El Chorrillo, 21 de abril de 2025
De aquel Boris Johnson que en tiempo de
pandemia se liaba de juerga con su amiguetes de Londres y cuando Rusia proponía
en Estambul un acuerdo de paz sobre Ucrania, promovió desde su estatus de “gran
canciller” la continuación de la guerra; de este Macron jugando a la guerra y
que un día se despertó creyéndose que era Napoleón; de la tal Von der Leyen que con su carita de mantequilla quiere birlarnos el poco bienestar social que hemos
conseguido; del bufón mayor de este planeta, ese que se ha bajado los
pantalones para echar cagaditas sobre el entero globo terráqueo; de aquellos
otros de la motosierra, bufones de norte a sur de América, todos hazmerreir del
mundo pero con suficiente influencia y poder como para poner el planeta patas
arriba, si no para hacerlo reventar por los aires. De todos ellos que, payasos
en esencia, podrían estar pacíficamente en sus casas haciendo un puzzle o viendo la tele, o leyendo un libro, o
jugando con sus hijos o contemplando un partido de fútbol o dándose un paseo por
las montañas cercanas, pero que teniendo una idea equivocada de la vida y
del mundo, prefieren poner sus deseos y sus pasiones sobre la parrilla de la
barbacoa para que estas se inflen, pierdan la referencia y terminen poniendo al
mundo al borde del colapso.
Bien cierto que la historia del planeta
está jalonada por bufones ahítos de deseos desordenados, Atila, Alejandro
Magno, Napoleón, Hitler, Felipe II, Mussolini, los forjadores del imperio Británico y Estadounidense, que si se les mira el trasfondo del alma
¿no son acaso todos ellos grandes bufones que han convertido con su ambición
personal el mundo en un continuo charco de sangre? Ya puede la historia
glorificarlos o execrarlos, es lo mismo, bufones son por poco que consideremos
su moral ajena a la búsqueda de una paz y un entendimiento con los otros seres
del hábitat común de este planeta perdido en la inmensidad del universo.
Bufones tantos papas, todos esos payasos británicos dueños del mundo
persiguiendo qué, gloria y poder. Mirémosles desde la lejanía de años luz para comprenderles mejor. Pequeñas criaturas nosotros que
bajamos de los árboles, cazamos, nos hacemos recolectores, desarrollamos la
inteligencia y a poco ya estamos dándonos garrotazos unos a otros, hincándoles
los dientes al prójimo para someterlo, para exprimirlo como si fueran limones.
La historia de la humanidad es la historia de grandes idiotas corroídos de
pasiones, borrachos de poder por todos los lados a lo largo y ancho de la
historia y del planeta. Imaginemos estas trifurcas a nivel de las hormigas,
contemplamos los alrededores de un hormiguero, el trabajo, el afán por guardar
provisiones para el invierno, cada comunidad en su hormiguero. ¿Qué pensaríamos
de las hormigas de otros hormigueros de los alrededores si se dedicaran a matar
a sus vecinas para disponer a su vez de su grano, si estás mismas hormigas se
dedicaran a aplastar a todos las hormigas del entero planeta para ser ellas las
reinas del mambo, reinas por pocos días porque en unas pocas semanas serán nada?
Habrán desolado el terreno, dejado millones de otras hormigas descabezadas,
dominarán sobre los hormigueros del planeta, pero ¿y qué? La nada se las habrá
tragado mañana, pasado mañana.
A la luz de una distancia suficiente, los
humanos debemos de ser los seres más ridículos del Universo. Ridículos porque
estando en condiciones de vivir en paz unos con otros, dejamos que las pasiones
nos coman hasta los higadillos; la pasión de destruir a los otros, de robarles
o maniatarles, de dominarlos, siempre está omnipresente en la historia de la
humanidad.
¿Y si antes de seguir hacemos una pausa y
consideramos lo que es vivir? ¿Qué es vivir? Echamos un vistazo a un día
cualquiera y comprobamos que vivir es dormir, despertarse, desperezar, mirar
por la ventana, pensar en esto y lo otro, escribir sobre una cuestión que se te
pasa por la cabeza, escuchar a los pájaros, levantarte, bailar, hacer el saludo
al sol, desayunar, comer, defecar, darse un paseo… todo eso es vivir. Y cuando
eso no sucede ya no es vivir, es que te has muerto, es que se ha roto la cadena
de sucesos que eran la vida… solamente eso.
Esta
mañana recibí un guasap que hablaba de la imposibilidad de mover los cimientos
de esa institución mundial tan poderosa, siniestra y castradora cuyo único
objetivo parece ser pisotear los derechos humanos más elementales. “Pobres
hombres que nunca se darán cuenta que no existe ningún más allá, ni cielo ni
infierno”, decía el guasap. Pobres, que
teniendo la nada a la vuelta de la esquina gastan sus vidas tan miserablemente
de la mano de los bufones de turno. Nuestra lamentable historia plagada de
bufones, tantos de ellos agasajados por sus “proezas” militares. Contestaba yo
que me había despertado y en lugar de levantarme me había quedado mirando al
techo. Al poco cogí el teléfono, le decía, y escribí arriba de la pantalla
"De los bufones de este mundo". El punto de vista era el mismo que
planteaba mi amigo, era similar a esa mirada que todos deberíamos tener contemplando
Observemos
por un momento a esos bufones que pueblan el planeta con sus gestos iracundos,
sus motosierras, su arrogancia, su indiferencia hacia el dolor y la muerte que
provocan a su alrededor e intentemos contextualizarlos con eso que llamamos la
vida: dormir, levantarse, trabajar, leer, querer a alguien, tener hijos, nadar
en el mar, disfrutar de los pequeños placeres… ¿Qué resulta? Un conmovedor
sentido del ridículo, el de alguien a quien le echa humo el cerebro, que
confundiendo los indios y americanos de goma y el fuerte de nuestra infancia de
los años sesenta con los que jugamos, sigue pensando de manera similar a
aquellos niños. Inquietudes infantiles, egolatría, ganar al gua a los otros,
meterles un gol, avergonzarles, sacar pecho. Y todo para qué, para diñarla a la
vuelta de la esquina. Bufones, pobres imbéciles que proyectando sus apetitos
infantiles sobre el mundo, hacen de éste un espacio inquietante y doloroso.
La Tierra: "Punto azul pálido", a 6.000 millones de kms.
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