viernes, 19 de noviembre de 2021

Las montañas: un reloj muy especial

 





El Chorrillo, 19 de noviembre de 2021

Frecuentemente cuando me asomo en montaña a grandes valles cavados en la roca, esas profundidades a veces abismales que la erosión ha formado a través de miles  de años, las hondas y complejas gargantas sin más al sur de toda la dorsal de Gredos, un ejemplo chiquito en realidad de lo que se puede observar en tantos valles del Himalaya, siempre me asalta una suerte de infinita sensación de tiempo dilatado para cuya concepción carecemos de una referencia real. ¿Quién puede imaginar realmente lo que, por ejemplo, son seiscientos millones de años, ese tiempo de tan compleja evolución a nuestras espaldas que  necesitó el homo sapiens para alcanzar su estado de inteligencia actual? Con la concepción del espacio sucede otro tanto cuando oigo hablar de distancias de miles, millones de años luz (un año luz equivale a nueve billones y medio de kilómetros). Le preguntó sin más a Google por estas cosas y con lo primero que me sale es que este mismo año se ha descubierto un planeta extragaláctico a 28 millones de años luz. ¿Existe alguien que pueda concebir una cantidad de kilómetros semejantes?

La incapacidad de imaginar semejantes distancias y tiempos, y a la que frecuentemente se enfrenta cualquiera que guste vivaquear en lugares solitarios de las montañas y le dedique tiempo a la contemplación del firmamento, a mí me sume en una suerte de perplejidad que linda no pocas veces con un profundo estado de meditación en donde se mezclan cierta sensación de inquietud, de desconcierto, de sentimiento de pequeñez e insignificancia. No se trata de una sensación de la que pueda decir que es placentera ni desagradable. Lo más cercano para describirla sería ese término que Freud identificó como sentimiento oceánico, un estado que se caracteriza “por ser uno con el todo, al que llamó sentimiento oceánico, una sensación de eternidad, como algo sin límites ni barreras, un sentimiento de inmensidad y completitud”.

Ni por asomo me asalta la tentación de explorar los espacios interestelares, hacer de astrónomo aficionado o considerar los fenómenos relacionados con el tiempo. Tan sólo me dejó llevar por las sensaciones que me producen la contemplación de la infinitud del firmamento y una inmensidad del tiempo que soy incapaz de concebir y que confieso son dos elementos continuamente presentes en mis caminatas por las montañas, montañas que a fin de cuentas son el resultado del trabajo paciente de la acción del agua, el frío o los vientos que con su constante trabajo de hormiga han abierto valles, sajado la Tierra y reducido a desiertos enormes montañas, lo que evidentemente termina hablándome del tiempo. Nosotros en nuestra modestia usamos los relojes para medir el tiempo, pero no son otra cosa las montañas o los desiertos, relojes que en la transformación del paisaje nos hablan de tiempos mucho más dilatados. El tiempo de la transformación de los paisajes, como las agujas de un reloj, es algo que surge con frecuencia en la mente del caminante que trepa por senderos y recorre angostos valles. Si asciende por una garganta al sur de Gredos enseguida se le aparece esta dimensión del tiempo en la profundidad de sus valles, en las grandes rocas redondeadas por la erosión del agua, el hielo o el viento, en las enormes pedreras que atraviesa, e incluso en la extensa selva de los piornales que también necesitaron su tiempo para poblar un paisaje desnudo y sin vida. Las rocas que se erosionan, se rompen, se transforman en diminutas partículas terminando por convertirse en suelo donde las plantas pudieron abrirse paso a la vida.

Las dos de la mañana. Spotify en reproducción automática ha terminado con algo de Chopin y ahora suena una pieza corta de Mozart que lleva el título de Lacrimosa, de un álbum llamado Music to Die For. “Deus. Pie Jesu Domine, Dona eis requiem. Dona eis requiem. Amen”. (Dios, concédeles el descanso eterno…).

Aprovecho el amén para salir fuera a cambiar el agua al canario. Una luna casi llena ralea entre las ramas de los árboles. Quizás parezca una excentricidad pero si no fuera porque tengo los ojos tremendamente cansados lo mismo cogía el coche y me marchaba a alguna cumbre cercana a acompañar a esa solitaria Luna que boga por los cielos y que mañana estará todavía más sola oculta por las nubes de la lluvia que se aproxima en estos días. Con este andar cada semana tendiendo mi saco de dormir bajo el firmamento estrellado, la Luna y muchas de sus compañeras del cielo nocturno han terminado por convertirse en compañeras inseparables de mis vivacs. Cada día que pasa, cada noche que duermo bajo su palio, se me hacen más familiares. Me duermo con el brillo de una constelación sobre mi cabeza y cada vez que me doy la vuelta echo una ojeada allá arriba a ver quién anda por el cielo, y que en esta época es ocupado por el viaje de Orión una parte grande de la noche seguida no muy lejos en la prolongación del Cinturón por Sirio, del que por cierto leí hace un instante que está a nueve años luz de la Tierra, lo que significa que acaso ni siquiera exista ya en este momento. Otra paradoja que aunque de hecho la queramos comprender se resiste a nuestra capacidad de razonamiento por mucho que sepamos que la velocidad de la luz es limitada.

 

 

 


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