lunes, 20 de abril de 2020

La lectura del que escucha y dormita (a veces)






Leer para vivir
(Gustave Flauvert, Carta a Mlle de Chantepie)

El Chorrillo, 20 de abril de 2020 

Sumergirse en las páginas de un cuento de Landolfi y leer durante la tarde, leer mientras los ojos se pasean por las alturas de las copas de los árboles, los troncos, el campo detrás balanceándose como olas de mar en ligera marejadilla. Ese era hoy el espacio entre la comida y la puesta del sol. La cálida voz femenina sintetizada con las vibraciones acústicas de un ángel de la guarda dispuesto a acompañarte largas horas con el aliento de sus palabras, su pronunciación cadente y cálida. Esa voz que acompañaba al trabajo de hilatura de la vieja rueca en otros tiempos. Las tardes infinitas entre la muselina de un bienestar donde el tiempo se había parado y todo transcurría en el calmo silencio de una mirada que iba de la labor a la ventana y sus nubes y sus árboles mientras acaso los protagonistas de una novela rusa huían en un tílburi para refugiarse en el anonimato de las calles de San Petersburgo o mientras la nieve azotaba las puertas y ventanas en un viejo caserón del camino de la Rusia del siglo XIX donde unos viajeros reunidos alrededor del calor del fuego contaban viejas historias. 
 Hay quien defiende el viejo hábito de sostener un libro entre las manos mientras los ojos, sumergidos en palabras y párrafos, van dando cuenta de una historia o un viaje por Oriente, mientras las yemas de los dedos, como acariciando la textura del papel, van pasando página tras página en tanto la tarde avanza y el sol va vistiendo el final del día con la luz del crepúsculo. Sin embargo también este nuevo modo de leer, de que te lean desde el anonimato de un aparato, puede llegar a encantar, esa voz hecha a la medida de tus deseos, bella voz de mujer, cuando no recia voz varonil, que pueden añadir a la lectura de un texto particular el matiz más adecuado de parecida manera a cómo a una melodía en determinado momento le vienen mejor las cuerdas de un violonchelo que aquellas otras de un violín. Ejercicio de lectura por demás que desplaza desde tu vista a tu oído la secuenciación de una historia, el desmenuzamiento de una idea y que te permite acariciar mientras tanto con la vista la brisa que mece las ramas de los árboles.
El placer del texto, de todos modos. Por cierto, Roland Barthes. Y entonces busco el libro en mi estantería, lo abro y… de repente, ajena a mi búsqueda, encabezando la obra, El placer del texto, aparece una vieja cita que busqué muchas veces sin éxito; “La única pasión de mi vida ha sido el miedo”, y la atracción es tan fuerte que casi me inclino a abandonar este post para sumergirme en la enigmática proposición de Hobbes, que acaso en estos días de confinamiento pueda arrojar algún tipo de luz sobre las consecuencias de lo que está sucediendo a nuestro alrededor. Pero evidentemente soy un lector superficial, presiento que mi texto es murmullo. “El murmullo del texto es nada más que esa espuma del lenguaje que se forma bajo el efecto de una simple necesidad de escritura” (Barthes). No estoy seguro. Roland Barthes no es fácil de leer, al menos para mí, porque si cierto es que el murmullo del lenguaje se alimenta de la necesidad de la escritura, no podría aceptar que esa necesidad se refiera exclusivamente a seguir el impulso interior de escribir.
El escribir, del mismo modo que el hecho de pensar y cuestionarse asuntos, nace de un imperativo interior que busca esencialmente comprender la realidad y la vida, nace de la posibilidad de un placer por delante, pero también, como apreciaba yo esta tarde, tenía su correlato junto a ese frente de sensaciones que me producían el hecho de leer, el acto de contemplar al mismo tiempo el campo, los árboles, los mirlos haciendo su nido en lo alto de algún olmo, y ello advirtiendo que esto último pudiera ser adorno desde el punto de vista del placer del texto. Un largo relato de Tommaso Landolfi, titulado La muerte del rey de Francia, en donde la lógica de un argumento no tenía excesiva cabida y en el que las imágenes, las impresiones ­­‑ese momento fugaz en que la aparición de una araña repelente corta el curso de los pensamientos-, el esbozo de un relato que se sigue tras continuas interrupciones, creaba dentro de un clima de confusión un tapiz narrativo del que era fácil notar ese gozo que se esconde tras el arte de la escritura. El texto murmullo es un texto frígido, escribe Roland Barthes, mientras que frente a él la escritura que buscamos es “la ciencia de los goces del lenguaje, su kamasutra”. La fusión, como en una sonata, de los motivos del campo, el vuelo de los mirlos,  con la barroca prosa de Landolfi elevaban esta tarde la lectura a una condición superior que acaso también tuviera que ver con la música donde instrumentos de distintas familias se unen para formar un conjunto heterogéneo de una naturaleza superior.
Quizás tuviera que añadir que en algún punto del relato, lentamente como quien se va metiendo poco a poco en las aguas de un playa de poca profundidad hasta alcanzar la zona donde no pisas fondo, me quedé dormido. Cuando desperté y volví al punto en donde mi lectura había sido plenamente consciente, tuve la agradable sensación de encontrarme con que mi cerebro había nadado en un ambiguo mundo que mi memoria me devolvía al tiempo que volvía a leer todos aquellos párrafos que constituyeron mi avanzar en el agua de la playa hasta caer dormido del todo. Sensaciones, cierta araña de grandes patas y cuerpo como un grano de maíz recorriendo el rostro de alguien, la visión de cierta sangre menstrual que fue inundando la habitación de una muchacha llamada Rosenda hasta alcanzar las sábanas sobre las que dormía, una sombra maligna que veteó la aurora donde Fulano yacía en la nieve sintiendo un frío penetrante… cosas así salían a la luz de la nueva lectura como quien rescatara de lo profundo de un sueño atisbos de una vida que se abriera paso en la espesura de la niebla.    














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