viernes, 1 de diciembre de 2017

Ea, mi niño, ea





El Chorrillo, 2 de diciembre de 2017

Las ramas del álamo contra el cielo azul prusia del final de la tarde pintaban sobre el horizonte un cuadro japonés, la firma sinuosa del tronco, las ramas como brazos abiertos, la silueta de un pájaro. Era hermoso, o simplemente bonito. Había terminado de leer la obra de Francisco Umbral, Mortal y Rosa, y la emotividad de las últimas páginas del libro había dejado mi mirada suspensa sobre ese cielo en el que la tarde paleta en mano pinta cada día el espectáculo del crepúsculo. Me quedé pensando en Umbral y en ese hijo suyo que alimentaba todas las páginas del libro. Los hijos, la vida, el fuego, la muerte, esa belleza que viste cada tarde el hueco de mi ventana. Pensaba en esa cosa tan terrible que debe de ser la muerte de un hijo pequeño. No fui capaz de hacer otra tarea hasta la hora de la cena. Hay cosas que no se explican ni se narran; sólo cabe mirar cómo la tarde cae lentamente y, como la muerte se lleva la vida, esperar que la luz caiga en el pozo negro del silencio donde todas las cosas incomprensibles del mundo quizás puedan encontrar un poco de alivio. 

Pienso en aquellas palabras de Umbral: "La sangre de la herida, el dolor vagando por el cuerpo como un murciélago gris y ciego, la fiebre, el miedo, el miedo, eso soy yo, eso eres. ¿Qué otra cosa, si no? Llegamos a generar una sustancia de consistencia variable, más bien mediocre, que es la imaginación, la literatura, la estética, el lirismo, el bien, la fe en el hombre, la Historia, la libertad, la justicia. Pero basta esa gota de sangre, ese quejido mudo de mi cuerpo, ese goteo rojo de la vida, para que todo se borre y yo me reduzca a mi dolor". El dolor del hijo enfermo, del hijo muerto, cuando el dolor corre por el cuerpo a borbotones y sólo existes tú y tu dolor. 

Y mirando ahora la noche y su rastro de luna reptando entre las ramas de los olmos y los álamos recuerdo las últimas secuencias de la película que vi anoche, Umberto D, de Vittorio De Sica (1948). Un dolor de otro tipo, el de un jubilado desahuciado al que sólo le ata a la vida un perrillo que termina siendo su salvación en un momento en que decide dejar de vivir. En la película de Kiarostami, El sabor de las cerezas, el tema se repite. Al protagonista la vida se le ha hecho insoportable, en el cesto que ha servido en otro tiempo para recolectar cerezas aquella madrugada hay una cuerda. Necesita un cerezo alto y una rama robusta. Cuando hacía el final de la película lo encuentra, trepa a él, elige una rama y, cuando está en ello, su vista tropieza con algunas cerezas maduras. Alarga la mano, toma una, la saborea, mira a su alrededor, vuelve a tomar otra cereza, la saborea largamente. El sabor de la vida está subiendo lentamente de su boca al corazón. En una secuencia posterior le vemos recolectando cerezas hasta llenar el cestillo de mimbre. Su expresión ha cambiado. La cesta que antes contenía una cuerda ahora está colmada de sabrosas cerezas. El campesino se dirige a sus casa. Las cerezas servirán de desayuno a él y a su mujer. 

“Ea, mi niño, ea”, se despide Umbral de su hijo, como quien le cantara una nana poco antes del beso de buenas noches. 

Ahora nuestro gato Mico se ha subido a mi regazo y ha recostado su cabeza de nieve y canela en mi pecho. Apenas me deja trabajar sobre esta improvisada máquina de escribir que es mi teléfono. Ha interrumpido su familiar tecleteo metiendo su cabeza entre mi brazos y el móvil y así no hay manera de continuar. Me tomo un respiro. Escucho por un rato una música que habla de un río, el Moldava, una partitura de Smetana que oigo en esos particulares momentos en que mis pensamientos tratan de abrirse paso en una tierra sembrada de interrogantes y que me recuerdan los lagos y los bosques de un lejano y lluvioso viaje a Escandinavia. Es una música que casi siempre viene acompañada por alguna cosa de Grieg. Quizás se trate simplemente de una asociación de la que no logro desprenderme. Me pregunto si ello no vendrá traído de la mano por alguna de esas películas de Bergman que acompañan a uno desde los veinte año. Siempre un grito desgarrador entre los abedules del bosque, Max Von Sydov perdido en el laberinto de alguna pasión. 

El antropoide que mira absorto la tormenta que descarga más allá de su cueva; el niño pequeño al que la madre toma en brazos en el barco y, describiendo un semicírculo a su alrededor con el brazo en alto, le muestra el mar diciendo: mira, eso es el mar, le dice, como quien presenta al misterioso dios del mundo; el dolor; el solemne deslizarse del río a través de los meandros del norte; el sabor de las cerezas, los saltos del perrillo alrededor de su amo que poco después de querer tirarse sobre la vía al paso del tren juega y hace cabriolas con su can porque ha descubierto que pese a todo la vida es bella. 

Ea, mi niño, ea. Hace muchos años, de cuando Francisco Umbral iba a comprar el pan y de camino se encontraba con los temas de sus artículos, con el medio mundo que andaba por los noticieros, que aprendí que estas cosas de escribir, eso decía él, son como hacer morcillas, que hay que atarlas por el principio y por el final adecuadamente. Pues eso, ea, mi niño, ea. 





2 comentarios:

  1. Hoy tus reflexiones son un tanto triste y a la vez con un astibo de esperanza. Mientras el mundo sigue, la incultura galopa a un ritmo alarmante, y el miedo crece, la gente se acogota , y mientras las eléctricas suben la energía un 10%, y los medios dan como noticia principal el noviazgo de no sé qué príncipe de Inglaterra con una joven plebeya, otro cuento de cenicienta. En fin, tú escrito me serena el animo y me hace salir con el perro a comprar el pan, con los crampones puestos y a -8 grados.

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  2. Viene bien alimentar ese débil hilo de esperanza. Ayer vi "Mañana" en Filmin. Échale un vistazo si puedes. Consuela saber que no todos son unos sinvergüenzas y que hay mucha gente que tiene otros ritmos se vida más acordes
    con una existencia racional. M

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