domingo, 19 de abril de 2020

Un partida de ajedrez




El Chorrillo, 20 de abril de 2020 

Un triste aburrimiento me corría por medio, el inmenso aburrimiento que me producían las redes con sus acostumbrados mensajes de buenos y malos, de solidarios y malvados, mi propio aburrimiento al releer por encima lo que había escrito días atrás y que, pareciéndome oportuno cuando lo compartí un día después estimulaba mi tedio. 

Todos somos presa de las circunstancias, pero difícilmente descubrimos lo que ellas, nuestra vanidad o la fuerza de los acontecimiento pueden influir en lo que hacemos. Una mezcla que, si uno no tiene la oportunidad de la distancia, puede acabar trastocando las ideas y convertirnos en algo parecido a esos burros que atan al palo de la noria y les hacen dar vueltas y vueltas hasta que el pobre burro, con los ojos amordazados, no es capaz de ver otra cosa que lo que su estrecho cerebro puede barruntar a partir de unos pocos estímulos. Unas  pocas imágenes que pueden ser las portadas de los periódicos por la mañana, un vistazo al Twitter y un ligero recorrido por el feisbuk. 

La presión, en esta temporada que llevamos de encierro, de los medios y las redes, intuyo que están afectando a mi conducta de una manera poco sana.
Anoche, en un momento de liviana lucidez,  fui consciente de que me estaba moviendo en el terreno movedizo de las reacciones propias de un bicho encerrado; ese león que dentro de su jaula describe cientos, miles de ochos caminando de un lado a otro de su recinto y al que su encierro, por mucho que pueda imaginarse el paisaje de la jungla, termina por debilitarle mentalmente. 

Después de un mes echo vista atrás y descubro sin ir más lejos que, teniendo más tiempo libre que en cualquier otro tiempo imaginable, resulta que he leído menos que nunca, resulta que apenas he escuchado música y que lo único que se salva, eso sí, es el cine. ¿La razón? Probablemente tenga que ver el asunto de la pandemia, pero no lo tengo claro del todo. Haber desconectado de unos cuantos libros que estaba leyendo o de asuntos que tenía entre manos de una manera tan radical creo que tiene otras razones añadidas. 

Hoy, de manera preventiva ya me apliqué algún remedio casero provisional para averiguar lo que estaba sucediendo. De momento en vez de leer el periódico y echar una ojeada a las redes me dediqué a leer a Landolfi. Y después de comer, que siempre es un momento privilegiado cuando no me entra sueño, como no tenía nada en la cabeza relacionado con las noticias o con los arreglamundos del feisbuk y ni siquiera la posibilidad de comentar el acierto de algún post de algún amigo con que despacharme, hice una cosa que llevaba un buen número de años sin practicar: ¡me puse a jugar al ajedrez! Al principio como de broma, como quien se levanta dormido por la mañana y empieza a reconocer el mundo que tiene a su alrededor. Naturalmente, la maquina me dio sopas con honda en el tercer movimiento. Salí con el peón de rey, la máquina me contestó de la misma manera y enseguida quise sacar al frente piezas tras mis peones y lancé el alfil blanco al escaque E5. La respuesta fue instantánea, la máquina llevó la dama al escaque g5 y me dejó desorientado. Eso de sacar la dama en el segundo movimiento me sonaba a estratagema de jaque pastor, así que di marcha atrás y consideré que debía de entrar con otro ánimo, con mucha más atención en el juego.

Esto se parecía mucho a la disposición con que había entrado desde días atrás en contacto con la realidad que me servía la pantallas del ordenador después del desayuno. Así que respiré hondo, le dije a la máquina que mejor comenzábamos de nuevo, asumí que mejor bajaba un punto el nivel, y puse aquello en funcionamiento, esta vez con el teléfono y su app a un lado y mi tablero de ajedrez frente a mi. Funciona mejor la cosa si te enfrentas al juego con piezas de carne y hueso en vez aquéllas que aparecen en la pantalla del teléfono. Así que dicho y hecho, me puse las pilas, asumí que no se puede jugar al ajedrez al tuntún sin concentrarse enteramente en lo que se está haciendo y, ¡bingo?, un par de horas más tarde de las tripas de mi teléfono salió una cavernosa voz de derrota que decía: ¡me rindo!. Pero ni por esas, llevaba algunas piezas de ventaja pero por dentro me crecía el gusto de llegar brillantemente al jaque mate, lo que sucedió diez minutos más tardes cuando jugando en paralelo mi torre y mi dama ahogaron la vida del rey en el escaque f8. 

Ahora ya es de madrugada, he vuelto a ver Gritos y susurros, he oído a una de las hermanas decir que todo no es más que un montón de mentiras, he pensado que algo de razón tiene y un poco después escuchaba la Suite para Violonchelo de Bach. 

Gritos y susurros no es una película que invite a un sueño tranquilo, pero sí ayuda a recuperar el perdido sentido de la racionalidad. El espléndido y profundo arte de Bergman remueve con toda su fuerza con su estilete en interior de las pasiones produciendo en el espectador, como en las grandes tragedias griegas,  “la purificación de los sentimientos de piedad y temor”, que sí, en días cómo hoy, lejos del ruido mediático, ayudan a recuperar el ritmo interior. 

El violonchelo de Bach llena de ecos la soledad de esta madrugada. 





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