miércoles, 27 de marzo de 2024

Ejercicios de mantenimiento

 



El Chorrillo, 27 de marzo de 2024

Desde que me he tomado muy en serio tener el cuerpo en condiciones de salud y preparado físicamente, mi largo rato de meditación consiste en gimnasias diversas, levantamiento de peso muerto, sacos de arena en los pies que levantar, dominadas y algún ejercicio de equilibrio. Hoy, mientras el viento zarandea los árboles o subo y bajo las piernas con dos sacos de arena en los tobillos o practico con gomas, siento profundamente junto al vaivén de las ramas de los árboles el aire benefactor entrando en mis pulmones. Mientras hago unos ejercicios de equilibrio sobre un medio huevo lleno de aire, entra Victoria en la cabaña para decirme que ha visto un erizo. Entra embozada porque es su rato de caminar a paso firme por la parcela y abrazarse a sus árboles preferidos. Le tenemos simpatía a los erizos desde los tiempos de Barrio Sésamo, un programa que hizo que entrara la televisión, exiliada siempre de nuestra casa, en el hogar. La compramos expresamente para que nuestros hijos vieran ese programa. La televisión yacía bajo la mesa camilla como visita sospechosa que pudiera invadir el cuidado ambiente de nuestra casa. Cuando era la hora del programa, se levantaban las faldas de la mesa y allí los tres miraban absortos el único programa que unos padres dictadores les permitían ver. El mismo erizo que una vez rescaté de las estanterías de nuestra biblioteca y que compartió por unos días su existencia en mi aula con mis alumnos de EGB.

Cuando se va Victoria, contemplo desde el suelo moverse solemnemente los árboles que se agitan como grandes muñecos tentempié que fueran empujados por el movimiento de grandes olas. Entra un breve rato de sol en la cabaña, la música del viento es continua; tendido en el suelo tengo la sensación de ir sobre una chalupa que es balanceada por el mar. Como se ve no es necesario ir al Mediterráneo para sentir esa sensación de plenitud sobre las olas a merced del viento. Continúo mis ejercicios, cierro los ojos, intento sumirme en el balanceo de olas mientras hago una serie de crunch abdominal. Vuelvo a la posición de tendido supino. Basta cambiar el punto de vista en que ves ordinariamente el mundo para que las cosas adquieran una dimensión diferente. Ahora recuerdo una película deliciosa de Ozu que vi hace unos días, El sabor del té verde sobre el arroz; la cámara tantas veces a dos palmos del suelo proporciona la curiosa percepción de un mundo visto por un bebé que todavía no ha aprendido a caminar y marcha a gatas por el suelo de la casa observando ese mundo tan nuevo para él de los mayores. Y mientras tanto entra un guasap de Jose, el amante de los madriles, que responde a uno mío, un de Madrid al cielo que le mandaba anoche desde Atocha después de salir del teatro, en el que la lluvia y el suelo encharcado habían dejado un bello motivo de reflejos. Quién lo duda…, contesta él. Y le mando un video desde el suelo de la cabaña con mis piernas subiendo y bajando sacos de arena con los pies mientras yo imagino estar en una chalupa sobre un Mediterráneo agitado por las olas y el viento.

¡Eureka!, he conseguido transformar mis ratos de ejercicios de mantenimiento en momentos de meditación, meditación zen, esa que puedes hacer en el autobús mientras te diriges al cine o a visitar alguna exposición, todo ello mientras con las mancuernas fortaleces los músculos de los brazos o fuerzas unas gomas hasta que te tocan el pecho. Y mientras tanto, todo es mientras tanto, o mejor, haciendo una pausa, logro barrenar un moco, bueno, no exactamente un moco, una de esas protuberancia corales que se forman capa sobre capa en lo profundo de las cavernas nasales; logro extraerlo con un poco esfuerzo, y entonces, el gusto supremo e inenarrable de ese instante en que con la punta de la uña al fin el condenado “moco” se desprende de su masa coral. Lo extraigo, lo redondeo, le doy vueltas, hago una pelotilla con él y, cuando ya está a punto, como quien va a dar una tobita, lo pongo sobre la yema del dedo pulgar y con la punta del dedo medio lo catapulto a la papelera y… ¡encesto…! Aplausos. Hecho lo cual vuelvo a mis ejercicios y al viento y al vaivén de olas.

Después de todo ello salgo al patio de recreo en donde una barra, una cinta de equilibrio y un rocódromo dan diversidad a mis ejercicios. De las dominadas, no más de cinco, imposible llegar a más, y ello alcanzando como mucho la barra con la nariz; pero bueno, igual que con la cinta de equilibrio, sobre la que soy incapaz de dar más de un paso. Todo se andará, me digo, cuando llegue a los ochenta, a los ochenta años, digo, lo mismo llego a tres o cuatro pasos. Lo del rocódromo sería mucha tela para la mañana, así que lo dejo para la tarde. Y esto además ya no es meditación, que es ejercicio puro y duro eso de subir hasta el tejado, subir y bajar, mas también trepar a una catalpa cercana en donde he instalado las presas que me sobraban hasta una altura de cinco metros, un rocódromo arbóreo.

Ahora espero que este arranque de “meditación trascendental matinal” que me traigo despabilando mi cuerpo cada mañana, llegue a buen puerto por una larga temporada. El descubrimiento que he hecho de que me encuentro mucho mejor haciendo todas estas excentricidades seguro que va a ser el motor para persistir en ello. Suprimir alcohol, azúcar, café, gluten e implementar la dieta sana con este tipo de locuras parece que de momento está dando resultado. Lo mismo así puedo seguir pateando las montañas más allá de los noventa. Chi lo sa…?


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