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Hoy en la catedral del Sputnik |
Madrid, 1 de abril de 2025
Quedar con Pedro Mateo y Carlos siempre conlleva
un madrugón. Las siete de la mañana, una hora que para un jubilado dormilón es
la repera, una hora todavía propia del ámbito de los búhos. Sin embargo, la
autovía de Las Rozas estaba tutti plen, esa manía que tienen los currantes de
madrugar y lanzarse todos a la misma hora a la carretera como si no pudieran circular
por la autovía a todo lo largo del día.
Carlos y Pedro ya estaban allí desde hacía un
rato. Era tiempo que no me veía con esta pareja que lejanamente me recuerda al
famoso hidalgo y a su buen amigo Sancho. Y el lugar, siempre el mismo, la
catedral del Sputnik. Constatar que Carlos es el mismo de siempre, quizás un
poquito más sordo, pero como cada mañana en el roco, dispuesto a tentar ese
extraplomo que se alza en la parte central de la catedral como la proa de un
gran barco. Se le resiste algún tramo, duda, le resbala un poco el pie, pero
aun así logra superarlo. Cuando me toca a mí tengo que rendirme a la evidencia
de que el maestro, pese a que me saca nueve años, se mueve con más soltura que
yo, que debo renunciar mucho antes de la mitad del recorrido. Pedro aquello se
lo hace con la gorra. Charlamos de esto y lo otro, de la perspectiva de un
promotor para la salida de otoño al Manaslu, de Cristina, sus paseos y sus
pilates, pero lo más llamativo cuando entramos en temas de alimentación son los
exóticos y descomunales desayunos de Carlos. Pensé tomar nota, pero era tal el
número de cosas, muchas de ellas desconocidas para mí, que desistí. El video de
abajo da cuenta de su brutal desayuno: una bomba.
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Don Quijote y su amigo Sancho |
Ir al Sputnik es como ir a las antiguas misas de
mi infancia, sólo que allí era una iglesia y aquí una catedral. El rito: el
canto de entrada, que requiere calentar primero de todo con los cuartos arriba
y abajo; el Gloria a continuación, un himno de alabanza a las bondades de la
catedral y al Señor aquel que nos metió en el coco esta rara afición de subirse
por las paredes como las lagartijas; después viene el Gloria, con su himno de
alabanzas de esto y aquello; la homilía, sustituida en este caso por el debido
descanso que precede al sexto A, en el que un servidor hace trampas en un
momento en que a punto estoy de caer; la parte del evangelio nos la saltamos y
nos vamos directamente al Credo, donde tiene lugar nuestra profesión de fé a la
que se une un compañero y donde nuestra manifiesta imposibilidad de hacer un
6B,y menos todavía un séptimo, requiere hacer elogio de determinadas mozas
capaces con su elasticidad de un 7 o un 8. La comunión y la bendición última la
hacemos ya en la cafetería sustituyendo las hostias por un café con leche y un
croissant. Allí sólo Pedro y yo, porque Carlos siempre tiene prisa. Hoy le
tocaba hacer la compra. Sigue el buen rato de charla que se ha convertido ya en
un ritual. Me cuenta Pedro del accidente que tuvieron ayer en
Fue de vuelta a casa donde los guasaps dieron la
alarma. Primero sin confirmar; demasiado poco creíble para ser real. Después
confirmada la noticia. Ser, y unos segundos después, en plena vitalidad y
fuerza, con un proyecto pendiente próximo con Jerónimo y Marina Fernández, un
hombre en la cumbre de sus posibilidades; ser y unos segundos después no ser,
ser nada. Ese indescifrable misterio que es la muerte. Ser y repentinamente
dejas de ser. Alguna vez pensé en esa posibilidad recordando a Carlos Suárez;
tal ha sido siempre la audacia de sus proyectos volando o escalando en
solitario sin ninguna protección. Ya él mismo se retiró tras la muerte de un
compañero durante un vuelo base. Sus reflexiones sobre la excesiva cercanía con
que rondaba la muerte, le pararon en algún momento. Su libro Morir por la
montaña, es una reflexión en torno a esa cercanía a la muerte junto a la
que corría su vida.
Con Carlos y Silvia Vidal en la entrega de premios de la Sociedad Geográfica |
A veces uno sufre de miedo por los otros, Silvia Vidal y Carlos Suarez entre otros. Hace un par de
años me encontré con él en la entrega del premio a Silvia Vidal en
Tras la comida me encuentro en el Cercanías
camino de Madrid. Estoy leyendo. Paramos en Fuenlabrada. Sube una pasajera de
raza negra, un enorme cuerpo de mujer hablando a gritos en el teléfono.
Apasionada, convencida hasta el moño de lo que dice frente a lo que dice quien
está al otro lado del teléfono. Los cristales del tren vibran ante el empuje de
su voz. Me voy al otro lado del vagón, pero aún allí oigo su perorata. Sonrío
pensando en lo diferentes que podemos ser unos de otros con sólo coger el avión
y desplazarnos al otro lado del mundo. Y recuerdo un viaje en tren en Taiwán en
el que descubrí a un joven encogido y enterrado materialmente su cabeza en un
abrigo. ¿Estará enfermo?, me pregunté entonces. Un rato después descubrí la
razón de su enterramiento. Estaba haciendo una llamada telefónica. En ese país
hacer una llamada por teléfono en un lugar público debe de parecer como
encontrarse con un marciano. Victoria me lo ha comentado más de una vez; la
diferencia que hay entre la línea de Humanes y la que lleva a Villalba, por
ejemplo. En la línea de Humanes es bastante corriente encontrarte con viajeros
que oyen cualquier cosa en el teléfono sin usar auriculares; como la señora de
raza negra de hoy que confunde el cuarto de estar de su casa con el vagón del
tren.
He terminado de hacer unas gestiones y en Sainz
de Baranda me he refugiado en una larga terraza con el ánimo de escribir un
rato. Al fondo, como a kilómetro y medio, dos mujeres charlan, mejor diría
vocean. Una de ellas lleva la voz cantante, habla interminablemente. Pienso en
la facundia que aquejan especialmente a algunas mujeres, aunque no se quedan
atrás algunos especímenes del género masculino. Esa terrible cháchara
incontenible de que se ven aquejadas algunas personas. Asunto aparte ese
empaque con que hablan como si no hubiera con mucho otra razón que la suya.
Ella, siempre tiene razón en todo; lleva una hora poniendo a caldo a esta o a
la otra, a éste o aquel. El lenguaje como castigo.
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Max Ernst. La tentación de San Antonio |
Vehemente, expresiva, moviendo la brazos,
indignada, pasa junto a mí al trote con el cabello al aire como una amazona. La
oigo decir al teléfono: Quiero dejar a ese tío, estoy hasta el coño de él. Y
que no, que no... y camina tan deprisa que tendría que salir corriendo tras
ella para seguir la conversación. Rubia, briosa, pequeña, pero de armas tomar.
Iba a meterme en el metro camino de casa, pero de repente decido ir a ver la exposición
de Max Ernst en el Bellas Artes. Siempre he sido escéptico con los
surrealistas, siempre me pareció una pretensión inútil esa de representar
aquello que está más allá en el subconsciente, porque si no es consciente ¿cómo
leches lo puedes pintar? Esa pretensión de los surrealistas de pintar lo que no
es consciente siempre me pareció una contradicción en términos. Estaba
interesado en ver pinturas pero apenas había unas pocas. La más interesante
para mi gusto era La tentación de San Antonio, un motivo clásico en la
pintura que me recordaba El carro de heno del Bosco y a
alguna secuencia de una película que vi días atrás, El desayuno desnudo, basada
en la novela homónima de Burroughs en donde los posibles monstruos del
subconsciente, incentivados por la ingesta de drogas, dan lugar a un fantástico
mundo de seres repelentes e inquietantes. La intensidad del rojo central, que
aparece como vestido de una mujer, un rojo que puede expresar pasión, deseo y pecado, expresa un mundo convulso de
deseo y repugnancia. Un cuadro muy propio para contemplarlo detenidamente antes
de irte a la cama. Uno piensa en el pobre San Antonio y se compadece de él por
el ángel sádico que le tocó en suerte. Los pocos cuadros de Max Ernst de la
exposición no son nada amables. Desde el punto de vista de la pintura no me
parece que sea ésta una exposición que le haga justicia.
Una jornada tan completa merecía un poco más de
excentricidad, así que terminé metiéndome a cenar en un ramen shifu para
hacerme a la idea de que estaba de viaje por Oriente. Un plato de Tantanmen, un
bol picante inspirado en la cocina china serviría a este propósito.
Un día más. Un día más en que la muerte hizo
presencia en las cercanías. ¿Adquirirá la muerte en Occidente alguna vez la
cotidianidad que tiene, por ejemplo, en las calles de Varanasi junto al Ganges,
niños jugando junto a las cremaciones, unas señoras recogiendo la bosta de las
vacas, los mendigos en las escalinatas con sus platillos de limosna? La
cotidianidad de la muerte de
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