domingo, 12 de abril de 2020

Lo que mi cuerpo sabe y que yo no sé


Acuarela original de José Zalabardo (con su venia :-))

El Chorrillo, 12 de abril de 2020

Cada vez me gusta más esto de entender poco de la realidad de este mundo que vivimos. El ejercicio que hace mi ignorancia tratando de abrirse paso en los pequeños porqués del funcionamiento de mi cuerpo o de la realidad que me rodea, me resulta tan placentero, que sería una lástima privarme del gozo que ello me proporciona. Ser ignorante tiene a la larga muchas ventajas, por ejemplo, en estos tiempos de encierro, en vez de coger un crucigrama o un sudokus o repantigarme frente a la teletonta, se me ocurren tantos temas de reflexión que no me bastan las horas de una tarde para dar salida a todo lo que la ventana al mundo de mi ordenador me trae. Esa ventana. Ventanas, una realidad y una metáfora; ese cuento de Tagore en donde un niño pasa sus días asomado a ella aprendiendo de la calle, esa por la que mira un viejo de muchos años las aguas del río que van a la mar, aquella por la que desde el tren vemos transcurrir los arrozales o desfilar la tormenta de brillantes relámpagos.
Si mi inteligencia o mis estudios fueran mayores o si fuera uno de esos individuos que tanto abundan en las redes que lo saben todo, ello probablemente traería problemas a mi confinamiento, unas veces porque los caladeros en donde pescar se encontraran lejos y fuera arduo lo suficiente el trabajo como para mantenerme en contacto con el tú a tú de la vida cotidiana, otras porque terminaría aburriéndome pegado al televisor pensando que ya lo sabía todo. Mejor así, de ese modo uno tiene la ventaja de tener por delante toda la realidad con que divertirse y a la que buscarle las cosquillas; así que viva la ignorancia que tan variados asuntos me pone estos días en mi continuo mirar por la ventana.
Tengo un amigo virtual en FB que escribe sesudos libros sobre Wittgenstein, autor en el que un servidor estaría perdido desde las primeras páginas a juzgar por algunos intentos que he tenido tiempo atrás; se comprenderá que si no fui capaz de pasar de la página 50 de La fenomenología del espíritu, de Hegel, difícilmente podría con Wittgenstein, así que a apencar con las limitaciones de uno. No obstante, de la misma manera que mi amigo, de profesión filósofo, dedica un bonito tiempo a pintar acuarelas sobre la cotidianeidad más sencilla, como si ésta fuera el leitmotiv para sus ratos de ocio, a un servidor, de profesión ignorante, bien puede admitírsele que dedique una parte de su tiempo no a pintar acuarelas, pero sí a indagar en la tela de su ignorancia, valga decir en los asuntos diarios que atraviesan su cuerpo o su alma. Por ejemplo, ayer mismo que andaba curioseando en Twitter y que me encontré un vídeo en donde aparecía un coche de la policía municipal. ¿Qué será esto?, me dije, y total, que me puse a ver aquello y dos minutos mas tarde las lágrimas empezaban a empañarme los ojos. Haced una prueba y echad un vistazo al vídeo de debajo, a ver si os sucede algo parecido:

Clic en la imagen para ver el vídeo

Joder, esto sí que tiene gracia. Estás tranquilito en tu casa, das a una tecla, miras la pantalla de un ordenador y poco después ya tienes el alma en vilo y los ojos vidriosos. Aconseja Alan Watts en su libro Taoismo, que cuando deseemos encontrar una respuesta a algo debemos contemplar el problema, visualizar la pregunta tan claramente como podamos y luego simplemente ponerse a esperar. Quizás de esa actitud emanan muchos de nuestros conocimientos esenciales. No es el camino para conocer una flor desmembrar los pétalos, el pistilo, los sépalos, con lo cual al final ya no tendremos una flor sino el cadáver de una flor, así que acaso para saber de esos ojos empañados lo que quepa hacer es cerrarlos y volver a hacer el recorrido de esa emoción que te ha subido por el cuerpo hasta hacerse lágrimas entre los párpados.
Los temas de estos días aparte de numerosos suelen ser muy sensibles, hoy sin más podría desarrollar un puñado de ellos. Por ejemplo, esta mañana nada más despertarme ya se me presentaron varias ideas con que entretenerme escribiendo, una de ellas podría titularse así: El idioma de las cacerolas y los aplausos; mirado así de frente tenía buen aspecto, quizás me diera para dos o tres horas después de la siesta. Otro, eso mismo que enuncié más arriba, a lo que podría dar el título de Los caminos de la emoción. O podría escribir, atendiendo a algún comentario de mi amigo David de Esteban, sobre la diferencia que hay entre ser de izquierdas de boquilla y serlo de corazón, serlo al modo de quien entiende desde la fibra más íntima de su ser que la codicia es una enfermedad que hay que curar para que el espíritu de solidaridad y de justicia tenga su espacio en el mundo; o bien, dado que esto es un diario podría contar algo de ese mi día a día y que, leyendo a Cortázar como lo hago actualmente, puede ser un buen ejercicio de escritura a leer con gusto.
Desde que a mi hijo mayor, Guille, adolescente entonces nada dado a expresar sus emociones, un día que Victoria y yo emprendíamos un largo viaje de medio año por Latinoamérica, en la puerta de la cancela, las lágrimas le resbalaron por los ojos, tengo grabado en mi ánimo aquello que él posteriormente nos decía en un email cuando nosotros ya volábamos sobre Tierra del Fuego: “Sí, descubrí que mi cuerpo sabía cosas que yo no sabía”.
Suceden cosas extraordinarias en nuestro cuerpo que escapan a nuestro control, no sólo que una vagina se humedezca por arte de bóbilis bóbilis, o que los jugos gástricos despierten al estímulo de los aires que transportan el olor de una barbacoa cercana, o que de pronto el corazón entre en endiablado tac tac tac provocado por la proximidad de determinada persona. Magia potagia, que decíamos de niños. Donde antes no había nada ahora había nacido una flor.
* * *
Nota. Le prometí a mi amigo David que iba a escribir algo largo esta tarde contestando a alguno de sus comentarios. Creo que no tengo el ánimo para ello, mi escritura ha derivado hacia otros derroteros y ahora lo único que le quiero decir es que, discrepando como discrepamos en algunos asuntos, es necesario hacer referencia a un concepto que Ortega y Gasset quiso deslindar cuidadosamente de sus colaterales. Me refiero al concepto “creencia”. Las ideas se tienen, dice Ortega, en las creencias se está. “Con la expresión “ideas de un hombre”, escribe, podemos referirnos a cosas muy diferentes. Por ejemplo: los pensamientos que se le ocurren acerca de esto o de lo otro y los que se le ocurren al prójimo y él repite y adopta. Estos pensamientos pueden poseer los grados más diversos de verdad. Tales diferencias, sin embargo, no importan mucho ante la cuestión más radical que ahora planteamos. Porque, sean pensamientos vulgares, sean rigurosas «teorías científicas», siempre se tratará de ocurrencias que en un hombre surgen, originales suyas o insufladas por el prójimo. Pero esto implica evidentemente que el hombre estaba ya ahí antes de que se le ocurriese o adoptase la idea”. De ahí deriva Ortega posteriormente al concepto “creencia”, y que no hay lugar aquí para explicar. Las creencias que sustentamos, que vamos alimentando desde nuestro nacimiento y parecen formar parte íntima de nosotros, hunden sus raíces en lo más profundo de nuestra historia personal y las razones pueden no servir a mucho en esta situación si lo que queremos es remover esas creencias. Si lo comparamos con un iceberg digamos que las razones que podamos intercambiar sólo afectan a la parte visible del iceberg, algo escasamente sustancial en relación a la globalidad de nuestras creencias asentadas en nosotros a lo largo de toda la vida que son las que, creo, sitúan a nuestra persona orientándonos a un determinado lado del espectro político, social e incluso religioso.
Espero que esto aclare mi escepticismo a la hora de que uno u otro podamos rebatir algunas de las ideas que quedaron por ahí en los comentarios del anterior post.


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