El Chorrillo, 28 de marzo de 2024
Hablaba ayer de ejercicios de
mantenimiento, un modo de, al decirlo en alto, convencerme de su necesidad. Si
me lo digo yo mismo a secas, la propuesta tiene sentido, pero si además lo
escribo seguro que refuerzo la idea primera, un modo entre otros de tener a
raya a la pereza y hacer lo que el alma desea, a sabiendas de que no solamente
el cuerpo te va a funcionar mejor sino que también a ella le van a llegar de
carambola los beneficios de la salud. Sin embargo hablar sólo de ejercicios de
mantenimiento referidos a la forma física, dejaría en estado de desamparo la
otra parte de nuestro yo, con mucho la más significativa, esa en donde reside
el sentido de nuestra identidad, el yo. Decir que a este también hay que
dejarle contento, es decir satisfecho con lo que hace con su vida, es decir bien
poco. En este caso, además, con ser los ejercicios menos comunes, menos
evidentes, nada que consista obviamente en ejercitar músculos o similares,
quizás se nos pueda escapar la necesidad también de atender a la buena salud
del alma, o como se le quiera llamar. Quien aspira a estar satisfecho
verazmente de su vida y no desea ser objeto de la dependencia de los otros, no
puede tener otro juez más oportuno que él mismo, de donde se desprende que cada
uno debe caminar rectamente hacia adelante con la luz que cada cual posee. ¿Y
esa luz de dónde sale?, me pregunto. Me pregunto porque no deseo mostrar nada
sino intentar indagar. ¿Poseen todos los hombres una luz suficiente con la que
alumbrar el camino que tienen por delante? ¿O no sucederá acaso que yendo medio
a ciegas en la vida sin saber cual es la verdad de sí mismo, uno se vaya dando
trompazos aquí y allá, equivocando el norte y cayendo en las redes, no de
aquello que ha de procurarnos paz e íntimo bienestar, esa verdad que nace del
hecho de actuar justamente, sino de parte de la ceguera y la confusión? A la
hora de echar mano a los ejemplos, sufro frecuentemente la tentación de
referirme a personajes que pasan cada mañana por las portadas de los
periódicos, algunos todos los días en un puñado de titulares diferentes,
infames siempre, pero cualquiera que esté un poco al día de cómo se mueve el
mundo de la política y la economía podrá poner nombre y apellido a multitud de
vidas fallidas cuyo renombre precisamente se basa en su estupidez, su
arrogancia, su codicia, su maldad, sus desfachatez, su corrupción sin límites.
Todos, todos los días el periódico viene lleno con los caretos de gente así, un
clima perfecto para confundir de continuo al ciudadano medio que tiene ante sí
un puñado de indeseables que les representan y que en lugar de destilar
justicia, honorabilidad, sentido del bien común, convierten el marco de
referencia de la convivencia nacional en un charco de mierda que "los
obedientes escuadrones vacunos" refuerzan constantemente con sus votos.
Ser bueno, ser buena gente, que
debiera constituir la meta de todo persona de bien, el único modo de estar en
paz con uno mismo y con los demás y la única manera de construir una rica y
saludable convivencia, aparece en nuestro panorama moral de país como si fuera
algo relegado a los niños pequeños. Ser bueno, que suena a consejos de primera
infancia y que sin embargo debiera constituir el fin de toda persona adulta, de
todo vecino, de todo ciudadano, es un concepto a rescatar; la bonhomía, la
persona dispuesta a vivir en paz consigo misma y con los demás, quienes tratan
de alumbrar el camino por el que transitan sus vidas, siempre tendremos la
grave obligación de reflexionar constantemente sobre lo que es justo y lo que
no, lo que es verdadero y lo que es significativamente falso. “¿De que le sirve
al hombre ganar el mundo si se pierde a sí mismo?”.
Y vuelvo a eso de los ejercicios de
mantenimiento. Los del alma, en este caso. Miro atrás, a los años de la
preadolescencia, incluso de la infancia, cuando apenas habías salido del
cascarón y ya buscabas aquí y allá lecturas, biografías con las que orientarte
en el camino de la vida. Casi siempre consideré que haber pasado ocho o nueve años
de la infancia en un colegio de los Salesianos con su educación castrante en
tantos aspectos, fue un hecho negativo de mi educación, sin embargo tengo que
reconocer que allí también hubo aspectos positivos e interesantes, entre ellos
fue la posibilidad que tuve de tantos libros a mí disposición que me guiaron
y me ayudaron a conformar un primer carácter, quizás las líneas básicas de lo
que sería posteriormente mi concepto sobre la moralidad, la justicia, la
autoformación; el espesor de ciertas ideas sobre lo que era justo y lo que no,
se concretaron por entonces en las largas horas de lectura que los libros de la
biblioteca del colegio me proporcionaron. Allí aprendí que ser consciente de
nuestra formación permanente a lo largo de toda la vida, formación moral e
intelectual, era uno de los cometidos que nunca debería abandonar.
Ejercicios de mantenimiento el de la
lectura, por ejemplo, de esta noche con el libro de Stevenson, Moral laica. Un
inesperado encuentro con una faceta diferente de este escritor al que empecé a
leer en la adolescencia y que seguí leyendo siempre intermitentemente. Mis dos
últimas lecturas de Stevenson, Viajar y El espejo del mar, fueron
un magnífico reencuentro con el mar y la aventura, una prosa a veces
deslumbrante que me retrotrae a lo mejor que he leído siempre.
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