadirían una complejidad exponencialmente mayor al conjunto de la convivencia. Si ya en grupos reducidos de amigos o conocidos que comparten aficiones y gustos similares, el desencuentro se produce en asuntos tan elementales como los apuntados más arriba, ¿cómo no ser pesimistas cuando mentalmente intentamos configurar un mundo más armónico en donde ideologías, formas de pensar y de concebir la realidad ocupan un lugar tan preeminente? Una preeminencia que enfrentada a las creencias y culturas de “los otros” probablemente no es en modo alguno un buen punto de partida para el encuentro, si contamos especialmente con aquellas partes de la sociedad especialmente fanatizadas o creídas de la bondad de sus concepciones. Esa creencia de los cristianos o del mundo islámico de poseer la verdad que a tantos conflictos ha llevado, también parece ser el caldo de cultivo en el que se cuece nuestra creencia occidental de poseer la absoluta verdad sobre el modo de gobernar y sentir en el mundo. Esa visión etnocentrista, u occidentalcentrista que tenemos en Occidente respecto al entero planeta, no es otra cosa a nivel individual que la proyección que hacemos de nuestra percepción de la realidad en otros ámbitos cércanos. Un difícil apearse del burro que nos impide comprender al otro, y a otras culturas, con la objetividad necesaria para encontrar vías de entendimiento y encuentro.

Pero aún supuesto un esfuerzo en derribar barreras, y volviendo al plano cercano, ¿sería posible ser buen amigo de alguien con quien en absoluto compartimos visiones elementales sobre la justicia o el bien común? ¿No se abre entre la egolatría (un que al otro le parta un rayo mientras yo tenga mi trasero calentito) y una actitud más benevolente con el prójimo y con el sentido de la justicia, un abismo que impide mantener relaciones sinceras y cercanas? ¿Hasta qué punto nuestra concepción moral de la realidad repele y hace imposible el encuentro de quienes discrepan en aspectos esenciales de la ética? ¿Podría convivir, relacionarse con normalidad, un neofascista, caso extremo, con una persona de tendencias de izquierdas?

En la conclusión final de mi post anterior de conversación con ChatGPT, el estrecho resquicio que concedía al ciudadano en una intervención en la mejora del mundo, venía expresado así: “No tenemos el poder de transformar el sistema desde arriba. Tampoco podemos confiar ciegamente en una masa que, en gran medida, ha sido desactivada culturalmente por el consumo y la desinformación. Pero lo que sí podemos hacer es cultivar espacios de pensamiento, de diálogo, de práctica ética. Y quizás, solo quizás, si somos muchos los que empezamos por ahí, el mundo termine pareciéndose un poco más a esa utopía que soñamos cuando aún creíamos que el ser humano podía ser algo más que tribu”. El estrechísimo margen que deja este planteamiento a una resolución justa de una convivencia futura donde tantas tensiones desestabilizadoras están en juego, es un tanto desalentador, desalentador en el plano general o global, pero también en el plano próximo de las relaciones interpersonales que se ven fuertemente afectadas por las diferencias políticas, si éstas están relativamente enfrentadas.

Es más fácil la convivencia entre iguales que entre aquellos que sostienen ideas políticas enfrentadas. Todos sabemos de familias y amigos en donde las disensiones políticas han sido elementos de desavenencia y ruptura. Invocar cultivar espacios de pensamiento, de diálogo y de práctica ética es un buen procedimiento para avanzar en la construcción de una convivencia más sólida, pero los obstáculos son de tan enorme dificultad que cuesta pensar que la historia no vaya a repetirse una y otra vez, tanto a nivel vecinal y local como a niveles universales.

Esta mañana un amigo, Z, en Instagram me comentaba de la fragilidad de la existencia humana y la inevitabilidad del declive de cualquier poder o estructura, incluso los más grandiosos. Citaba a Percy Bysshe Shelley: "La tierra está llena de ruinas de imperios que creyeron que durarían para siempre". Para Z la frase invita a la reflexión sobre la importancia de la humildad y la adaptabilidad ante la naturaleza cambiante de la vida. Un elemento más que incorporar a esos espacios de pensamiento y diálogo que expresaba en el párrafo anterior, pero que sin embargo se ven y se verán azotados constantemente por un sectarismo devorador capaz incluso de terminar con las amistades corrientes que mantienen el tejido social en el que nos desenvolvemos.

 

 


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