El Chorrillo, 2 de febrero de 2024
Me corría cierto bienestar esta tarde después de una jornada
de trabajos caseros, problemas eléctricos con algunas farolas, un pilar del
chirinquito que tuve que sustituir… esas cosas. Así que después de comer me
despanzurré sobre el sillón de la cabaña y allí saboreé el cansancio como quien
degusta una buena copa de vino. Me pasaban por la cabeza asuntos dispares,
especialmente el recuerdo de Julio Armesto que me tiene atrapado desde ayer, esa
fotografía que nos tomó Ángel Pablo Corral en donde yo veo la vida y la muerte
fundidas en un abrazo; Julio fallecido y yo todavía vivo… no sé, una profunda
sensación de que bien podría haber sido yo el fallecido y Julio el que hace
proyectos para la próxima salida a la montaña. El destino lo decidió de manera
diferente, pero aún así mirar esa fotografía me hace sentir profundamente el
vacío que se produce cuando nuestro cuerpo queda desconectado de de su energía
vital. No pasaba por mi cabeza ningún razonamiento, nada que pudiera traducirse
en preguntas o respuestas, era simple contemplación, cerrar los ojos y
contemplar ese omento de tránsito entre
la vida y la muerte; verlo, mirarlo a los ojos y sentir por dentro el breve
estremecimiento de
Me adormecí durante un cuarto de hora mientras se producía el
pequeño milagro de todos los días sobre un horizonte de tonos cálidos sobre el
que nubes lanceoladas se cubrían de bermellón. Cuando desperté fue la hora de
la lectura, hoy uno de los últimos capítulos de La pasión de viajar. Se hablaba allí de una larga jornada entre los
espectaculares monolitos de Meteora. Sin embargo había un elemento adicional en
aquella jornada que conecta emotivamente con otra lectura paralela que hago estos
días. Entonces leía la novela de Ivo Andric Un
puente sobre el Drina, mientras que ahora leo Y llegó la barbarie. Ambos centrados en lo que es hoy Bosnia-Herzogovina;
el primero es una novela que se desarrolla entre el siglo XVI y la actualidad,
y el segundo que describe las atrocidades que conllevó el conflicto de la última
guerra de Bosnia. Un asunto más que junto al recuerdo de Julio dejaba sobre mi
tarde un sentimiento de honda reflexión, especialmente cuando me encontré con
la descripción de un empalamiento en el libro de Andric que apenas entonces me
atreví a leer y que recuerdo como una de los horrores más palpitantes que he
leído nunca en Literatura.
Un largo capítulo con temas muy diversos que voy a copiar
aquí íntegramente como testimonio tanto de mi jornada transcurrida en Meteora
como recuerdo de una de esas lecturas que te dejan huella.
Meteora
Kalambaka, 19
de septiembre de 2007
Creo que voy
terminando el segundo litro de agua desde que he entrado en la habitación; eso
más un melón, un buen racimo de uvas y medio litro de leche. Lo que necesite el
cuerpo lo sabe él muy bien sin que haya que decírselo. Nueve horas de caminar
desde antes del alba con un largo intermedio bajo la sombra de un roble rodeado
de acebos a cuyos pies acudía regularmente un petirrojo más bien flacucho. Bajo
él leí la cuarta parte de mi nueva novela, que precede con su ambiente a mi
llegada a los países balcánicos, Un puente sobre el Drina, de Ivo
Andric. Eso hasta que empezó a chispear y tuve que levantar el campamento.
Hoy no me
interesaban demasiado los monasterios, sus pinturas o la iconografía, que son
el atractivo con que se vende esta parte de Grecia, sino sus espectaculares
monolitos de piedra y el salero que tuvieron los monjes para colocar los monasterios
en sus respectivas picorotas, cuando no en escarpadísimas e inaccesibles
paredes. Algo muy interesante de considerar desde el punto de vista ascético,
aunque ya no tanto en tiempos posteriores cuando a todos les dio por seguir el
ejemplo y buscar cada cual el lugar más espectacular para sentar la realeza de
sus devociones; que más bien, al menos en siglos recientes, me parecen
excentricidades de llamar más la atención que de procurarse un retiro para el
diálogo interior con Dios. Estas impresionantes esculturas naturales son conocidas
con el nombre de Meteora porque parecen colgar o sostenerse en el aire por
encima del llano (la palabra "meteora" proviene del griego, y su
significado original es "suspendido en el aire" o "elevado en el
aire"). Sus cumbres, totalmente aisladas del resto del mundo, fueron
refugio de muchos eremitas a partir del siglo XI. Tres siglos después fue
fundado el primer monasterio. No sé cómo los construyeron, pero desde luego la
tarea parece de ciencia ficción, al menos para los pioneros, que éstos
habilitaron incluso lo que la guía denomina una especie de cesta que era bajada
por los monjes mediante un cabestrante, para izar a los visitantes hasta el
mismo monasterio. Un viejo dispositivo que actualmente ha sido sustituido por
un pequeño funicular que sirve para hacer llegar a los monjes sus pedidos. Algo
que los gerentes de Mercadona o Alcampo harían con gusto para promocionar sus
ventas a domicilio vía cibernética.
Y ahora, para
que la cosa sea de todo menos retiro espiritual, los turistas, nuestro turismo
de masas: tanta gente desocupada sin saber en qué matar el tiempo... de esos
que tanto abundan; a montones en estas tierras, doy fe de ello; esos que lo
mismo les sirve el pozo de la tumba de Agamenón, unas piedras encima de otra, o
un monasterio en alguna picorota porque siempre va a ver alguien que le lleve
en volandas allá donde haya algo que ver sin que tengan que incurrir en
“molestias”. Cuando hoy miraba desde mi caminar solitario los kilómetros de
largas filas de coches y autobuses que ocupaban las carreteras que llevaban a
los monasterios más concurridos, allá arriba, me era imposible no reprimir una
cierta zozobra. Esa sensación de Rodas, cientos de turistas detrás del paraguas
en alto del cicerone: terrible; todos haciendo fotos a su alrededor con la
cámara en alto por encima de la cabeza de los otros turistas, sin salir un metro
del entorno del rebaño; todos unos detrás de otro.
Hoy, el único
reducto eremítico que visité sólo era apto para gente habituada a trepar
montañas, el Holy Spirit Monastery; llegar hasta él me supuso en algún momento
una experiencia delicada que recordaba mis tiempos de escalador. Y más llegar
hasta la campana que daba testimonio en la cumbre de la situación del
monasterio, que consistía en una recoleta cueva protegida con una puerta de
hierro, cuyo interior encalado y repleto de la iconografía clásica de la
iglesia Ortodoxa Griega, era una preciosidad de sencillez y recogimiento.
Había dormido
mal. Últimamente soy como los niños, siempre duermo mal cuando al día siguiente
muy temprano tengo alguna cosa entre manos. Lo de hoy era probablemente lo
incierto de mi aventura. Primero, quería empezar a caminar de noche, cosa de
vivir el momento más interesante del día, ver el color ámbar de la mañana sobre
los picos; y segundo la posibilidad de no encontrar el camino en la oscuridad.
Mis hijos me habrían comprendido enseguida, habrían dicho: seguro que había mil
caminos para llegar allí arriba, una carretera, un ancho camino muletero, etc.,
en vez de ese enredo programado, y habrían tenido razón, porque yo lo que
necesitaba era garantizarme un lugar por donde pudiera ver amanecer y, además,
que fuera bonito y atrayente... total una canal que subía directamente a cierto
monasterio (Aghios Nikolaos Bantovas Monastery), pero por donde no había pasado
nadie en el último siglo; toda llena de zarzas, rocas que requerían experiencia
y mucha atención, aparte de la dificultad de encontrar el camino en la
oscuridad. Epure... un poco más allá
del amanecer ya estaba en el collado. El monasterio era una bien cuidada
construcción sobre la pared vertical de la montaña; el espectáculo matinal era
digno de mi empeño madrugador. Abajo, la luz del sol llegaba en ese momento al
pueblo de Kastraki, a mis pies; a mi alrededor los pináculos despertaban
atrevidamente verticales del frío de la noche. Ni en éste ni el siguiente
monasterio, el Aghios Gregorios, los monjes habían tenido tiempo de despertarse
aún.
Era agradable
caminar con la fresca, bajar por el bosque de acebos sin prisas camino del
Kastraki; y subir después por la ladera opuesta que se abría a nuevos motivos
que fotografiar, grandes gigantes de piedra siempre rodeando el valle. No era
mi intención agotar todo el día caminando de un lado para otro; tenía tiempo de
sobra hasta el crepúsculo, así que después de atravesar un collado desde donde
un nuevo monasterio, el de Roussanou, asomaba en lo alto como el mascarón de
proa de un enorme barco de piedra, decidí tomarme un descanso en un pequeño
prado junto a un enorme arce rodeado de robles y acebos. Desde allí podía oír
las voces de una pareja de escaladores que arremetían contra el vertical
espolón que había dejado atrás hacía un momento. La novela de Ivo Andric había
llegado a un punto en donde suelo rehuir la lectura; algo que me sucede
bastante con el cine; mi cuerpo resiste difícilmente la violencia, lo espeluznante.
Cerré un par de veces el libro pensando en saltarme el capítulo, pero al final
conseguí continuar. El cabecilla de los saboteadores de la construcción del
puente es condenado a morir empalado. No recuerdo ahora mismo una escena tan
dura en el ámbito de la literatura. El verdugo debe ser capaz de empalar a la
víctima sin tocar los órganos vitales, de manera que ésta pueda seguir con vida
durante largo tiempo; la operación termina cuando la punta del palo ensebado
después de atravesar el ano sale por entre los omóplatos. La descripción es
terrible. El autor deja con vida a la víctima hasta la tarde del día posterior.
Me llegaban
las voces de los escaladores, asegurados con sus cuerdas doscientos metros más
arriba sobre mi cabeza. Levantaba la vista de mi libro y no era capaz de
recordar mi estado anímico cuando treinta años atrás yo arremetía cada fin de
semana ese tipo de actividad en Galayos o en
El puente
quedó terminado antes de iniciar mi descenso hacia Kalambaka. Miré tumbado las
nubes durante un buen rato; de vez en cuando se posaba un petirrojo sobre la
piedra de enfrente. Recordé aquel otro petirrojo del otoño pasado en el Cañón
del río Lobos, otro más que venía a comer delante de la ventana de mi cabaña...
Empezó a chispear. Recogí mis cosas y seguí mi camino; dos, tres horas más todavía
buscando los rastros de una senda que se perdía entre los arbustos,
retrocediendo, mirando el mapa, sacando la cámara de vez en cuando para volver
a fotografiar desde otro ángulo el mismo paisaje, otros nuevos pináculos, las
copas amarillentas del bosque que se extendían como una alfombra en el valle
que descendía al final de la tarde hacia Kalambaka.
Cerca del
pueblo volví a sentarme y a sacar mi libro. El puente, aunque terminado,
todavía estaba envuelto en el andamiaje, la masa informe de vigas y tablas
entrecruzadas, las grúas de madera, los restos de la obra. Para los habitantes
de Visegrad, hasta entonces aquella obra había tenido un aspecto absurdo, sin
relación unas partes con otras; sin embargo, aquella mañana se produjo el
milagro: “Primero aparecieron los ojos, los más pequeños, en la parte alta, así
como los más cercanos a la orilla; más tarde se revelaron, uno tras otro, los
demás, hasta que el último de ellos se vio despojado de los andamiajes y el
puente entero apareció tendido sobre sus once arcos poderosos, perfectos y
extraños en su belleza como un paisaje nuevo y curioso que se ofrecía a los
ojos de los lugareños”. Preciosa conclusión de las obras de los hombres. Da
cosa decirlo, pero yo también me sentía constructor en muchos aspectos; los
hijos no son la menor razón de ello; la vida entera, nosotros mismos, lo mucho
o poco que hacemos con nuestras manos.
Atardecía;
cerré mi libro, tomé los palos de escoba que había “robado” en el hotel para
usarlos como bastones y bajé despacio el último trecho de camino que me llevaba
al pueblo. Los gigantes de Meteora se preparaban para pasar la noche.
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