Playa de Barayo, Asturias, 9 de noviembre de 2017
Cuántas veces habré soñado con una situación como ésta, una cabaña junto al mar, sobre los acantilados, frente a una playa solitaria, el tiempo lluvioso, las olas, grandes e intemporales levantando sus crestas de gigante y desplomándose estruendosas sobre la arena.
Ayer, un aldeano con el que charlábamos nos contaba divertido de un hombre joven que días atrás había venido de Madrid exclusivamente a ver las olas cada día que estuvo aquí. Todas las mañanas al amanecer, decía, se le ha podido ver camino de los acantilados; llegaba allí, se sentaba frente al mar durante una o dos horas y luego se volvía al hotel. Para este hombre que había vivido toda su vida frente al mar aquello le parecía una excentricidad.
Yo lo contemplo desde hace horas, llevamos días en ello, cada día una playa o lo alto de un acantilado. El mar suaviza mi ánimo, lo viste de la infinitud del todo; pero también a veces lo llena de la intranquilidad de su agresividad. Ayer, mientras la marea subía, me fui hasta el otro lado de la playa donde el mar había perforado grandes cavernas y donde el sonido de las olas era un letárgica y quejumbrosa música capaz de intranquilizar a cualquiera. Mientras me acercaba miraba de continuo atrás las olas que poco a poco arrastraban su testuz blanca cada vez más arriba en la arena. Me preocupaba que la marea me cortara el paso de vuelta.
Dentro de las cuevas el horrísono fragor de las aguas, la oscuridad y un hilo de agua que terminó haciéndose riachuelo entre una oquedad y otra, hizo que mi inquietud se agitara. Pero pretensión de hacer unas fotos me pudo.
Ahora ha oscurecido y, abajo, el mar y las olas son una sonora masa gris que forma una continuidad con un cielo que amenaza lluvia. Y, pese a que estoy cómodamente sentado en el interior de nuestra choza, una pizca de inquietud recorre mi piel pensando en esas olas que día y noche rompen en las cercanías. Qué diferente este mar a la balsa de aceite que era días atrás al amanecer. La caricia frente al ceño fruncido y agresivo de la tarde de hoy, la bella y la bestia dos rostros de la misma realidad, apaciguadora una, inquietante y llena de presagios la otra.
Tuve una vez una amiga que hacía llamarse Mer. La mar era su pasión; no sabía nadar y jamás había subido a un barco, ni siquiera a una barca de recreo en el Retiro. Para ella era uno de esos amores en que los cuerpos jamás se tocan, amor romántico en puro estado de idilio. Dicen que los únicos amores eternos son aquellos que están separados por un distancia infranqueable. Así era el amor de Mer. Pasaba los veranos en la costa, se levantaba de noche y esperaba la puesta del sol desde lo alto de un acantilado o sentada en la arena de la playa, en silencio, como quien pretendiera absorber en esa hora temprana frente a las olas la comprensión del misterio del universo entero.
La luz de un lejano faro rastrea la noche. A nuestra choza llega intermitente el haz luminoso de cíclope solitario. Cíclope petrificado rastreando la huida de Odiseo a través de los mares. Historias de marinos y barcos; novelas de Joseph Conrad con Lord Jim abandonando un barco que se hundía con sus viajeros dentro sin que él lo supiera; de navegantes solitarios, Julio Villar; de grandes ballenas, Moby Dick, solitaria también ella, asesina de arponeros, brillante y colosal en las manos de Melville junto al capitán Akab; historias del Sandokán, Tigre de Malasia, de mi niñez, cuando leer a Emilio Salgari durante los veranos llenaban todas las horas de los días del verano.
William Turner y los colores de la tormenta y las batallas navales; Debussy …a midi sur la mer, sirenas sobre el mar de nuestro siglo, el danzar de las olas y la alegría de vivir; Soroya y la luz, un barco de juguete y un niño desnudo, mujeres de muselina y vaporosos sombreros sobre el ardiente de la arena y el añil del mar; y Serrat, Mediterráneo que te acercas y te vas después de besar mi aldea.
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