domingo, 24 de enero de 2021

¡Si pudiese ir de nuevo!

 



El Chorrillo, 24 de enero de 2021

 

Seguro que mi diario, que es un tipo muy crítico, si le hubiera dejado habría cambiado el título de este post para colocar en su lugar algo así como Un ejercicio de narcisismo. Pero bueno, como quien aquí manda soy yo, ahí queda el titulo original aunque tras él venga algo de don Narciso a hacer compañía al texto.

Hoy estábamos con la comida cuando sonó el timbre de nuestra cancela. Era el mensajero de Amazon que traía mi penúltimo libro publicado, La montaña en tiempos depandemia (el último está por llegar porque lo estuve cocinando ayer mismo, el primer tomo de Diario de un confinado, que abarca el periodo marzo-junio). La verdad es que es muy agradecido esto de escribir un libro, diseñarlo, trabajar en una portada que te gusta, y que días después tengas a la puerta de casa a un mensajero que te trae en bandeja el producto del trabajo de todo un año rescatado de los ires y venires por las montañas. Mi diario ya me conoce y sabe que esta clase de satisfacciones me dejan muy bien y por consiguiente sobraría expresarlo, pero como parece que me he vuelto un desvergonzado últimamente y no tengo rubor en echar a volar mi autoestima... Uno ha pasado tanto tiempo pensando que sólo una especie de raza superior tenía derecho a publicar libros y a decir esta boca es mía que, ahora, cuando las decenas de libros publicados que ocupan mi librería ya casi no tienen espacio en mis estanterías, al fin me convenzo de que si existen privilegios en cuanto a las publicaciones, que existirán siempre porque las editoriales entre otras cosas son negocios, mercaderes de la cultura, las nuevas tecnologías van a permitir a cualquier ciudadano tener acceso a las herramientas que Gutemberg puso en nuestras manos.  Como no se trata de adquirir ninguna fama ni de tener lectores anónimos, sino un pequeño grupo de amigos con los que compartir tus experiencias y pensamientos o, por supuesto, de contemplar en tus manos el fruto de tu propio trabajo, pues bienvenida sea esta purrela de libros que poco a poco van llenando la estantería de la vida.

Después de tantos libros publicados no es que me haga la misma ilusión, aquella que nacía años atrás cuando, armando en casa un taller de encuadernación, el libro desde su escritura, diseño, maquetación y posterior conversión en objeto digno de oler y leer, se hacía al fin realidad, pero todavía, todavía me hace gracia cada vez que recibo un nuevo volumen, ese momento en que rompo el embalaje y aparece allí, en este caso la silueta de dos montañeros que me encontré subiendo a peña La Cabra que posaron para mí y que después con el Photoshop trasladé al día siguiente a ese bello amanecer que pude contemplar gracias a que el amigo Cive me sacó de un profundo sueño para que asistiera una vez más “al alba de rosados dedos”, el mismo que despertaba cada día en los campos de Troya y que se levanta sobre el planeta Tierra cada mañana para traer el calor y la luz al mundo. Una gracia que cuando hojeo por encima sus páginas no sólo muestran el producto de un trabajo sino la intensas vivencias de un año difícil en que sorteando la pandemia como se podía, al final se llenó de bellas historias que hablaban de mi íntima relación en soledad con las montañas y los senderos, que contaban de mis noches sobre las cumbres del Sistema Central, de mis dudas a la hora de afrontar algunos itinerarios difíciles en el Pirineo, de la niebla, de las tormentas, de los días pasados con alguna amiga, algún amigo en esas mismas montañas.

De verdad, todo un agradable encuentro con el pasado inmediato. Esa sensación: escribo, luego existo; asciendo montañas y cortejo a las estrellas desde un vivac sobre alguna cumbre… ergo, luego existo. Hace un par de días tuvo que venir una ambulancia a mi casa porque mi presión arterial sobrepasaba todos los límites abocando mi sistema circulatorio a una crisis hipertensiva; en el mes de marzo otra ambulancia tuvo que ir a rescatarme en uno de los senderos de Fuerteventura, y una semana más tarde en Madrid, en ambas ocasiones debido a un cólico nefrítico. Estas cosas me dejaron un tanto acojonado en su momento, pero logré sobreponerme a la tentación de pegar el culo al radiador de mi casa y vegetar al amparo de mi cabaña; tomé mis precauciones, añadí una doble ración de agua a mi macuto y visto lo de la tensión, además de recurrir a la dichosa pastillita, lo mismo tengo que sumar a mi impedimenta un tensiómetro para controlar de cerca mi presión arterial.  

Hoy, teniendo el libro último en mis manos, se me vinieron a la cabeza estas cosas y pensaba de nuevo, tantas veces pensado y requetepensado, en cuál sería el límite en cada instante del futuro de esos proyectos que nos impelen a viajar, a caminar por montañas y valles, o a someternos al frío, las lluvias o las ventiscas. Cuándo uno debe ir arrojando la toalla o matizando sus pasiones y proyectos, para someterse a los hándicaps de la edad. Días atrás, un compañero, amante también de la escritura –escribo para no volverme loco, escribía un tanto exageradamente, metafóricamente, quién sabe, Bataille–, comentaba con una cierta nostalgia, a raíz de cierto relato amazónico que hacía yo en mi blog,  de su experiencia. A los treinta años, imagino que con la carrera de médico recién acabada, había viajado a la cuenca amazónica, en las proximidades de la frontera entre Bolivia y Perú, para montar un dispensario, un proyecto que por un imprevisto importante no pudo llevar a cabo. Hoy, no sé que edad podrá tener el doctor en este momento, acaso después de treinta, cuarenta años, aquello aparecía en su recuerdo con una simple exclamación que hacía en mí renacer ese interrogante de los límites que la edad o la circunstancias pueden poner delante de nosotros.

Tras su corta explicación, exclamaba “¡Si pudiese ir de nuevo!”. Ah, si yo pudiera escalar de nuevo determinadas montañas, recorrer en canoa los solitarios ríos de Canadá o Alaska, retar al frío o al calor y poder caminar largas jornadas por el desierto mauritano, o acaso, que también fue algo con lo que especulé para mis años de jubilación, encontrar un apartado rincón de África en donde pasar los últimos años trabajando en una ONG…

Apurar la copa de vino de la vida parece estar siempre ahí en los repliegues del pensamiento susurrando melodías similares a las que oiría Ulises, sólo que Odiseo gozaba de la ayuda de la maga Circe, que en todo momento le sugería consejos para no perecer en el fragor de las olas ni terminar naufragando entre las rocas de las islas de las sirenas. Nosotros, que no tenemos a Circe por consejera, ni taponamos nuestros oídos para no oír sus cantos, lo que tenemos por delante, y con más razón cuando vamos cumpliendo muchos años, es un enigmático interrogante que solo a pasitos cortos y tanteando el terreno, a veces con la punta del bastón de ciego, podemos ir descifrando. Así que ¡aquí paz y después gloria!

Mientras tanto que la escritura y los libros, propios y ajenos, sirvan para seguir alumbrando ese sendero de la vida que tenemos por delante. Amén J.

 


2 comentarios:

  1. cuarenta años después, la memoria sigue asaltando... Sin embargo, también los años traen nuevas formas de escarbar el presente para extraerle placeres. La escritura es uno de ellos, y el gusto por leer y escuchar, el paseo sin objetivo, ver crecer en otros lo que en ti parecía haberse agostado... En fin, que la vejez no es siempre, como alguien dijo, tan solo una masacre...

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  2. Nunca, nunca hubiera imaginado yo la cantidad de música que se puede sacar a la jubilación y a los años de madurez.

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