lunes, 3 de septiembre de 2018

La Mermelada como terapia




El Chorrillo, 3 de septiembre de 2018


Sentía ligero mi cuerpo esta mañana. Fuera, en la parcela, me esperaban algunas tareas postergadas desde la primavera. Una mañana, estando en la cabaña, me había sorprendido el ruido inesperado de un desgarro de madera quebrada seguido por el de la caída contundente de ramas sobre el suelo. Salí extrañado a ver de dónde procedía aquel estruendo; me encontré con que una de las tres ramas que salían del cuello del tronco del olmo del sur, un árbol que había plantado hacía treinta años y cuyo tronco necesitaba a dos personas para abarcarlo, se había quebrado y desplomado a sus pies. Tampoco los árboles son eternos, pensé. Ahora debía cortar otra de las ramas que amenazaba caer en cualquier momento. Debajo había una acacia que perdería la vida cuando la rama cortada cayese sobre ella. Debía desviar su línea de caída de alguna manera. En la caseta de las herramientas busqué la vieja cuerda de escalada, una herrumbrosa garrucha que andaba por ahí y el cabrestante que ya me había servido otras veces para trabajos similares. Bajo el árbol até la garrucha al extremo de la cuerda y traté de lanzar ésta de manera que pudiera trincar el extremo de la rama cuyo desplazamiento me permitiría desviar la caída. Lo conseguí a la tercera. Después fui tirando con el cabrestante de la rama hasta que la línea de caída de ésta estuvo lejos de la acacia. Luego no tuve más que subir con la escalera hasta el arco del olmo. Sólo fue necesario hacer un pequeño corte con la motosierra en el nacimiento de la rama para que ésta cayera por su propio peso; enseguida oí cómo dentro del alma del árbol se producía una especie de rotura de huesos, un débil desgarro indeciso y a continuación un arrebujo de gruesas ramas dio con estrépito sobre el suelo.

Siempre me producía cierto temor ese momento en que la rama o el árbol quiebra con su ruido de muerte para dar con su vida en el suelo. Recordaba aquel primer otoño de mis tiempos de maestro en una pequeña aldea de Asturias, cuando fue necesario acumular leña para el invierno. El hayedo estaba silencioso, hermoso a rabiar con su tapizado de colores engalanando el suelo como para una fiesta. Habíamos subido con un pequeño tractor por una pista hasta cerca de una mina de carbón abandonada. Las hayas se erguían señoriales en la luz aterciopelada de la mañana; en sus ramas colgaban todavía hojas que adornaban como farolillos de feria el cielo del bosque. No tardó en romperse el silencio de iglesia que reinaba en el hayedo. La motosierra con su ruido de muerte hendió las carnes de un haya elegida a voleo y en algún momento se oyó el desgarro característico de su grito final. Ramas que se agitan como si un temporal las azotase, el silbido del alma del haya escapándose hacia el cielo, el torpor de un gigante que pierde el equilibrio y por último la caída fulminante arrastrando ramas colindantes y aplastando bajo su peso de toneladas pequeños árboles y arbustos. Ese breve minuto tenía cierto parecido con el estertor que sufre el cielo cuando se desencadena una tormenta, primero una breve punzada en el alma que gime como sorprendida por un hachazo repentino en su cuerpo para a continuación deflagrar sobre montes y valles, mediante rayos y truenos. la exasperación de su furia contenida.

Pasé el resto de la mañana despiezando las ramas como a un animal en el matadero; todo quedó reducido a leña con que alimentar la chimenea del siguiente invierno. Hacía un par de días que había regresado de una larga caminata en los Alpes, una rutina que se había impuesto en mi ánimo ya después de varios veranos y que venía a hacer de mí una especie de vagabundo. No se me ocurría de momento para esta estación otra actividad más gratificante para el resto de mi vida que vivir como un salvaje recorriendo bosques y montañas en esa época.

Después de comer bajé a la cabaña. Sobre la pequeña mesa de madera de roble junto a la ventana encontré los libros que había comprado antes de mi partida a los Alpes. Eran todos de montaña, Kurtyka, Barasoain, Renato Casarotto. El de Kurtyka, El maharajá chino, había quedado, apenas comenzado, abierto en una página donde mi lápiz había subrayado lo siguiente: “Era consciente de que la escalada, más que una ascensión en el espacio físico, es en realidad un intento de elevarse por encima de uno mismo”. Este Kurtyka había sido capaz de atraparme nada más comenzar la lectura de su libro. “Percibí en la hierba helada el deseo de crecer, primitivo e inmemorial; el ineludible impulso que conducía hacia la transformación. La fuerza somnolienta que dormitaba en las briznas amarillas expandía su energía universal sobre el pálido cielo de invierno. Comprendí que el único anhelo verdadero de todo ser, impreso en su interior, es precisamente el deseo de transformarse y crear”. Hay libros que hablan con tal fuerza de convicción que son capaces de saltarse a la torera cualquier tipo de razonamiento que quiera interponerse en la veracidad de las ideas que expresan. Me sucedía con El maharajá chino. Eché un vistazo a los tres capítulos que ya había leído, encontré un par de líneas subrayadas a lápiz: “Empezaba a parecerme de repente que todo el atractivo de la vida estaba en el espacio fuera del orden y de las reglas”. ¡Joder!, me dije, ni escrito para mi propio caletre.

El atractivo de Kurtyka y su libro, que después leería durante toda la tarde hasta acabar definitivamente con él, estaba en su capacidad para suscitar interrogantes y abrirse paso entre las confusas verdades en que el hombre se mueve desde el nacimiento. Esas verdades, que son el tegumento de lo que la sociedad va tejiendo en la mentalidad de un ciudadano corriente y que aparecen como axiomas en la vida en común que nos aglutina a todos en un entorno social, se tambaleaban cuando se va avanzando en las páginas del libro. Ante alguien que busca en sus entrañas la razón de su ser y las posibilidades que pueden encerrar su lucha por alcanzar cierta plenitud, las convenciones corrientes se derrumban como gigantes de barro y lo que aparece ante él es, en boca de Kurtyka, la Mermelada, pesadilla del encuentro con un ser terrorífico, como si fuera plasma, “o una sombra dotada de vida interior”. A través de esa pesadilla lo que transformó para siempre al autor fue el impulso que le provocó enfrentarse a sus propios miedos. “Siempre que sentía miedo, escribe, aceptaba el reto e intentaba plantarle cara”.  Era una idea atractiva que suscitaba cierto hormigueo nervioso en mi cuerpo.

La sencillez no es cosa de este mundo, la realidad es compleja. ¿Mi realidad o tu realidad?, preguntaba ayer noche a su interlocutor el protagonista de la película que vimos, Lucky. Lucky era un hombre de noventa años que vivía en una pequeña localidad rural de Estados Unidos y en donde personajes típicos sirven de contrapeso para tejer una historia en que, como en el libro de Kurtyka, el guionista trata, al modo de Sócrates, con sus interrogantes o sus gestos de ironía, de forzar la verdad que se esconde tras los falsos argumentos, la equívocas verdades.

Esa cosa imprecisa que nos corre por dentro y que alerta a los sentidos sin mostrarse de una manera precisa, pero que suscita una ligera inquietud en nuestro organismo era la versión actual de aquella otra inquietud que cuando era joven surgía en los días previos a determinadas escaladas. No sé, pero tengo la impresión de que algo de ella tenía que ver con esa dichosa mermelada, una especie de pus salido del cuerpo que te pone en guardia cuando pretendes dar un paso más allá del confort y la comodidad de tu vida cotidiana y que se derrama por tu organismo poniéndote en guardia. O quizás simplemente fuera que la adrenalina había detectado algún remoto peligro y se ponía en estado de alerta. Bueno, también me sucedía cuando leía un pasaje especialmente comprometedor de una ascensión. Quizás, como tantas cosas, la edad tuviera que ver en ello. De todos modos había algo incierto en todo esto, no me cabía en la cabeza que la inquietud fuera un hecho gratuito sin significado en el orden de mi conducta. Una alarma te alerta contra el peligro o lo inusual, pero no es una barrera que te impida el paso; sí, acaso, la prevención de que ir más allá, que persistir en determinadas actividades no es ya propio de los estándares corrientes y que por tanto necesitas hacer crecer en ti una fuerza suplementaria.

"¿No es, se pregunta Kurtyka, a la Mermelada a quien debo agradecer mi resistencia a la degeneración, acaso no fue ella la que estimuló mi dignidad?". Oh, Dios, la resistencia a la degeneración. La cagaste. Ya tienes delante de nuevo la iniquidad de la decrepitud nombrada sin reserva alguna. Y sin embargo también la sapiencia de tu organismo, acaso, para detectar la necesidad de una inflexión, una adaptación a las circunstancias pero sin renunciar en esencia a un estilo de vida, al vagabundaje, a los senderos de la alta montaña. 



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