Imagen original de Julio Gosan. Gracias, Julio. |
El
Chorrillo, 19 de diciembre de 2024
¿Perdemos,
hemos perdido, la capacidad de mirar profundamente en el interior de las cosas?
Leo un texto de Novalis, Enrique de Ofterdingen, una novela de tan
subido tono romántico, ese que hace de las cosas de
Los
románticos por mucho que nos parezcan en ocasiones excedidos en la ponderación
poética de los paisajes, inmersos en las sensaciones que la noche o los
paisajes suscita en ellos, de hecho, al menos en mi caso, lo que hacen es darme
un toque sobre mi estado de atención, sobre lo que mis sentidos y
la necesidad práctica de llegar a cierto punto concreto resta al estado
contemplativo del momento. Pensar o sentir. Me mandaba ayer José Manuel un
texto de Bukovsky en el que éste subrayaba la necesidad de ponderar mucho más
el sentir que aquel otro ejercicio que es el pensar. Me quedé con la idea
porque precisamente lo que venía a cuestionar, pensando en ese caminar en la semioscuridad
de
“Muchas
veces he creído encontrarme en un jardín encantado”, exclama un personaje de
Novalis. Fue aquí donde detuve mi lectura para hacer estas reflexiones. Creo
que es justo considerar esto para intentar no perder lo que íntimamente nos
lleva a la montaña. Es lógico que te pierdas absolutamente todo esto cuando
caminas en medio de una nube de cincuenta personas, algo que asumes como otra
cosa, que también puedes apreciar, claro, la compañía, los amigos, esas marchas
de los martes que organiza Ezequiel Conde con la gente de su club, la nuestra
del Navi. No faltaría más, pero hablo de otra cosa. Hablo de la necesidad de
afilar nuestros sentidos, del mindfulness esa
práctica que consiste en prestar una atención extraordinaria al momento
presente, de observar lo que ocurre dentro y fuera de nosotros, de escuchar lo
que nos dice el bosque o el rumor del arroyo cercano, de sentir el misterio que
se abre entre las sombras de los riscos, de percibir esas primeras estrellas
que se abren paso entre las ramas de los pinos.
Cerca
ya de donde debía de encontrarse mi destino, observo piedras apiladas formando
un murete y me digo, por aquí debe de andar el vivac. Y de hecho trepo por aquí
y por allá algún resalte y efectivamente, tras un bloque entreveo en la
oscuridad la puerta. Inspecciono el interior, me admiro del suelo enlosada,
del orden, de los utensilios que han quedado allí, de esa lata de cerveza que
mencionaba el otro día. Me admiro de la gente que ha levantado esto. Y al poco
salgo y ya estoy pensando en mi vivac y en donde instalarlo. Fue al día
siguiente que leí un comentario a mi post de José Luis Moreno que mis
sensaciones ahondaron en un aspecto que estuvo ausente en aquel instante.
Recordaba allí en un comentario Pepe cómo en el centro de la cueva que yo había
visitado minutos antes (conocida como vivac del Manantial o del Poeta) y que fue destruida posteriormente por los forestales, y
que había construido él y otros amigos, había una inmensa roca que limitaba
sobremanera el espacio. Intentaron sacarla pero apenas se movía. El fin de
semana siguiente, pertrechados con un tractel, un cabrestante, cadenas y
cables, abrazaron con ellos la roca y atando las cadenas al pino más próximo
lograron sacar la roca, quedando la cueva con un espacio fenomenal. Este
detalle que me regaló Pepe digamos que atendía a una breve emoción que me
recorrió por dentro pensando en todos aquellos que han trabajado levantando
esos hermosos entornos habitables de
Cuando
el otro día José Manuel me mandaba la cita de Bukovsky, le contestaba que no era la primera vez que oía esa idea y que
la línea que separa el pensar y el sentir es en ocasionas muy débil, al punto
de que yo no sabría en muchos momentos delimitarla. En el caso del detalle de
la cueva de Pepe el pensamiento, el recuerdo, precedía a las sensaciones. Una cosa es conocer
las pinturas de Altamira y disfrutarlas y otra diferente o complementaria es visualizar
el entorno histórico del momento en que fueron pintadas. Me han llegado en
estos días, o lo he buscado, tantas muestras de vivacs, cuevas o cobijos de
Pedriza que me han llevado a sentir, por una parte un agradecimiento muy
especial por aquellos que lo construyeron, y por otra a sentir también la
emoción de su propio trabajo. Cierro los ojos y visualizando a Pepe y sus
amigos tratando de sacar aquella enorme piedra con el cablestante, me emociona;
me emociona pensándoles cargando desde Canto Cochino una estufa de leña; me
emociona pensar en el trabajo de los que solaron y levantaron los muros del vivac
junto al que dormí. En otra foto que me llega de otro vivac la estufa subió a espaldas de
otros admirados constructores por todo el Callejón de las Abejas y después
hasta el collado de
Novalis
poetiza sobre el mundo de los mineros. Los románticos se pasan de románticos,
pero sí es cierto que nos viene bien leerlos, porque ello despierta la
necesidad de atender y cuidar nuestras sensaciones.
* * *
Ah, y
que se me disculpe por no dar aquí indicaciones de la ubicación de esos lugares
tan especiales que voy conociendo o volviendo a visitar. La razones son obvias.
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