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En el metro esta mañana |
Madrid, 29 de enero de 2025
Comentábamos de paso Victoria y yo sobre esta pareja de arriba repantingada en el metro como si estuvieran en el living de su casa ¿Todo un espectáculo? Hablamos algunas veces de gente joven que ya puede tener la anciana de turno trescientos años que ni se inmutan para ceder un asiento. En este caso intercambiamos un breve comentario: mira la escena, dijo Victoria. Y un momento después cuando ellos, abstraídos en sus teléfonos, levantaron la vista y se encontraron con nosotros de frente, inmediatamente ambos hicieron el gesto de levantarse para ofrecernos el asiento. Una buena manera de poner las cosas en su sitio y cuestionar la inmediatez con la que podemos precipitar un juicio. Y uno, que se percibe “progre” desde siempre, esa presunción de que se ríe el amigo de Alicante, pero que está al loro de rectificar en cuanto es consciente de su error, esta mañana mismo que volviendo a surgir el asunto de esa “mala novela” de Aramburu, Patria, que juzgué así con anterioridad y que voy a releer en busca de acaso un precipitado juicio mío; que me pierdo, decía, y uno que se percibe “progre”, no tiene más remedio que reconsiderar, dar marcha atrás en lo que le ha venido al coco hace un instante y lo que hace es preguntarse en este acaso si… bueno eso mismo.
Volviendo al vagón del metro donde dos jóvenes etcétera, le decía a Victoria que recordaba lo reacio que era a tolerar que los alumnos mayores, hablo de hace treinta años en la escuela, que llevaran puesto en el aula aquel gorro de béisbol con la visera para atrás. Y a mí que me ha gustado siempre sentarme en el suelo en lugares públicos, coger el AVE en bañador cuando he venido directamente de la playa o me he negado a llevar corbata en un banco donde todos los empleados la llevaban, me suena ahora chocante que mire con cierta interrogación a esos jóvenes repantingados en los asientos del metro. Chocante y que si me descuido mi mente empieza a fabricar palabras para denostar a la entera juventud que “no guarda las formas debidas”. Debidas, sí, que parece como si poseídos de la verdad que pertenecer a una generación ha aposentado en nuestro cerebro, tuviéramos que referir los actos y gestos de la nueva generación a nuestras propias convenciones. Eso que mi madre santificaba con el “como Dios manda” y que tanta gracia me hacía a mí ya desde chico, porque implicaba una anulación del juicio que invitaba a ponerse incondicionalmente en manos de las convenciones sin más. De una generación a otra es imposible evitar que las convenciones entren en conflicto. Las verdades que todos asumimos, los usos sociales, los modos de vestir o de peinarse parece que exigieran dentro de cada generación una aceptación que la presión social refuerza “para que todo fluya dentro de un orden”. El orden en este caso consiste en sentarse “educadamente”, como mandan los cánones, llevar determinadas prendas en concretos entornos y no echar piropos a las mujeres bonitas porque alguien lo ha instituido en base a no sé qué.
Ah, recuerdo, qué gusto me daba pasear por las calles de Wellington o Aucktland en Nueva Zelanda donde lo mismo te encontrabas a una señora en pijama en la caja del supermercado que a alguien en bañador paseando por la calle o incluso a otro disfrazado de apache en la barra de un bar. Y nadie mirando raro… Otra cultura, otro modo de entender las cosas de la convivencia. Nada contra las modas sucesivas que van poblando cada siglo y donde en un momento se pueden llevar las tetas al aire y en otro asomar los tobillos por debajo de la falda podía ser motivo de escándalo. Sólo que nos debería invitar a reflexionar todo aquello que nos parece mal en los otros, formas de vestir o comportarse. Hoy en el Cercanías nos tuvimos que cambiar de asiento dos veces. Estábamos metidos cada uno en el relato de nuestros libros y de repente una señora se sentó a nuestro lado y empezó a tener una conversación en el teléfono en voz altísima. Imposible leer. Nos cambiamos a la otra punta del vagón y nada más sentarnos un chico de raza negra… lo mismo. Lo que quiero decir con estos ejemplos es que los únicos límites que deberíamos imponer a nuestro comportamiento están relacionados con que no molestemos a los otros con ellos. Hablaba en mi blog el último día de cómo tantas veces en vez de hablar con la cabeza hablamos con el estómago. Con el estómago cuando los asuntos no pasan debidamente a través del cerebro y toman el atajo de esos movimientos automáticos que consisten en retirar inmediatamente el brazo cuando nos quemamos. Al brazo no le hace falta la concurrencia del cerebro para ello. Lo mismo con nuestro comportamiento con los otros, todo lo que no pertenece al mundo conceptual en el que vivimos sufre tarde o temprano un ramalazo de reticencias por nuestra parte. Ser realmente libre de mente requiere luchar contra las barricadas de nuestros covencionalismos y hábitos adquiridos a lo largo de la vida. Tarea difícil porque requiere un esfuerzo que la inercia de nuestro pensamiento impide.
Un asunto
siempre latente y del cual estoy completamente convencido. El mundo y nuestras
relaciones, e incluso nosotros mismos, funcionaría mucho mejor si
constantemente fuéramos capaces de hacer ese ejercicio de retroalimentación que
consiste en dedicar tiempo a pensar, a pensar en lo que pensamos sobre los demás,
sobre las ideas que sustentamos, porque es evidente que ello, por mucho que
estemos seguros de nuestras ideas y apreciaciones, es algo que se practica
escasamente. Leemos una noticia y sin que ella tenga tiempo de pasar por
nuestro cerebro, disparamos sin piedad contra nuestro oponente toda nuestra
carga de convenciones que duermen en la recámara dispuestas a ser lanzadas
contra cualquiera que no comparta ese sustrato que se ha ido formando en
nuestro cuerpo sin apenas darnos cuenta.
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