“Donde hay poca justicia es un
peligro tener razón.”
Francisco de Quevedo
El Chorrillo, 28 de diciembre de 2022
Existen palabras que son como el agua alborotada que mueve los molinos del río y que agitan el alma de los hombres con una fuerza inextricable y a la vez poderosa. Días atrás aparecían un par de comentarios en uno de mis últimos posts referidos a dos palabras que usamos con suma frecuencia. Una era libertad, sobre la que, en palabras de Gabriel Cañizares, Rousseau escribió que habría que imponerla porque no se puede confiar en que los hombres la quieran voluntariamente. Ese miedo a la libertad, que José Luis Ibarzábal recordaba con el título del libro de Eric Fromm, y que tan profundamente está asentado en los hombres hasta el punto de que tantos de éstos se opongan a la manumisión que en algún momento les han ofrecido. La otra es la palabra amor, ambos conceptos curiosamente arracimados en la obra de Eric Fromm al punto de que podamos llegar a preguntarnos si existirá o no alguna clase de conexión profunda entre ambos, la libertad y el amor.
Las dos
de la mañana, madrugada de la noche de Navidad en que sin ningún tipo de
particularidad, ya pasaron aquellos años de las celebraciones, y ahora todo
discurre en la rutinaria calma de cualquier noche de invierno. Como otras
madrugadas me encuentro entre ese vaivén de las ideas que vienen a
interpelarme. En esta ocasión, tras desechar la idea de José Manuel Vinches,
que proponía bajo las líneas de un post anterior mío unas cintas de compresión
para hacer más espacio en la bolsa de mi saco de dormir, y que en el contexto
del post se refería a lo que puede o no caber en un cerebro, para lo cual unas
cintas de compresión atadas a la barbilla podían servir para estrujar desde
arriba las ideas, las lecturas, las experiencias, de modo que todo cupiera en
nuestro caletre; tras dejar atrás esa idea tan imaginativa pero en cuyo
proceder las ideas podrían quedar un tanto aplastadas, espachurradas como
sardinas en lata, mejor opto por indagar esos dos conceptos, amor y libertad,
que parecen formar parte de lo más íntimo del tejido humano. Para Fromm los
seres humanos sienten un profundo miedo a asumir la libertad y cedemos nuestros
derechos sobre ella. Precisamente el día de Navidad mi cuñado R y un servidor
dejamos fuera de juego, no sé si por aburrimiento o porque no permitíamos meter
cazo al resto de la familia con nuestra fogosidad en una acalorada discusión en
donde yo argüía que el comienzo del ejercicio de la libertad constituyó el
principio de la autoafirmación y de autonomía del hombre que, ejerciendo un
derecho aún no reconocido, el de sustraerse a la prohibición de Yahvé de no
comer del árbol del conocimiento del bien y del mal, inauguró una época de trasgresión
que da paso a ese ejercicio de la libertad, que constituirá a partir de entonces
la base sobre la que levantar una civilización dueña de determinar su futuro. A
partir de la trasgresión de Eva Yahvé proclama la guerra entre el hombre y la
mujer, entre ambos y la naturaleza; la libertad aparece como una maldición, el
hombre se ha liberado de los dulcísimos lazos de poder vivir de la sopa boba y
ahora habrá de ganarse el pan con el sudor de su frente, pero a cambio será
libre para gobernarse a sí mismo.
Con mi
cuñado enfrente la impresión que tenía era que la única salida posible para subsistir
en una sociedad era someternos ciegamente a las leyes que los representantes de
la democracia dicten, aún a sabiendas de la volubilidad y de la parcialidad e
intereses implicados en la elaboración de las mismas. Yo, un poco más anarco y
yendo a mi bola, abogaba, cuando caminando en la noche por la ciudad a las
cuatro de la mañana me encontrara con semáforos en rojo, por saltármelos sin
más, mientras que él optaba, ateniéndose a la norma por quedarse allí en medio
de la nada esperando a que el semáforo cambiase a verde. Recurría yo obviamente
a un ejemplo tonto, pero es algo que marca una disposición. Entender que el
acto de Rosa Park de no ceder el asiento en el autobús a un hombre blanco es un
acto liberador frente a la macizo y ciclópeo peso de la ley, ley hecha en
tantas ocasiones para provecho de unos pocos y para robagallinas, como
confesaba no hace mucho un alto magistrado, que puede poner en duda la
pretendida solidez de la ley y de cualquier otra norma, es un acto de civilidad
que lo que viene a dejar patente es que, bien, de acuerdo con la necesidad de
una normativa que nos ayude a convivir unos con otros, pero que ojo, que también
puede ser un arma con que domeñar al personal como si fuéramos borregos. Franco
creía que las Leyes Fundamentales del Reino eran como las Tablas de
La
imagen del Paraíso Terrenal donde no había más que retozar sobre la hierba
porque ya todo estaba hecho, y sólo había que levantar la mano para
alimentarse, es de un atrevido infantilismo, algo parecido a la del perrito
faldero que tiene la vida hecha y vive de las carantoñas de su amo. El hombre
crece y se hace hombre en interacción con las dificultades a vencer, en la
acción de ganarse la vida, creando, inventando, organizando la vida en común,
pero no dejando al arbitrio del Estado
la totalidad de su hacer. En todo momento deberíamos conservar intacta nuestra
capacidad de trasgresión, que es la única herramienta de que disponemos de cara
a la perfectibilidad de muestras condiciones sociales y personales. Que sí, que
está la posibilidad de cambiar las leyes a través del voto e incluso de la
acción en la calle, pero ahí, amigo Sancho, con la del borrego hemos topado; la
ignorancia, los lavados generalizados de cerebro, el miedo a la libertad, el
flautista de Hamelin, la pereza, bufola biblia en verso, tienen la palabra. La aspiración a
vivir en el Paraíso Terrenal de ese cuento que es el Génesis, vivir sin
preocupaciones, con un buen sueldo, el chalet en la sierra, la buena comida, y
la absoluta despreocupación por lo que sucede más allá del ámbito personal, es
capaz de relegar el derecho a la libertad y a cambiar el mundo a mejor a una
mera bufonada a cargo de unos pocos locos de atar.
¿Habrá
que decir, a modo de ejemplo no más, que el derecho sobre la propia vida lo tenemos cada uno de nosotros y no el Estado, que pretende arrogarse tal
derecho? ¿No es la ley con alguna frecuencia el derecho de pernada de unos
pocos sobre la mayoría? ¿Cómo la ley puede permitir votar a un juez recusado
sobre su propia recusación? ¿Alguien puede explicar estas cosas?
Y sí, la
hora de acostarme se me echó encima y lo del amor se quedó ahí como esperando a
Godot. En otro momento será.
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