Amama, una
película de Asier Altuna.
“Ira absorbió la emoción de los poemas de
Eliot antes de entender su significado.
Ira absorbió la emoción, hasta que la hizo suya”.
(Henry Roth, Redención)
Un campesino tala un árbol y en
sucesivas secuencias la película nos va mostrando aspectos del trabajo; corta tableros,
lija, encola, monta; algo está sucediendo, no sabemos qué, pero se trata de
algo importante. La película no nos dice que este hombre, para el que su
rebaño, su huerto, sus árboles frutales lo eran todo, por fin se ha dado cuenta
que su familia, sus hijos, su esposa también existen y que tienen derecho a su
propio espacio personal. En la película hablan las imágenes de parecida manera
a como en la música hablan las notas de un instrumento; las imágenes tienen
vida propia, son el lenguaje que ven nuestros ojos.
Previamente hemos visto que a su
tractor le fallan los frenos y cae por un talud para llegar a su fondo hecho
migas; que la hija abandona la casa familiar exasperada por el comportamiento
egoísta del padre; que el padre dispone de la vida de su esposa y sus hijos
como un tirano dispone de sus animales de carga. ¿Qué ha sucedido entre esto
último y las escenas en que vemos al padre afanado tan febrilmente y tan serio
en una tarea que no le es propia?
Es en ese punto donde las manos
del director y guionista, plano a plano, secuencia a secuencia fabrican con
esmero de orfebre la hilatura que nos va a llevar a ese momento en que la emoción
brota desbordante dentro de nosotros como un alivio largo tiempo demorado que
al fin salta la represa y anega nuestros ojos. La hija, cuyo nacimiento, como
el de todos los niños y niñas de la región, se celebró con la plantación de un
árbol, se había marchado de casa, ante el agobio de una vida rural impropia ya
para esta época, cuando la actitud del padre autoritario había roto toda
posibilidad de entendimiento. Tras esto el padre, presa de un arranque de
locura, toma una motosierra y tala el gran árbol que testificaba el nacimiento
de su hija, un venerable signo la existencia de los miembros de cada
generación. El padre nunca habló con su hija, tampoco el padre de él lo hizo
con su hijo; la consigna era seguir trabajando como burros generación tras
generación bajo ese yugo de silencio y obediencia que imponían las generaciones
más antiguas a las más recientes.
Ahora las relaciones del padre y
la hija se han roto definitivamente. Ella vive en la ciudad. Han transcurrido
algunas semanas. Un día el padre termina su trabajo, carga en el tractor los
maderos con los que ha trabajado y con él deambula por las carreteras y la
ciudad hasta llegar al bloque de pisos en donde vive su hija. Ella no está, le
atiende la compañera de piso. Él descarga el contenido del tractor, lo sube al
piso. No hay más información. Horas después abandona la habitación de su hija.
La hija, que llega en su coche en el momento que ve a lo lejos partir el
tractor, no acierta a entender nada. Todavía estamos pendientes. El guionista
cuida cada segundo, cada movimiento de cámara. Ella sube precipitadamente la
escalera preguntándose qué ha sucedido, entra en su habitación y en medio de la
habitación se encuentra con una bella cama regalo de su padre; el árbol talado por
el padre en el arrebato por la rebelión de su hija, ha sido transformado en una
hermosa y rústica cama de madera. El padre no aprendió, no supo nunca pedir
perdón. Por él lo pidió el árbol, la cama, el silencio.
Y con la cámara enfocando esa
simple cama notamos enseguida que emoción entra en nosotros tan repentinamente, tan limpia, tan cristalina
y auténtica que es imposible detenerla, salta el borde que ha retenido hasta
ahora nuestro suspense y se desborda en nosotros como un beatífico regalo; una
sensación de bienestar y alivio nos inunda. No es necesario poner nombre ni
buscar porqués a lo que sucede. Todo esto dice el árbol transformado en cama:
te quiero, hija, te quiero, no nos abandones, por favor, perdóname.
Qué empeño tantas veces el
nuestro en decir con palabras lo que sólo se puede decir con gestos, con actos,
con una mirada, con el silencio prolongado de la compañía. Hay un autor no
demasiado conocido del que leí toda su obra hace un par de décadas, Henry Roth.
Henry Roth hablaba con cierta frecuencia de las fuentes de la emoción, un tema
reiterativo que aparece una y otra vez en sus novelas como manantial en que de
continuo el hombre ha de saciar su sed de vida. “Sus fuentes eran la medida de
su profundidad”, dice en un momento de alguien uno de sus personajes. Buscar
las fuentes de la emoción y beber de continuo en ellas dan la medida de lo que
nuestra humanidad más honda necesita para nutrirse. Recuerdo ahora unos
párrafos de Daniel Pennac en El dictador
y la hamaca, donde un personaje muere viendo una película de Chaplin. Tras
la finalización de la película la acomodadora mira absorta los ojos del
espectador en cuyas pupilas ella todavía podía leer las fuentes de la emoción.
Si una cama de madera puesta en el centro de una habitación o una escena de
Chaplin son capaces de despertar y alimentar nuestra emoción hasta el punto de
humedecer nuestros ojos, necesariamente será que algo realmente importante e
íntimo está sucediendo en nuestro interior. Una pequeña revolución que nos
revela una parte escondida de nuestro yo que, acaso anhelante, en su más íntimo
sentir, de amor, belleza, piedad, compasión, cuando se encuentra en su camino
esa alma gemela, los anhelos profundos e inconfesables que su yo busca en la
oscuridad del subconsciente, no puede contener el impacto y entonces, la
emoción, desbordando como una pequeña riada nuestro interior, nos anega produciendo
el milagro del encuentro,
“Oh noche que juntaste
Amado con Amada.
Amada en el amado transformada.”
Me pregunto si en definitiva el momento de la emoción no
será realmente un encuentro de uno consigo mismo, con sus sentimientos más
nobles, con lo mejor de su persona; ese fondo de bondad, amor y belleza que
todo hombre y mujer guarda en algún rincón de su ser, “amada en amado
transformada”.
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