En algún lugar de los Alpes 2022 |
El Chorrillo, 9 de abril de 2024
Tengo con frecuencia la sensación de
que pensar en la muerte pone en contexto la vida, lo que hago o dejo de hacer,
las aspiraciones que pueda tener, mi relación con los otros. Pensar en la
muerte depura los vasos sanguíneos del alma por donde corre la vida, depura la
conciencia y nuestras pasiones erróneas. El sentido de la vida, que en
principio por sí no lo tiene, aparece, cuando pensamos en la liviandad del existir
y en la relevancia de lo que hacemos a diario, como algo íntimamente ligado a
las rutinas de nuestros días. La vida sin sentido, depurada de trascendentalismo y
de fines de cualquier tipo, liberada de cualquier cosa más allá de sí misma, se
hace libertad infinita. Siendo la vida este instante, en el que leemos, soñamos
o segamos la hierba del jardín, el único momento en que la vida es de hecho
—pasado y futuro serían otra cosa—, quizás situando la muerte en ese contexto
de un presente hipotético futuro, un instante más entre otros, el momento de la
gran rutina de dejar de ser, rutina porque a todo ser viviente concierne,
podríamos ayudar a nuestra conciencia a entender la liviandad de que estamos
hechos, la rutina que la vida es, nacer, engendrar, morir, por mucho que tanto
nos vaya en ello subjetivamente.
Ahora que llega el buen tiempo
solemos comer casi siempre fuera, una pequeña terraza que en primavera de
continuo es cruzada por hormigas arrastrando una gran diversidad de cargas.
Mientras comemos no quitamos ojo a alguna de ellas, un trajín permanente, una
gran hendidura en el hormigón de la terraza para ella, una llaga no más, que
le lleva una enormidad de tiempo atravesar; después viene un profundísimo
barranco de un dedo de alto por el que se precipita. Llegada al fondo se sacude
el polvo, vuelve a enganchar su carga y trabaja laboriosamente para superar
continuos declives del terreno, la tierra sobre la que crece el seto de los
ligustros. Y terminamos de comer y me voy a hacer el café y Victoria, que ha
seguido el viaje por el páramo y la selva de la hormiga y su carga, me indica
ahora por donde anda. Al fin ha llegado a una pequeña hendidura del hormigón y
ahora la vemos sudar tinta intentando meter aquello, una cáscara de pipa, un
insecto muerto, una pajita en la despensa del hogar común, y como la hormiga no
tiene un centro comercial a mano ni Amazon que le sirva a domicilio lo que
necesite, imagino que dejará su carga y volverá al tajo; y así hasta que le
dure la vida, un par de semanas o dos años según las especies.
A mí me parece que no es banal visualizar la vida diaria de una hormiga para
tomar conciencia, salvando las distancias, de lo que es el ciclo de la vida. La
nuestra muchísimo más interesante y atractiva que la de un himenóptero, pero
desde el punto de vista biológico para nada diferente. Más, que nos podemos dar
con un canto en los dientes por lo suertudos que somos al tener posibilidades
de pensar –algunos, no todos J–, de saborear
una cerveza o despacharnos un chocolate con churros para el desayuno. Pero
coño, eso de olvidarse de que uno se tiene que morir, eso sí que es grave, que
ya lo decía Buda, que si la gente supiera de verdad que se va a morir otro
gallo cantaría y no habría tanto estúpido y miserable en este planeta.
Bueno, pues que no, que nada de
hacer de la vida un valle de lágrimas, como pretendían esos llamados
equivocadamente cristianos, ni pensar en la muerte como un desastre. Nada, pura
rutina. Y si hay quien ingenuamente sigue pensando que son los angelitos que
hacen pipí cuando llueve o que ellos por la gracia de nosequé son diferentes a
las hormigas, es decir inmortales, pues bueno, qué se le va a hacer.
Los hindúes tienen sus creencias
sobre estas cosas, el karma, las reencarnaciones, todo eso, pero en cuanto a
morirse es algo que forma parte de las rutinas de una ciudad. Quien haya
visitado alguna vez Benarés junto al Ganges puede comprobar cómo la muerte
comparte su espacio con niños jugando a la pelota, con mendigos o con mujeres
que tienden su colada al sol.
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