domingo, 2 de septiembre de 2018

Mi vuelta a casa




El Chorrillo, 2 de septiembre de 2018

Me había despertado con la curiosa idea en la cabeza de que ya había vivido mucho, que ya no tendría que preocuparme por esos árboles que había dejado crecer indiscriminadamente junto a la fachada de la casa o en toda la parcela, que ya no me preocuparía que con el tiempo la valla de poniente se fuera abajo. Me quedaban sólo un puñado de años de vida y ahora sólo me cabía seguir viviendo con las pequeñas cosas que me trajeran los días. Después de desayunar me fui al taller, deshice el macuto y coloqué su contenido en la cama como dispuesto para ser utilizado de nuevo al cabo de unos pocos días. La idea era nueva, no se me iba de la cabeza. El mundo es como es, acaso cambiaría alguna vez a mejor, lo que era poco probable. Pertenezco a un mundo que cada vez me gusta menos pero, innecesario es decir que no tengo por qué acatar todas las gilipolleces que el Sistema genera. Hacía tiempo que cada vez que escribía esa palabra, “sistema”, necesitaba escribirla con mayúscula. Un Sistema que como la Hidra se reproducía a sí mismo en una espiral de injusticia y codicia institucionalizada, que fomentaba la sinrazón y el aborregamiento de los ciudadanos. Siempre había un modo de burlar al Sistema, y cuando ello no fuera posible, pues paciencia. También la sociedad me ahorraba muchos trabajos y contribuía a liberarme de otras tantas molestias.

Sobre la cama había quedado todo ordenado, a la izquierda la ropa de abrigo, el chubasquero, los pantalones de lluvia; a la derecha las baterías de repuesto, la alfombrilla solar, algunos mosquetones. Calcetines de repuesto, los bastones, la toalla, el mosquitero y alguna cosa más lo fue distribuyendo por el colchón hasta que éste quedó totalmente cubierto con toda la impedimenta. El saco, esponjado ya por alguna hora de sol junto a la piscina, lo colocqué a la izquierda. También estaba allí la tienda de campaña. El macuto  quedó colgado de un clavo sobre los troncos de pino de la pared. Todo aquello, ordenado como los productos que venden los manteros sobre las aceras del centro de Madrid, decía: esto es todo lo que un hombre necesita para vivir. Había estado caminando un par de meses y medio por los Alpes y Pirineos y aquello había sido toda mi impedimenta, doce kilos de cosas varias era todo lo que un hombre necesita para vivir, pensé, un pensamiento recurrente que aparecía con frecuencia en mi conciencia desde hacía algunos años.

Ahora trataba de definir esa idea que me rondaba por dentro, pero dos pájaros pequeños de color cenicientos frente a mi ventana me distraían; habían bajado al recipiente del agua al pie de la acacia y daban saltitos inquietos chapuzándose dentro como quien atiende a su higiene matinal. El petirrojo de todas las mañanas también merodeaba por el comedero buscando su desayuno. Una ligera brisa movía las hojas de los árboles. Éstos habían crecido tanto por toda la parcela que ahora ya no era posible ver el campo que se extendía más allá de la valla, a esta hora un rastrojal agostado que despertaba con el primer sol de la mañana. Al cabo de los años la idea de la duración de la vida y de la muerte había ido tomando un aspecto inusitado como queriendo adaptarse a una realidad que hablaba irremisiblemente de la caducidad de todo y especialmente de mi propia vida. Ni triste ni contento, sólo que esta mañana había sentido muy fuertemente el peso de esa certeza y junto a ella había observado cómo una despreocupación por la conservación de mi casa y su entorno, como quien se desprende de una obligación importante, hacía mella en mí. Esos árboles que habían crecido espontáneamente junto a mi casa y que ahora apenas levantaban dos o tres metros del suelo, podrían ser un problema en el futuro cuando sus robustas raíces buscaran la humedad bajo el suelo de la vivienda. Yo los había dejado crecer a su aire admirado de la exuberancia con que la naturaleza se expresa en cada palmo de tierra cuando las condiciones son propicias, acaso pensando en talarlos más adelante, pero ahora la idea de talarlos había desaparecido totalmente. Otros podrían disponer de sus vidas, pero no sería yo. En cierto sentido sentía satisfacción por haber dado cabida en la parcela a todo tipo de plantas que crecían espontáneamente. Ver crecer a los álamos blancos, los laureles, las moreras, multitud de acacias y olmos había constituido un placer en esa tierra que cuando la compramos era un erial castigado por el sol pero que con el tiempo se había transformado en un frondoso bosque. Sí, que siguieran naciendo y creciendo árboles por todos los lados, yo los vería desde mi vejez como una muestra más de esa naturaleza que había llenado los poros de mi piel con su belleza desde mi niñez.

La naturaleza a primera vista parece un concepto abstracto, como la idea de Dios o algo así, uno no puede comunicarse con ella con la misma predisposición de quien se pone de hinojos para decir una plegaria; la naturaleza está ahí omnipresente, vives su cercanía, su música, sus manifestaciones de todo tipo; la naturaleza te cobija, te acoge, da sentido a la necesidad de belleza que llevamos dentro; la naturaleza, que podría ser ese Todo con que algunos identifican a una especie de Dios, lejos de ser un concepto de esos que el hombre inventa para dar tregua al desasosiego que le produce no comprender algo, se presenta como una madre capaz de ofrecernos descanso y placer. Y entonces me digo que qué diferente hubiera sido mi vida lejos de esta tierra donde de mis manos crecieron los primeros árboles, las plantas cuya feracidad poco a poco invadieron el entorno; lejos, en un piso rodeado de hormigón y vecinos chillones. Así que bien, dejemos crecer a los árboles allí donde ellos quieran, que la naturaleza siga su ritmo y que cuando llegue mi hora, me digo con la mirada puesta sobre el agitado movimiento de las hojas de la caña índica, de los rosales, los pueda despedir como amigos con los que he compartido parte de mi vida. 

Vidas que engendran vidas, que más tarde mueren, árboles que caen en el bosque derribados por los años, pajarillos que te encuentras yertos bajo el alero del tejado, la perra viejita que sufría displasia y se arrastraba hasta mi cama para lamerme la cara y darme los buenos días y que un día hubimos de sacrificar, aquella vieja higuera que un verano se desplomó bajo el peso de los años. ¿Cómo asumir todo esto con la normalidad con que acogemos un día de lluvia, la frescura de una brisa en una cálida tarde de verano? Y siento que una ligera excitación corre por mis miembros. Al fin, ese momento en que todo se acaba, ese día en que acaso desde el lecho cercano a la muerte vuelva la mirada hacia el jardín y los rosales, hacia la yedra trepando por la fachada en donde los gorriones tienen su cobijo invierno y verano, a ese cielo azul donde es probable que floten nubes gordas y blancas como la nieve.

“Mentes konfusas”, había leído ayer desde la ventanilla del autobús en un graffiti sobre el muro de un pueblo que atravesaba. Entre la confusión y la luz está la cosa, pienso ahora, sumido de nuevo en mis pensamientos. En ese momento, sobre la mesa, más allá del teclado, correteó nerviosa una hormiga. Me incorporé en la silla y con el dedo índice la perseguí hasta espachurrarla. La vida de la hormiga se había detenido instantáneamente bajo la presión de la yema de mi dedo. Total, una hormiga, pensé, pero no era cierto, la dimensión de lo efímero había entrado en mi campo de visión como un rayo de sol que atravesara la bóveda de una iglesia gótica iluminando la penumbra con su luz repentina. La pequeñez de la hormiga no era suficiente como para mitigar la sensación de mi propia pequeñez, pero sobre todo la de la fugacidad de la vida que aparecía esta mañana como tintada por esa realidad simple que es morirse, tal como había sucedido unos segundos antes con la hormiga que se había atrevido a invadir mi mesa de trabajo. 




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