El Chorrillo, 28 de noviembre de 2017
Amaneció de invierno. Mi chica se marchó a hacer no sé qué
en Madrid y como cayeron cuatro gotas, me dije: hoy no puedo acabar los
trabajos de la parcela que tengo empezados; perfecto, la disculpa coló y así,
inmediatamente, tras el desayuno, me bajé a la cabaña. Hoy no habrá
calefacción, hoy toca chimenea, ¡todo el día frente a las llamas de la
chimenea!: ¡Guauu! La llamada de la selva, del fuego, del frío, de los parajes
helados de Alaska depositados mórbidamente en mi memoria después de las
primeras lecturas de la niñez: el río Makenzie y sus cazadores a la busca de
pieles, los ríos helados, el viento azuzando la cabaña recientemente acabada,
sí, el fuego alto como una hermosa diosa de volubles caderas danzando desnuda
para recreo del solitario habitante de los bosques nevados. Pero no, que no va
por ahí la cosa, despacio, no vayamos a romper el encanto del frío y el viento bufando
por las rendijas de la puerta de troncos.
Y recuerdo un video ambientado en los bosques de Alaska, la
noche, los perros enterrados su cuerpo en la nieve para protegerse de la
ventisca. Dentro de la cabaña, pequeña como para que sólo quepa una cama, una
mesa y un par de sillas, una pareja deja el lecho, encienden el fuego de la
chimenea, ella mira por la ventana el paisaje blanco y gélido, los perros
agazapados entre la nieve. Momentos después dan cuenta de un café fuerte y
humeante, sacan de debajo de la cama las trampas que deberán instalar hoy en
los ribazos del río, alimentan el fuego, descuelgan de un clavo el par de
escopetas, visten sus abrigos de piel, los guantes, salen al intenso frío de la
mañana.
Buscarse la vida de trampero y cazador y arrastrar
fatigosamente durante días una canoa río arriba cargada con toda la impedimenta
para pasar un invierno en soledad en el bosque, hacerse una cabaña amplia que
resista las ventiscas y el rigor del invierno, cazar, colocar trampas, recoger
leña, vivir las larguísimas noches del norte aislado en la más inhóspitas de
las tierras. Un libro, sí, Río peligroso,
de R. M. Patterson. ¿Qué pasa con nosotros, usuarios de teléfonos
inteligentes, seguidores de series, clientes de Amazon, viajeros de grupos
organizados paseados en masa por las siete maravillas del mundo? ¿Que ya se ha
acabado el mundo? ¿Que más allá de nuestra conveniente comodidad sólo cabe “mirar”
el frío, el cansancio, las dificultades de una ascensión a las montañas, la
soledad del bosque invernal desde nuestros modernísimos dispositivos
electrónicos? La aventura la hacen los otros: nosotros miramos; el frío lo
sufren los otros: nosotros miramos; unos muchachos dan la vuelta al planeta en
bicicleta o caminando: nosotros miramos; alguien pinta un cuadro, escribe
poemas o compone una sonata: nosotros miramos, leemos, oímos. Y todos
contentos.
Hace mucho tiempo que me propongo salir a las cinco o seis
de la mañana a caminar por el campo; todos los días, llueva o nieve. Lo hice
durante algunos inviernos y fue una experiencia sumamente grata; escribí un
libro con aquello: Diario de las cinco dela mañana. Pero ahora, convertido en espectador, en cómodo consumidor de
cine o literatura, pensando que acaso esas cosas eran excentricidades, presiento
que la pereza me come hasta los higadillos. Ni siquiera fui capaz días atrás de
darme una vuelta por los montes del puerto de Canencia porque me parecieron muy
altos y muy fríos o porque simplemente he perdido momentáneamente el contacto
con esa otra realidad que me da vida. Ayer precisamente terminé por fin con la
edición de mi próximo libro Montañas que
me dais la vida. El título se me ocurrió a última hora hojeando parte del
contenido; uno de los post del principio de mi recorrido alpino del pasado
verano iba encabezado en negrita con esas palabras.
Las montañas que me dais vida. Una afirmación que no
necesita demostración, axiomática, real, más verdad “que el pan y la tierra”,
que canta Serrat. Y lo nada fácil que es asumir tantas veces que lo que te da
vida se queda en sueño, varado como barca en tierra tras la pleamar. Y saber que es
lo que te da vida y lo que no y sin embargo abandonar aquello, relegarlo para ponernos
en el brazos de lo segundo. Duro trabajo el de levantarse a las seis de la
mañana, ponerse la chupa, el abrigo y echarse al campo a contemplar estrellas y
vestir la noche con la vividez de tus ojos rastreando el paso de los conejos y
alertando a las perdices adormiladas entre los cañaverales y las zarzas. Duro
trabajo el de pensar, el de subir cuestas, el de tratar de seguir los enrevesados versos de René
Char o las reflexiones de Laclau en La
razón populista, duro trabajo el de encontrar la ruta de ascenso en la
hermosa y vertical pared de granito. Todo lo que merece la pena parece requerir
un trabajo duro. Nadie da duros a peseta.
Pero está también sin embargo esta confortable mañana frente
al fuego de la chimenea, que es más verdad que el pan y la tierra, que gozo, en
que reflexiono buscando entre las palabras esa determinación que sé que algún día
de riguroso frío me va a llevar a recorrer por largo tiempo los caminos de
España o Portugal. Y desde mi comodidad sé que tarde o temprano superaré este impasse y madrugaré y me echaré a los
caminos de alguna parte del planeta, precisamente por eso, porque sé que ello
me da vida.
Creo que fue en una lejana lectura de Descartes donde aprendí
que la manera más eficaz de hacerse con el conocimiento de qué hemos de hacer o
no en la vida es tratar de examinar en nuestro pasado todo aquello que “nos dio
vida”, las situaciones, los actos, los proyectos, los trabajos que suscitaron
nuestro placer, nuestra grata sensación de haber cumplido con nosotros mismos o
con los demás. Todo ello debería constituir un precioso material en que basar
nuestra acción futura.
Lo siento y mucho, esa disposición pedagógica que se me
cuela a menudo cuando escribo. Podría disculparme; quizás sea porque en
definitiva cuando escribo lo que hago, no siempre, sea escribir para mí. Escribir
es hablar con uno mismo, tratar de expresar la vida, analizarla, luchar con las
propias contradicciones, exhumar temores, ahondar en los placeres y en el
pasado para acaso tratar de encontrar entre las palabras un alivio y un remedio
a mi ignorancia.
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