martes, 2 de julio de 2024

“Yo no hice el viaje, el viaje me hizo a mí…”

 

2015/2016 Cumbre de un volcán en Nueva Zelanda del que no recuerdo su nombre. Y a la derecha de marcha por los montes Tauro, en Turquía

El Chorrillo, 2 de julio de 2024

Mientras miro a las musarañas distraídamente echo mano a un libro que me pilla cerca en la estantería. Uno de aquellos de Colección Austral. Pasos de un peregrino. Lo abro, me salto la introducción, que casi nunca suelo leer, y éstas son las primeras líneas: “El viajero va a los sitios y deja en ellos un pedazo de su alma. Pero se lleva el encanto adormecido […]. El viajero escribe lo que siente. Lo que ve, no. Para ello están las guías turísticas”. En una ocasión en que andaba yo erróneamente participando en algunos grupos de FB de montaña, los administradores del grupo retiraron mi post argumentando que su grupo no estaba para yoes ni opiniones personales, era el relato de una noche de invierno en la Mira. Por supuesto abandoné el grupo, ése y otros más. Hay gente cuya inteligencia no alcanza la cabeza de un alfiler; qué le vamos a hacer… Pues eso, que a mí no me gustan las guías turísticas ni similares, he subido por aquí y por allí y más adelante he torcido a derecha o izquierda… A un servidor le gusta escribir sobre lo que siente, le gusta leer sobre lo que sienten los otros. Aprecio mucho más cuando Messner en su escalada solitaria sin oxígeno al Nanga Parbat habla de su miedo, de la incertidumbre o del dolor que le produce el que su compañera sentimental le haya abandonado, que siguiendo la minuciosa descripción de su ascensión.

Rousseau decía que viajar por viajar es un error, es ser un vagabundo. Qué cojones, siempre buscando la productividad a todo, mirando a los vagabundos desde la superioridad de la razón. Hace años, mientras yo vagabundeaba por los Alpes, leí Los vagabundos, de Máximo Gorki. Una delicia de libro que estaba en plena consonancia con el oficio que ejerzo durante los veranos, es decir, el de vagabundo. Rousseau nunca me cayó bien, un intelectual que como padre era un cretino que abandonaba a sus hijos a la caridad del hospicio; por muy brillantes ideas que pueda tener, se llegaba a la conclusión de que había un disonancia en su persona que chirriaba. Si no existe una coherencia entre tus ideas (El Emilio o De la educación) y la vida personal mejor apaga y vámonos. Ya Emerson, para mí mucho más interesante que Rousseau, reía de los que gustan viajar diciendo que: “Viajar es el paraíso de los tontos”. Así que bueno, sólo nos queda que allá cada uno con lo que le baila en la cabeza.

Lo que sientes frente a un cuadro, frente a una iglesia románica, una catedral, una escultura, un cielo azul cuajado de vencejos y nubes barrigonas; la relación que se produce entre tu persona y el entorno que visitas. Todo eso alimenta el alma del viajero. Ayer José Manuel dejaba en mi buzón un corto mensaje: “Como dice la canción: yo no hice el viaje, el viaje me hizo a mí…”. La cita corresponde a la letra de una canción que escribió Javier Reverte para el madrileño grupo de música fusión, El Combo Linga: “un viaje no es algo que hagamos, sino más bien algo que nos hace”.


Cuando uno hace un largo viaje, no hablo de esos que organizan tours operatos de todo el mundo en el que esencialmente la labor del turista consiste en ir tras el paraguas del cicerone de turno, cuando regresa es otro; el viaje nos ha cambiado. No es la acumulación de lo visto u oído, ni lo que sale en las fotografías que sacamos durante el viaje lo que nos nutre, sino lo que en nosotros ha quedado, lo que nos ha hecho vibrar, lo que se ha incorporado a nuestra alma al punto de llegar a formar parte de nosotros mismos. “La vida es siempre un viaje”, cantan los de El Combo Linga.

Me agrada haberme encontrado inesperadamente con este libro de Manuel Alvar que adquirí en un viaje por América Central y que ha permanecido ahí durante más de una década esperando la mano de nieve. En la mesita de los libros que me esperan tenía también otro volumen de viaje, un libro que me recomendó Luis Bernardo Durán, La sombra de la Ruta de la Seda, de Colin Thubron. Quizás sea el momento de zambullirse en los viajes, cosa de dar una de cal y otra de arena o de diversificar el panorama diario que en estos días ha estado en mí demasiado acaparado por las montañas. De vuelta a casa desde Austria podría haber elegido quedarme unos días en Viena haciendo turismo mientras daba descanso a mi pierna… pero estaba demasiado absorbido por la montaña. Quizás sea el momento, mientras mi músculo isquiotibial se repone y dejo atrás la infección de orina, de cambiar de sujeto de interés dejando a un lado la montaña para zambullirme en el alma de alguno de esos viajes. Viajes que probablemente serán viajes a mis propios viajes, que esa es otra, porque ambos libros, uno, el de Alvar, impresiones y relatos por todo el mundo, un mundo que se cruza en muchos lugares con los itinerarios de los míos propios; y otro, el de Thubron, un recorrido por Asia Central, un espacio al que Victoria y yo dedicamos algunos meses de viaje. Leer sobre viajes cuando éstos se entrecruzan con los propios en tiempos distintos es siempre una oportunidad en donde se dan la mano dos mundos, el del autor al que estás leyendo y el propio.

Cuando Victoria y yo emprendimos un largo viaje de un año por tierra hasta las cercanas costas de Japón y más tarde hasta el Sudeste Asiático y Nueva Zelanda y Australia, atravesando antes Asia Central y China, quizás fuimos más conscientes que nunca de ese supuesto de que el viaje nos estaba haciendo. No se puede vivir un entero año conviviendo con las más dispares culturas, con gentes de todo tipo, teniendo experiencias significativas, subiendo montañas o volcanes o atravesando desiertos y llegar a casa como si nada hubiera sucedido en ti. Somos nosotros y nuestras circunstancias, pero somos lo que el tránsito por el mundo ha hecho de nosotros. “Como dice la canción: yo no hice el viaje, el viaje me hizo a mí…”

Gracias, Jose, por servirme en bandeja la idea.



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