El
Chorrillo, 17 de enero de 2025
Son
muchas las veces que siento que en eso que decimos yo nombramos dos cosas
diferentes. No es que lo piense, que eso es asunto antiguo ya muy debatido,
hablo de sentirlo, sentir que cuando dices yo estamos hablando del ser que
piensa, siente, especula; pero que junto a él hay otro ser, el cuerpo, el que
te sirve de habitáculo, el que te lleva de acá para allá y te sirve en bandeja
placeres insólitos, o que sufre arrebujado en su dolor y al que tienes que
atender como un hijo pequeño necesitado es sus padres. Los filósofos y sus
especulaciones no sirven mucho al esclarecimiento de este dualismo porque son
asuntos que nada tienen que ver con la razón, son cosas que sientes o no. Creo
que no hay modo de aclarar muchas cosas importantes entre las que vivimos,
asuntos que pertenecen al orden de la intimidad y el silencio interior y que
acaso necesitan un aislamiento frente al ruido mundano para manifestarse y ser
sentidos.
Esta
mañana, tras el desayuno, las curas y ordenar un poco la casa, me enfundé el
abrigo y un gorro de lana y salí a pasear por la parcela. Era una mañana fría
de invierno con un sol que se posaba cálido sobre el cuerpo como una caricia.
Me sentía bien. Sonó el teléfono. Era Santiago que se preocupaba por mi estado.
Charlamos un poco, hicimos elogio del
equipo médico y de las nuevas tecnologías cirúrgicas y cuando colgamos seguí mi
paseo. Notar de un día para otro cómo mi cuerpo se reponía poco a poco, me
producía una gran satisfacción. Sentí la necesidad de hablar con él; bueno, más
que hablar lo que sentía era la necesidad de acariciarle con la mirada, mirada
del alma, de lo que sea eso que es mi yo pensante y sintiente.
Mi
cuerpo se convirtió en íntimo y consciente amigo en una época tardía de mi
vida. Empecé a sentirlo así en una de mis largas travesías de mar a mar a
través del Pirineo. Nunca antes, que yo recuerde, tuve esa sensación de tener
una relación íntima con él. Recuerdo entonces cómo empecé a cuidarle y a dirigirme
a él en momentos de extremo cansancio, cómo llegando a un collado al límite de
mis fuerzas, lo dejaba caer a la sombra, le hidrataba e intentaba acallar sus
pulsaciones dejándolo despatarrao a la sombra de una roca; o cómo en ocasiones
le he tenido que pedir pacientemente que aguantara un poco más, que pronto
encontraríamos agua o comida en algún refugio cercano. La verdad es que estoy
enamorado de mi cuerpo, le quiero un montón. Sin él jamás podría haber hecho de
la vida esa cosa bonita que es. Él, que es cauto como nadie, se hace renuente
en ocasiones, sabe que caminar solo por lugares complicados y cargándole como
le cargo, le puede poner en apuros, pero me deja, me da ciertos márgenes de
confianza que yo le agradezco. Mis rodillas, a las que no hice caso, por
ejemplo, cuando con muchos años empecé a hacer maratones, terminaron mal
después de golpearlas miles y miles de veces sobre el asfalto. Él aceptó
silencioso aquello. En ocasiones es un tira y afloja con él, pero vamos, nos
llevamos como cualquier pareja que lleva muchos años viviendo juntas. El otro
día, por ejemplo, en los acantilados de Toix tuvo que reprocharme que siga
siendo un rácano. Me echó la bronca por haberme comprado unos pies de gato en
las rebajas por treinta y tantos euros, con lo cual, y con terreno tan lavado, ello
provocó que resbalara más de la cuenta y tuviera que tirar de brazos más allá
de lo que estos están preparados.
Me ha
pasado siempre que oyendo hablar del yo, especialmente en el ámbito de la
cultura oriental, no llegara a comprender a qué se referían con ello. Tampoco
cuando he tropezado por ahí con alguien como Pániker o Varela tratando de
definirlo, de decir en que consiste eso del yo. Tampoco. De verdad, ni idea de
lo que sea el yo, algo que por otra parte tampoco necesito descifrar. No hace
falta saber qué es el amor para enamorarse. Te enamoras y punto. Lo mismo con
el yo y con el cuerpo. Una corriente atraviesa constantemente de tu alma a tu
cuerpo y viceversa. Y esta mañana, sintiendo a mi cuerpo tan en condiciones de
sobreponerse al susto al que le ha sometido el cirujano asistido por ese robot
llamado DaVinci, sentía un calorcito por dentro que era todo agradecimiento por
la suerte que me ha cabido de vivir con él.
Las dos
últimas noches hemos visto en casa dos películas muy diferentes. Una fue El
triangulo de la tristeza, una brutal exposición de la frivolidad de esa
clase económica que sobrenada en la superabundancia y que desprecia con
arrogancia cualquier tipo de objetivo que no sea nutrirse constantemente de
ingentes beneficios. La de anoche fue algo muy diferente, era tan agradable
desde el mismo principio de la película verse
acogidos por la extraordinaria belleza de Té negro… pura poesía,
puro encanto, la exquisitez de otra cultura, la sutileza de las sensaciones y
los sentidos al servicio del buen cine. Frente a lo burdo y la ostentación, la
delicadeza del gusto, el lenguaje de los gestos, la caricia de los pequeños
detalles. Y por encima de todo una maravillosa estética que ya en sí constituía
aliciente suficiente como para pasar un par de horas de auténtico placer. Dos
películas, dos formas opuestas de concebir la vida. En la primera, la
bestialidad, las bajas pasiones, la ausencia de alma. En la segunda, la mistificación
del espíritu y las sensaciones. El té y sus refinamientos, los olores, las
sutilezas de la realidad sólo hechas para almas capaces de captar las bondades
que los sentidos y el cuerpo puedan proporcionarnos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario