domingo, 21 de noviembre de 2021

Un Facebook que da grima

 



El Chorrillo, 21 de noviembre de 2021

Esta sospecha que me salta de tanto en tanto de que sería necesario abandonar Facebook, se me hizo ayer tan patente que a punto estuve de eliminar mi cuenta. Cada vez es más difícil encontrar entre tanta morralla las entradas que te interesan o los perfiles que más frecuentemente visitas. Pero anoche era demasiado cuando me encontré con el rostro de Franco en un perfil que desconozco, que no advertía que era publicidad y que aglutinaba a miles de seguidores a la voz de ¡Viva Franco! Más abajo, un enjambre de entradas que Facebook me sirve para que compre o para que entre en contacto con determinados negocios de lugares que he visitado y que aparecen como si fueran contactos aceptados. Cualquier cosa que yo teclee en Internet Facebook me lo revierte en posibilidades de compra, pero como ello no es suficiente, eso, encima agasajos a Franco, el peor magnicida que ha sufrido nuestra desgraciada tierra. Toda una mierda pinchada en un palo cada vez más grande lo que nos sirve el señor Zuckerberg y en la que, abrirse penosamente paso a cambio de encontrar un poco de comunicación con algunos amigos es cada vez más trabajoso.

Cierto que nadie da duros a peseta, pero la sinvergonzonería y el abuso de su situación de privilegio es tal que a veces, como ayer noche, la cosa producía arcadas. Todos sabemos que Google o Facebook pueden conocer más que nosotros mismos de nuestra persona, el cruce de datos, el big Data, el seguimiento en tiempo real de nuestras vidas, por dónde andamos, qué compramos, qué leemos, con quiénes nos relacionamos, qué pensamos, a qué ideología somos adictos, convierten a estos meganegocios, de momento, en puntuales divulgadores de nuestros gustos que otros aprovechan para vendernos ideologías o productos de todo tipo. Hubo un tiempo en que cada vez que abría YouTube lo primero que me aparecía arriba del todo era el rostro de ese sinvergüenza y aprovechado llamado Abascal. El manejo de logaritmos altamente sofisticados, que esencialmente atienden a acrecentar los beneficios de estas grandes empresas, se complementa con la usual divulgación más o menos solapada de ideologías y medios económicos que atiborran a la prensa, sumisa siempre a quien posee medios para comprarla.

Cosas que sabemos y no obstante… ¿La alternativa? Hay quien no usa teléfono, ni guasap, ni está en las redes sociales. Siempre es una opción, como es una opción aislarse en una pequeña casa en el campo y olvidarse de todas estas cosas. Días atrás hablaba de Sara Maintland, autora de The book of silence, una escritora que pondera el silencio y la soledad (otro de sus libros lleva el título de Viaje al silencio) y que vive desde hace veinte años en una casa aislada en las colinas del noreste de Inglaterra a varias decenas de kilómetros de un lugar habitado, un lugar donde llueve torrencialmente y casi no se ve el sol. Cuando decidió instalarse allí sus amigos y conocidos pensaron que se había vuelto loca. Esta mujer de setenta años cultiva el silencio como el bien más preciado de su vida, sin embargo a su casa llega Internet, algo que le pone en comunicación con el mundo y que le proporciona los medios de subsistencia a través de su escritura y cursos que imparte.

Este estar en el mundo sin estar, llama mucho mi atención. Las formas de vida que va adoptando el mundo, unas por la entrada en juego de las nuevas tecnologías, teléfono, Internet, etc., otras por las derivaciones propias del “progreso”, y muchas más por el papanatismo que supone hacer del beneficio o de la seguridad objetivos absolutos, trastocan muchas mentes que, tropezando con valores que no armonizan con la idea que estas personas tienen de una vida sana, obligan a éstas a aislarse para dentro de esa burbuja recrear el mundo, la realidad, los valores que estas personas consideran para sí los más convenientes, su verdad irrenunciable.

La presión que ejerce sobre nosotros este mundo, consumo, medios de comunicación al servicio de una élite y la consiguiente alienación de una considerable parte de la población sometida a los intereses de ésta, despreocupación por el medio ambiente, salvajismos de un neoliberalismo desbocado o una educación donde las humanidades están a la baja, degrada hasta tal punto las posibilidades generales de una vida saludable –lo que quizás una minoría entiende por saludable– que no es raro que muchos sufran la tentación de despegarse de algún modo de esa bola de nieve en que todos estamos metidos y que, con toda seguridad está abocada al desastre en tantos frentes.

Esta mañana me encontré en la portada del periódico una frase de un cómico que me sugirió alguna de esas afirmaciones que la tradición del budismo zen denominan koan. “Antes de estar loco, era imbécil”, decia en la entrevista. En la tradición zen, el koan, que en muchas ocasiones parece un enunciado absurdo, es un problema que el maestro plantea al alumno para comprobar sus progresos. Para resolverlo el novicio debe desligarse del pensamiento racional común para así entrar en un sentido racional más elevado que trasciende al sentido literal de las palabras. Cuando uno se desliga de la realidad inmediata que lo apremia, asuntos cotidianos, redes sociales o la realidad política y social del país, y posibilita a su conciencia, mediante el aislamiento, el silencio y la reflexión acceder a un sentido racional más elevado y acaso más acorde con el tipo de vida que alguien quiere llevar, parece que estuviera en el camino correcto.

Quizás así el imbécil de ayer llegue a convertirse en el loco de hoy, esa clase de locos a los que la vox populi designa como seres raros porque no siguen la corriente de los tiempos.

El loco de hoy sería aquel que no usa el teléfono, no tiene una cuenta en Twitter, en Instagram, en Facebook y en general aquel que intenta hacer de su vida algo ajeno a los dictados del “mercado”; ajeno “al mercado” y más cercano a las propias concepciones que la experiencia y la cultura propia han gestado en él.

Es claro que los hábitos sociales, los hábitos de consumo, la forma en cómo utilizamos nuestro voto, la educación que damos a nuestros hijos están sufriendo una tremenda involución que nos aleja más y más de un tiempo que pensábamos más autoconsciente, más sencillo, más acorde con la naturaleza.

 

 


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