miércoles, 21 de noviembre de 2018

Los locos de Yosemite




Cada brazo que se desliza entre las hendiduras, cada mano que se apoya en un saliente mínimo, acarician la piel del Todo. (Andrés García Cerdán. Publicado en Jot Down)

El Chorrillo, 21 de noviembre de 2018

En este mundo que vivimos cuando uno escribe la palabra loco nunca sabe si ha de colocar a derecha e izquierda las comillas correspondientes como dos guardianes que pongan en duda la veracidad del término. Porque es de rigurosa verdad que saber hoy quienes son lo locos y quienes los cuerdos es una tarea arduamente complicada dado el nivel de locura con que se conduce el mundo a tantos niveles, sea éste representado por sus dirigentes, por los detentadores de la riqueza universal o por escaladores que tientan de continuo los glaciares y las paredes del K2 o practican el solo integral en las paredes de Yosemite. Ser un loco en determinado contexto es la cosa más normal y gratificante del mundo para alguien que espera hacer de la vida algo hermoso y estimulante con una actividad; y si es tal es porque la generalidad de sus congéneres probablemente están lejos de comprender y experimentar lo que “el loco” se trae entre manos. En un mundo en donde todo parece medirse en función de la rentabilidad y la utilidad (habría que preguntarse irónicamente en qué consiste esa utilidad tan tenazmente buscada), obviamente los juicios sobre la locura o no del prójimo necesitan previamente que se definan los términos. Hay diferencia abismal entre escalar para mi alma, como expresaba un escalador en algo que leí últimamente y, por ejemplo, matarse a trabajar para poseer esto o lo otro.  Entre la inutilidad de lo primero y la “utilidad” de lo segundo se cuece un concepto de filosofía de la vida tan diametralmente opuesto que no creo que haya alma en este mundo que pueda conciliar esa disparidad de manera medianamente aceptable.  

Estos días me he encontrado leyendo con dos individuos cuya vivienda permanente era una furgoneta. Enseguida pensé que merecía la pena conocer un poco más a tales personas porque con toda seguridad iban a enseñarme alguna cosa de utilidad (ja, esa palabreja…). Vivir como un nómada, como un vagabundo es algo que ha tirado de mí con tanto ardor en ocasiones, que enseguida me puse a investigar. Uno de ellos es Alex Honnold, probablemente el escalador de roca más brillante de la actualidad y el que ha llevado de momento el listón de la escalada en solitario y sin cuerda hasta límites que nadie se hubiera atrevido a sospechar antes; el otro es el escalador francés Patrick Edlinge, un paradigma de la elegancia y del arte de escalar al que se puede admirar en el par de vídeos de más abajo subir en el más puro estilo de la escala libre sin otra cosa que un pantalón corto; un hombre que ni siquiera necesitaba unos pies de gato para escalar. 






A Alex Honnold, le han apadrinado tanto que ha perdido ese halo de vagabundo en el que mi imaginación le buscaba, aunque la admirable normalidad con que relata sus ascensiones mezclándolas con la recreación de su vida cotidiana es un envidiable invitación a seguir indagando en lo que se cuece dentro de esa cabeza de treintañero cuando se encuentra expuesto en solo integral a escaladas que ponen la piel de gallina a todo los que puedan estar viéndole. Alex Honnold ha escalado en free solo la espeluznante pared de Sendero Luminoso (7b+), y a la noche siguiente, dado que su avión parte por la mañana, decide repetir la vía para acompañar a su amigo Cedar Wright. Como aquello le parece pan comido, mientras Cedar sube de primero él se dedica a hablarnos de problemas medioambientales extendiéndose largo y tendido sobre el trabajo que está haciendo a través de la Fundación Honnold, que él mismo promueve, para llevar energías limpias a países del Tercer Mundo. Mientras tanto la cuerda se va deslizando de sus manos hacia lo alto, donde la pequeña luz del frontal de Cedar en la vertical sobre él parece la de una estrella perdida en la negrura de la noche. En otro momento, escalando una pared en el Kinabalú, en la isla de Borneo, que les llevará seis días, te enteras de que mientras hace tiempo en mitad de la pared bajo una intensa lluvia que dura varias jornadas, él se pasa los días en su hamaca leyendo Los hermanos Karamazov. O así, como de pasada, te enteras de que este hombre frecuentemente escala al ritmo de la música que le larga sus iPod a través de unos auriculares de diadema. Anda enredado con un largo de 7a y cosas así cuando interrumpe el relato para decir, eso, que iba escuchando música. “Cuando la cosa se ponía más difícil, me sacaba un auricular. Si el paso era realmente serio, me sacaba los dos, para no tener distracciones. Ese día iba oyendo sobre todo “Love Yourself””. Estaba a trescientos metros por encima del suelo y algo que se dejara caer desde allí no tocaría la roca hasta dar con el inicio de la vía. Yo no entiendo de grados de escalada; en mis tiempos no existía más del sexto superior, así que cuando leo estas cosas entro en un estado de perplejidad similar a aquel de san Agustín cuando en una playa intentando comprender el misterio de la Santísima Trinidad, un ángel le invitaba a hacer un hoyo en la arena donde verter todo el agua del océano.

Si uno no amara tanto la vida no le hubiera importado ser un loco más en la loquería esa de la congregación de los free solos, bien que a una escala que no pasara del V grado, que debió de ser mi techo en lo que ahora llaman situación de confort. Hubiera sido una delicia explorar esa soledad, que he recreado tantas veces en la montaña, para hacerlo también en las paredes. Se me parece algo de una profundidad y grandeza extraordinaria, pura poesia para un ateo que acaso todavía hubiera necesitado de ese misticismo que adivino en la danza solitaria sobre un galayar. 

Días atrás, cuando veía en Netflix, Valley Uprising, una emotiva historia de las gestas en las paredes de Yosemite, y contemplaba la entera panoplia de los locos de aquel reino de la vertical desenvolviéndose en aquel magnífico granito, entraba en una situación de emotiva perplejidad. Allí había de todo, nombres que me eran desconocidos, gente apasionada y amante de la cerveza como Warren Harding, admirables filósofos de la roca y el vuelo como Dean Potter, toda la gente del Camp 4, una comunidad de hippies escaladores cuya única obsesión era escalar aquellas paredes, los hermanos Huber, tantos, y, por supuesto, uno de los últimos aterrizados en aquella comunidad, éste abstemio y activista medioambiental, Alex Honnold. Toda una familia a la que uno ni pertenece ni perteneció pero a la que admira porque cree que en su hacer se encuentra uno de los modos de vida más intensos e interesantes que uno pueda experimentar.

Ese acariciar la piel del Todo, del que hablaba el otro día el articulista del Jot Down tiene mucho de una religión que empezó a gestarse en el momento en que los hombres empezaron a frecuentar las montañas. Y en la montaña, como en toda religión, hay tres clases de feligreses, los locos corrientes para los que los límites están cerca de una escalada racionalmente difícil, incluyendo el simple hecho de caminar, los que se mueven con soltura algo más allá y resisten su compradazgo con las paredes después de la jubilación, y a los que tanto admiro, y los otros, los iluminados, los que aparecen en los papeles y en las pelis dejándonos a los aficionados a la montaña el agridulce sabor de un mundo que se parece al nuestro pero que está infinitamente más lejos, inalcanzable.




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