El Chorrillo, 11 de marzo de 2025
El amigo Cive, que sabe montón de citas latinas
y griegas y que de tanto en tanto me regala una de ellas, recuerdo que no hace
mucho encabezó uno de sus emails con ese tempus fugit, una lejana expresión de Virgilio en sus Georgicas que nos habla de la fugacidad del tiempo. Esta noche volví a
encontrarme la expresión al comienzo de uno de los capítulos de Diarios,
de Chirbes. Chirbes tiene cincuenta y tantos años y ya empieza a notar esa
fugacidad con que los días pasan atropellando nuestras expectativas, ese tiempo
en que vemos cómo días, semanas y meses se nos escapan de la mano como truchas
de un tiempo que no se deja atrapar y que huyen constantemente de nosotros
dejándonos perplejos y con la sensación de que no podremos apresar nunca la
certeza de un conocimiento, de saber de qué están compuestas las cosas.
Este tempus fugit que cuando te vas
haciendo mayor casi sientes en la piel la necesidad de agarrarte con el piolet
al suelo para no ser arrastrado por el plano inclinado del tiempo, sí, como el
que cae por una pendiente nevada y se agarra al piolet como única manera de
salvar su vida. Sólo que no hay modo de detener la caída. El fondo la nada nos
succiona sin remedio. Sólo que no habría que asustarse por ello si mientras que
el momento llega seguimos tocando la guitarra y caminando por las pedregosa
laderas de la vida con la cabeza en alto. Esta mañana leí un hermoso texto que
me levantó el ánimo, era de Guillermo Amores; así que me voy a permitir reproducir
aquí para que no se me olvide a qué clase de vida me debo y, si se quieres,
para que aunque el tiempo corra más de la cuenta sentir el halito de la memoria
refrescándote el cogote. Es un largo comentario que me hubiera gustado escribir
a mí, un testimonio de eso que hemos dejado atrás y que hoy nos sirve para
mirarnos en el espejo de lo que ha sido nuestra vida y de lo que queremos de
ella. Guillermo respondía en él a las líneas que aparecían ayer en mi última
entrada, Las raíces de una pasión. Aquí está su comentario (con tu
permiso, Guillermo):
“Son bonitos recuerdos, para mí son una
evocación cálida y personal de las vivencias de un montañero sobre sus primeras
experiencias. En aquellos tiempos, los
amantes de la montaña formábamos una comunidad unida, donde era común coincidir
en los autocares que nos llevaban a destinos como
A pesar de que las actividades en la montaña se
realizaban en grupos más pequeños, las cuerdas compartidas tejían vínculos
duraderos. Cada compañero de escalada se convertía en un protagonista de la
historia personal de cada uno, dejando recuerdos imborrables que, aunque
lejanos en el tiempo, se sienten recientes debido a la intensidad con la que se
vivieron.
Tengo el deseo profundo de que estos recuerdos
no se conviertan en mera nostalgia, sino que sigan siendo una fuente de alegría
y conexión con mi pasado. La pasión por la montaña y la camaradería vivida en
aquellos años se mantienen vivas en mi memoria, recordándome la belleza de la
naturaleza y la importancia de las relaciones humanas”.
Enseguida pensé que ese hermoso texto de
Guillermo debía servirme para… no sabía exactamente… Sucedió después que lo
olvidé y esta mañana leyendo a Chirbes lo recordé cuando éste ponía punto final
a un párrafo con estas palabras: “El
incesante flujo de la vida”. Curioso, pero enseguida olvide a qué venía ese
final. Esa es la magia de la literatura, lees páginas y páginas y de repente
seis palabras consiguen que pares de leer y te recrees en ellas. Era la frase
que sintetizaba el texto de Guillermo.
El día está hecho en ocasiones con condimentos
de muy variada condición. Paparruchas, momentos de vacío, páginas que no nos
dicen nada y, de repente, aparece un oloroso narciso en nuestro camino. Chirbes
abunda en esa levedad del tiempo en cuyo seno flotamos, sólo que Chirbes es un
pesimista empedernido, se lamenta de la levedad, la intrascendencia de los días
escapándose a cada instante. Irse sin dejar nada sólido, escribe. “Qué suerte
tiene el que hace trabajos que se ven, que se sostienen y tocan: sillas, casas,
puentes, edificios. Toda la vida tirada detrás de algo que se me ha ido”. El
brillantísimo Chirbes a veces me da pena, fuma demasiado, bebe en exceso, da
constantemente vueltas a la noria de su propio pesimismo… pero es tan
clarividente en tantos momentos... Y eso que ama sobre todas las cosas a
Lucrecio, el mismo Lucrecio que yo invitaba releer días atrás a mi amigo Cive,
el ilustrado, y que a vuelta de correo me adjuntaba hace días una entrevista
que le habían hecho tras la publicación de un libro suyo titulado 69 razones
para no trabajar demasiado, en la que Lucrecio jugaba el papel de su amando,
también, Henry Thoreau que predicaba que el hombre no debería trabajar más de
cuatro horas diarias, el tiempo suficiente para ganarse el sustento y poco más.
Y es que si hubiéramos hecho caso a Thoreau,
todas esas montañas, todas esas experiencias de las que hablaba Guillermo
habrían sido pan de cada día, sustento de nuestra vida, que es el alimento de
que se nutrió nuestra alma desde que empezamos a recorrer los perfumados
senderos de
Esta noche se me hizo tarde charlando con el
amigo C de ciertas discrepancias sobre lo que se debe hablar o no en un guasap
de grupo. No logré convencerle, pero fue una fructífera conversación. En el
guasap alguien había contestado a un planteamiento que hacía yo para abrir el
grupo a todo tipo de discusión (en él está prohibido (?) hablar de ciertos
temas) y me comentaba que había temas que podrían crear problemas entre los
miembros. Le contestaba yo: ¿crear problemas?, pero, hombre, si precisamente la
vida está hecha de eso, de solucionar problemas, de aclararnos. La calma chicha
de un mar sin olas ni viento, para el que las quiera, le comentaba. Y ese el
asunto que me traía con C entrada la madrugada.
Encontrarme con viejos amigos de la montaña,
esté o no de acuerdo en determinados asuntos con ellos, es un regalo que me
hace la vida. De la misma manera que aprecio esas observaciones que nos hace
Guillermo, aprecio también, se lo decía a C, esas caminatas de los miércoles
que hago a veces con los amigos del Navi, y las aprecio especialmente porque
dan lugar siempre a interesantísimas conversaciones sobre los temas más
diversos. Valga decir, que no somos solamente montaña, Montañas que me dais
la vida, titulaba yo uno mis libros de correrías por los Alpes; ser montaña
y no salirse del carril de cuatro temas no es coherente; que la vida es mucho
más ancha y que en ella debe de caber todo, y que conversar y discutir es una
riqueza de la que no hay que prescindir. El incesante flujo de la vida
atraviesa nuestro paso por las montañas, por nuestras conversaciones, por la
amistad que forja la aventura.
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