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| Alpes 2014. Mi encuentro con Stefanía |
El Chorrillo, 2 de noviembre de 2024
Por una
razón u otra estos días me veo envuelto en un laberinto que ni de lejos tiene
que ver con mi afición a las mujeres. Tantas ganas de puntualizar y abrirme
paso entre las noticias de los periódicos, estos días atrás asuntos de poca
monta relacionados con la relación de hombres y mujeres, me han dejado un
regusto que hace palidecer mi embeleso por ellas. Quizás un error el mío el
andar metiéndome en camisas de once varas que poco o nada añaden a cierto
estado de felicidad que me sorprende cuando pienso en ellas, en algunas, y que
sin embargo actúan como una lente deformadora de lo que mi mente guarda como un
tesoro. Chicas, mujeres, que más allá de mi retina aguardan en algún lugar de
mi memoria, un rostro, un cuerpo, una sonrisa, una sugerencia, un guiño, para a
través de la muselina de los deseos de alguno de esos momentos de intimidad que
transitan por mi mente, hacerse presentes.
Recuerdo
haber escrito hace muchos años que el día de un hombre debería iniciarse
rindiendo culto en el altar de la mañana a alguna mujer. Fue un sentimiento
fugaz que me vino una mañana de viaje por
Leía
días atrás en un relato de Hermann Hesse un hecho relacionado con este
embeleso. Y junto a él, también en la misma línea, un fragmento de Ensayo
sobre el cansancio, de Peter Handke relacionado con estas ideas. Cuenta
Hesse que un día estando con un amigo en un café descubrió unos metros más allá
a una muchacha rubia, resplandeciente, con las mejillas arreboladas a la que en
ningún momento dirigió la palabra. “¡Ángel!, escribe, había estado mirándola
con todo mi ser, y era doloroso, era toda mi delicia. ¡Oh, cuánto te he amado
por la plenitud de esa hora! Nunca supe su nombre, nunca ningún hombre te habrá
amado más que yo”. El recuerdo de aquella mujer nutrió parte de la vida de
Hesse. Algo así me ha sucedido a mí en muchas ocasiones, una mujer con la que
me cruzo en los Alpes y con la que intercambio algunas palabras; una chica de
nariz respingona que estuvo sentada frente a mí a unos metros en un
restaurante; alguien en los asientos de enfrente del metro con quien fugazmente
crucé una mirada después de quedar absorto, embelesado con su rostro. Mujeres
que después del encuentro habitan en mí por largas temporadas con la casta
calidez de un enamorado al quien le basta el recuerdo de su amada para sentirse
feliz.
Peter Handke
rememora un día que sentado en una terraza paseaba su ociosidad mirando a los
viandantes. “Paseaban continuamente mujeres, escribe, de pronto increíblemente
bellas —una belleza que de vez en cuando me llenaba los ojos de lágrimas—, y todas, al
pasar, me acogían: reparaban en mí”. Llegar a las lágrimas contemplando a una
mujer me hace pensar en una situación emocional difícil de alcanzar por otros
medios.
Quizás
después de esto decir que vivir entre
mujeres, aunque ello sea en el plano de la fantasía, es un asunto
aceptable, comprensible, deseable, diría
yo, pueda restituir el discurso de las reticencias y el enfrentamiento a su
cauce más lógico y más real. En estos asuntos no hay razonamientos que valgan. Estamos hechos
así y tanto si somos monógamos como abiertos a relaciones más amplias, lo que
no cabe duda es que existe una mayoría de hombres y mujeres que, pese a las
restricciones morales y las creencias de todo tipo, sueñan despiertos con el
perfume que viene de lo femenino, de lo masculino.

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