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Aiguille du Midi y macizo del Mont Blanco desde col d'Anterne, Julio 2021 |
El Chorrillo, 29 de enero de 2024
Conseguir el maridaje entre el
músculo y el alma, entre la vida salvaje y los refinamientos del espíritu. La
idea me la encontré en mi lectura de anoche, Blanco, Silvain Tesson. Una idea parecida rondaba por En los mares del Sur, de Robert L.
Stevenson.
En mis viajes largos no siempre los
libros con los que he salido de casa regresan a ella, unas veces fueron
quedando por el camino, otras, raramente, si retornaron a casa fue a través del
correo; sin embargo hay excepciones y una de ellas fue el libro de Stevenson,
que tras recorrer miles de kilómetros resistió mis ganas de aligerar el peso de
mi mochila y me acompañó hasta el final. Lo leí mientras viajaba por las costas
del Pacífico entre Filipinas y Extremo Oriente. Era un buen aliado. Allí fue
donde se despertó en mí ese deseo de conjugar al hombre salvaje con aquel otro
que anhelaba también los refinamientos del espíritu. En su viaje por las islas
del Pacífico Stevenson tropieza con personajes peculiares cuyo recuerdo todavía
perdura en mi memoria. Un hombre de edad, Stanislao, un hombre modesto que
cuando emitía una opinión personal, la precedía de un prefacio lleno de
disculpas, alegando que él “era un salvaje que había viajado”. En otra remota
isla traba amistad con un indígena de atractiva personalidad. Éste era un
salvaje que leía.
Cuando anoche leía a Tesson
enseguida me acordé de los profusos subrayados a que sometí aquel ejemplar de
Stevenson que no era otra cosa que una profunda incursión en el primitivo mundo
de las dispersas islas del Pacífico. Stevenson narraba desde el refinamiento de
su cultura ese otro mundo que discurría a su alrededor, el de la vida netamente
salvaje, la síntesis de cuyos dos mundos Tesson perseguía. Tesson y sus dos
amigos toman el teleférico de
Probablemente uno de los atributos
del hombre salvaje sea su indiferencia por la higiene. El hombre salvaje,
impulsado por su deseo de aventura y por su afán de trepar por las laderas de
las montañas o solazarse en las cumbres, no hace de ella su prioridad. Duerme
donde le pilla la noche, bebe el agua de los arroyos y se relaciona con el
bosque y con las flores como quien tratara con los viejos amigos de siempre. El
salvaje no es un ochomilista, ni un escalador de grandes paredes, aunque alguno
hay como Silvia Vidal; no es el senderista corriente que un día a la semana se
acerca a la sierra a dar una vuelta y visitar alguna cumbre. El salvaje es
alguien que vaga indefinidamente por las montañas, por las tierras de un país,
por sus costas y sus bosques, y donde hay
vino bebe vino y si no agua fresca, que es tanto como decir, si no se
cuenta su especial afición a las montañas y a la naturaleza en general, eso que
llamamos vagabundo. El salvaje es un vagabundo que ama la soledad y se mueve
especialmente en entornos naturales lo más alejados posibles de la inclemencia
de las masas. Él busca los valles solitarios, no huye de las tormentas ni los
vientos, gusta de dormir bajo las estrellas y contemplar el universo nocturno
desde su saco de dormir al final de las largas jornadas de caminar por la
montaña.
Ser un salvaje hoy, cuando todo
conduce a la masificación y a los placeres fáciles, a esa democratización de la
montaña a la que aludía hace días en otro lugar, va resultando cada vez más
difícil. La montaña se masifica, se burocratiza, se banaliza; no sólo la
montaña, todos los más bellos lugares del planeta. La plebe, entre la que uno
no deja de estar en definitiva, priva con su presencia de toda sustancia a los
entornos más bellos; los mercaderes de la aventura, llegando a todos los
rincones del planeta, incluida la cumbre del Everest o el K2, arruinan cualquier
atisbo de nobles sentimientos que ocupan a quienes viven la aventura solos o en
compañía de algún amigo.
Qué inútiles para estas generaciones
que hacen de la montaña un lamentable espectáculo, el entorno del Everest es un
ejemplo, de los lugares más bellos del planeta un enjambre de turistas; qué
inútiles para estos las distinciones que hacía Martínez de Pisón en La montaña y el arte, entre lo bello y
lo sublime. “Las sombrías soledades” son sublimes; “la noche es sublime”; “lo
sublime conmueve…”. “La emoción de lo sublime
es más poderosa que la de lo bello”. Y es que hasta lo bello termina
siendo banal en un mundo en donde los valores de la aventura y los sentimientos,
la incertidumbre, quedan relegados a una condición residual. No es de extrañar
que a gente como los responsables del llamado PN del Guadarrama se les ocurra
la normativa que se les ocurre; ellos mismos son parte de esa conciencia social
que termina considerando la montaña como un parque temático. Soledad absoluta,
ensoñación cósmica, libertad como identificación con la naturaleza… esos
conceptos que leo en el libro de Pisón… Ese “respeto por los lugares de la
soledad y la emoción…” O, “La naturaleza salvaje viene a ser para el caminante
solitario como el lugar de la revelación…” También podría citar al Thoreau de Walden con aquella hermosa idea: “Fui a
los bosques porque quería vivir deliberadamente, enfrentar sólo los hechos
esenciales de la vida, y ver si podía aprender lo que ella tenía que
enseñar, no sea que cuando estuviera por morir descubriera que no había
vivido.”
Metido en su burbuja uno a estas
alturas ya sólo puede aspirar a que le dejen un discreto espacio solitario en
las montañas y en los senderos del mundo en donde pueda seguir alimentando esa
vida entre salvaje y refinada dedicación al espíritu.
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