Cortesía de Julion Gosan |
El
Chorrillo, 29 de diciembre de 2024
La
verdad es que sí hice el intento. Caía el sol por el horizonte y era la hora
habitual para gatear un poco por el roco, pero no había duda alguna de que
estaba muy cansado. Dos horas matinales de ejercicio con esto y lo otro y otro
tanto subido a la fachada recortando la hiedra que ya empezaba a decorar el
tejado metiendo sus tentáculos entre las tejas, me dejaron lo suficientemente
cansado como para que el habitual autoengaño esta vez sí tuviera su justificación.
El intento consistió en ponerme de pie y comprobar que mi cuerpo estaba lo
suficientemente dolido como para meterme ahora el tute de subir y bajar escalando
por la fachada. Así que como ya había echado un sueñecito, alargué la mano al
teléfono para dar cuenta de ello y de paso tratar de indagar una vez más en las
secuelas que deja el amor en aquellos que se acercan en exceso a su fuego
viperino.
Anoche
estuve viendo Turandot (¿o será escuchando, o viendoescuchando, que ya ayer
quise tomarle el pelo al amigo Javier cuando puso un post en el que decía que
cierto solo de piano era lo mejor que “había visto” en su vida); pues que
escuchando la ópera de Puccini, aquellos amores locos de Calaf, algo se me
removió por dentro. No soy devoto de la ópera como la parte de mi otra costilla
que debe de conocer todas las óperas publicadas en este planeta desde los
tiempos de Paleolítico, pero a Puccini confieso que le tengo cierto fervor. Sin
buscarlo me le he encontrado en ciertas circunstancias en que por una razón u otra
ha venido a poner a prueba alguno de los hilos que mueven la emoción. Hace unas
semanas la soprano Sonya Yoncheva, que interpretaba a Puccini en el Liceo de
Barcelona, decía que cuando canta Madama Butterfly no podía evitar llorar.
Probablemente
mi afición viene de un disco de arias de Puccini que escuchábamos en casa con
frecuencia hace muchos años. De ese disco rescaté un aria que acompañó los
instantes posteriores al fallecimiento de mi madre; Un bel di vedremo, era el tema. Lo cantaba Kiri Te Kanawa. Todavía me pone los pelos de punta ese final que
tan íntimamente está ligado con el instante del deceso de mi madre. Un emotivo
segundo encuentro que tuvimos con Puccini fue en San José, Costa Rica. Habíamos
llegado a la ciudad en un largo viaje procedente de Managua y nada más bajar
del autobús nos encontramos con que aquella misma noche ponían Tosca en el Teatro Nacional. Dejamos
nuestro equipaje en el hotel y salimos pitando para el teatro. Entradas
agotadas, decía un cartel en las taquillas. Diez minutos después de cerradas
las puertas alguien nos ofreció dos entradas. Nos dejaron pasar de milagro.
Aquel día escuche de rodillas media ópera asomado a la balaustrada del primer
piso. Imposible molestar a otros espectadores en el momento en que Tosca salía
a escena. Fue emocionante aquel encuentro con la música de Puccini.
Un día
que íbamos a visitar a Carlos a su casa después del accidente del Dhaula, Pepe
Hurtado nos recordaba cómo en el campo base del Gasherbrum II habían estado una
tarde escuchando la ópera Turandot.
Fue un hecho que me llamó la atención porque nunca me hubiera imaginado a toda
aquella troupe, tan empeñada en subir más alto que las nubes, alrededor de un
cassette escuchando la ópera de Puccini; algo que con un buen equipo de música
debía de sonar en aquel escenario exotiquísimo y particularmente grandioso.
Y
hablando de Turandot recuerdo también
a Julio Gosan, una vez que se metió en un proyecto relacionado, creo, con
"Nessun dorma!
Nessun dorma!
Tu pure, o Principe,
Nella tua fredda stanza guardi le stelle,
Che tremano d'amore e di speranza!"
“Nessum Dorma”, un himno triunfante sobre la victoria del amor. La indómita Turandot queda rendida en el último acto al amor de Calaf. Recuerdo que cuando recibí de Julio aquellos versos, enseguida me vi impelido a escribir sobre eso que espera al que no duerme y vela en algún rincón de una montaña. Dejo aquí el vínculo.
La princesa Turandot había decretado que sólo se casaría con el príncipe que lograse resolver tres acertijos; aquellos que fracasaran serían ejecutados. Un príncipe desconocido acepta el desafío y resuelve los enigmas. Sin embargo, Turandot, reacia a casarse, se enfrenta a una nueva prueba propuesta por el príncipe: si ella descubre su nombre antes del amanecer, él aceptará la muerte; de lo contrario, ella deberá casarse con él. El reino de la noche se convierte en un inquietante interrogante que sólo al alba tendrá respuesta. Tras una noche de tensión y sacrificios, Turandot finalmente descubre el verdadero amor y acepta al príncipe, cuyo nombre es Calaf.
Nessun Dorma, cortesía de Julio Gosán
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