El Chorrillo, 31 de marzo de 2025
A fuego lento puede ser el título de una película, pero también la alusión a una filosofía de la vida. O en el peor de los casos que realmente te estás cociendo a fuego lento, valga decir que como no salgas inmediatamente del perolo los huesos se te van a quedar hechos gelatina.
Lo de a fuego lento de esta noche viene a raíz de una película que llevaba tiempo esperándome desde que mi amigo el cocinero metido últimamente a escultor me la recomendó. Se trata de A fuego lento (Tran Anh Hung, 2023). Quedó por ahí como esperando a Godó, pero por fin hoy le hinqué el diente tras mi frustrado intento de subir a dormir al Morezón. Hoy consumí ocho horas entre ida y regreso a la Plataforma (tras la caravana para subir a la Plataforma y la de la autovía de Extremadura, me juro no ir a Gredos ninguno de los fines de semana que me queden de vida). A la altura de Talavera de la Reina me pasó por la cabeza recuperar mi macuto olvidado en casa e ir al Cerro de San Pedro a vivaquear, pero vista la caravana que me pilló después mejor pensé en ver una película. Y de las que están en la lista terminé por decidirme por A fuego lento.
A veces la sugerencia de una película puede desempeñar un papel importante en los gustos, o mejor te puede llevar a considerar la fragmentación en la que uno vive. Fragmentación de intereses, de gustos, de percepción, de lo insuficientemente que usamos nuestros sentidos. La primera sensación que tuve desde el principio de la película fue de sentirme un absoluto analfabeto en todo lo que concierne a mis papilas gustativas y su modo de relacionarse con los alimentos. Algo siempre he barruntado en este sentido, el de quien se pierde una parte sumamente interesante de eso que sucede con los manjares que atraviesan los receptores del gusto en donde en no pocas ocasiones interviene el olfato. Cosas que uno más o menos sabe. Recuerdo que cuando leí la novela de Patrick Süskind, El perfume, me sucedió algo parecido a lo de hoy, allí con el olfato, aquí con el sentido del gusto. Al que no sabe leer le llamamos analfabeto, pero ¿cómo llamaríamos a quienes no han desarrollado el oído, a aquellos que no distinguen una trompeta de un violín, el canto de un canario del de una avutarda, a aquellos para los que la música de Bach les induce al sueño; cómo llamaríamos a los que no distinguen un vino de brik de un Château Haut-Brion, que a decir de los entendidos es el mejor vino del mundo? Y respecto al tacto ¿cómo llamaríamos a alguien que no aprecia la suavidad de un bonito trasero de melocotón, la calidez de una caricia, la suavidad de un teclado, el calor de un abrazo entre amigos, el suave roce del ala de la paloma que roza en ocasiones el entendimiento? Y por último, la vista, ¿cómo llamaríamos a aquellos que pasan soberanamente de museos, que no sacan gusto por ver ciertos cuadros, por apreciar la hermosura de un paisaje, la sofisticada relación entre los colores y las formas?
Y es que uno duda de la racionalidad del ser humano cuando te encuentras, por ejemplo, con tantos individuos que sólo tienen olfato para el dinero, o los que sólo escuchan los sonidos que salen de la flauta de Hamelin, los que se nutren de hamburguesas atiborradas de mostaza y kétchup, o usan el tacto para rascarse los ojos mientras consultan sus cuentas bancarias.
Aquí quería llegar yo, porque por querer querer yo me apuntaría a todo, pero viendo la peli de hoy donde se mostraba de una manera tan poética y pedagógica la sofisticada cultura culinaria que se enconde tras eso que llaman la alta cocina, alta cultura, alto gusto, años de aprendizaje para distinguir tantos sabores y el armónico orden que han de guardar entre ellos, imaginaba que muchas vidas habría de tener por delante para avanzar mínimamente en ese arte. Y puesto que tenemos cinco sentidos y cada uno requeriría su necesaria atención, pues imaginemos: saber apreciar las músicas todas, distinguir los numerosos instrumentos que suenan en una orquesta (en la película comparaban esta noche el orden, la composición y el sabor de los alimentos con un concierto en el que múltiples instrumentos intervienen), distinguir el canto de los pájaros, las voces, apreciar los sonidos del mar junto a los del viento o las tormentas.
Hablamos a veces de la infinitud del espacio, pero ¿no son infinitas también las posibilidades que albergan nuestros sentidos, de los que sólo acaso usamos una ínfima cantidad de ellas? A fuego lento ha sido descrita como "una oda al amor y la cocina" y "un festín para los sentidos". El film destaca por su meticulosa representación de la gastronomía francesa de la época, con escenas detalladas de la preparación de alimentos que reflejan la pasión y el arte culinario. Arte para el que no estando preparado me sorprendía esta noche dejándome esa sensación que te queda por dentro de tener poco o nada desarrollado el sentido del gusto. En determinado momento el protagonista le da a probar un plato a una niña especialmente dotada para detectar los componentes que acompañan a determinado guiso, yo qué sé, diez, quince o veinte sabores distintos litigando en el paladar para ser identificados. Cierra los ojos ella y va enumerando alimentos, especias, aditivos, exactamente como alguien que en todo momento pudiera distinguir individualmente quince o veinte instrumentos que estuvieran sonando a la vez. La complejidad de los platos que preparan, el paso a paso de su confección, las combinaciones idóneas, la función de los vinos, el cómo los gustos de los alimentos siguen en la boca un recorrido similar al de un movimiento de una sonata que en su momento álgido sintetiza sus sabores como en un solo único con el que culmina el acto de saborear como un sofisticado final donde los sabores apoyados unos en otros evocan un gran placer que en la película a punto están de humedecer los ojos de los comensales.
Excelente película que evoca nuevas posibilidades, nuevos instrumentos, sonidos, sabores, que seguir incorporando a la partitura del bon vivre tan propia del bon vivant.
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