La imagen de grupo creo que pertenece al muro de Sonsoles |
Leer
significa muchas cosas diferentes además de servir como medio de recepción de
ideas y relatos, leer es un ejercicio de búsqueda de ti mismo en lo que lees,
es intentar corroborar tus pensamientos e ideas en las obras de otros hombres,
corroborar, aclarar o mejor, confirmar, o también un medio de encontrarte con
ideas propias que están en ti sumidas en
una imprecisa ambigüedad que trata de abrirse paso, como quien se agarra al
hilo de Ariadna en la oscuridad de la cueva del Minotauro para alcanzar la
claridad. Es flotar pacientemente página a página la lámpara mágica de Aladino
a la espera de que de allí salga no un genio con la oferta de sus tres deseos,
sino con la esperanza de encontrar un pedazo de sabiduría, esas pepitas doradas
que los buscadores de oro esperaban encontrar cribando la arena del río. Leer
es cribar, sólo que el camino es menos tedioso que ese ejercicio de pasarse
horas y horas en cuclillas en el río con el tamiz entre las manos. Acompañan
las horas de lectura la emoción, el aprendizaje, el placer, y cómo no el
necesario paso en ocasiones por túneles oscuros, laberintos y no pocos momentos
en que te entren las ganas de abandonar el libro.
Algo de
todo esto me está sucediendo con Visión desde el fondo del mar, de
Rafael Argullol, un tocho de 1200 páginas que tomé de nuestra biblioteca con la
sola intención de “catarlo”, sí, como se hacía antes con los melones, lo que se
llamaba antes hacer la cata, en ellos cortar con el cuchillo un trozo del
melón. Si estaba suficientemente dulce, te lo llevabas, si no, allí se quedaba.
Lo mismo hago yo con los libros en ocasiones, los cato por aquí y por allá y
sólo les hinco el diente y sigo adelante cuando el sabor que me viene al
paladar me es suficientemente grato.
De
momento ya tengo un par de ideas que me van a servir para llenar unas
cuartillas. Éstas: se refiere el autor a unas prácticas que remeros de
Filipinas tienen en alguna región montañosa. Estos remeros se reúnen una vez al
año para remar río arriba corrientes bravas y peligrosas durante tres días y
tres noches sin descanso hasta el total agotamiento. Tras ello duermen en
ocasiones hasta tres días seguidos. A este descanso prolongado lo llaman
muerte. El remero filipino exhausto tras los tres días de travesía, muerto
también, renueva su relación íntima con el río y sus cascadas. “La muerte
sabia, el reconocer nuestra infinita fragilidad y nuestra grandeza, nos otorga una
sabiduría distinta de todos los demás conocimientos que podamos obtener”.
La
siguiente idea nace de la práctica en una escuela de pintores bizantinos en que
éstos se encerraban voluntariamente durante días en una estancia en total
oscuridad. Con el paso de los días emergían ciertos matices casi imperceptibles
en la oscuridad. El pintor sólo se consideraba preparado para salir de la celda
y comenzar a pintar un icono, cuando ese nuevo mundo salido de las sombras era
lo suficiente diáfano como para proceder a reproducirlo en la tabla. Sumergirse
provisionalmente en la esfera de la no existencia, como proponían estos
pintores de la antigua Bizancio, permite ver las cosas bajo una luz
distinta.
De
hecho cuando leía sobre estas dos situaciones, la de los remeros filipinos y la
de los pintores bizantinos, lo que me surgía era reconocer estas mismas
conclusiones en situaciones paralelas que vivimos por ejemplo en la montaña cuando
la soledad, la noche, el esfuerzo, las tormentas se ciernen sobre nosotros.
Ciertas situaciones extremosas de aislamiento, de peligro en que podemos decir que
nos encontramos al arbitrio del aparato eléctrico que se cierne sobre nosotros,
situaciones de largas temporadas de soledad o de escenarios de riesgo, se puede
decir que gozan de eso que los remeros filipinos denominan muerte sabia. Y sin ir tan lejos no es lo mismo el conocimiento
sobre sí y sobre la vida que adquiere quien recrea su soledad en las noches de
las montañas que aquel que pasea entre el gentío de la ciudad; ni experimenta
las mismas sensaciones alguien que escala la cumbre de
Hablo
del conocimiento interior, de la percepción que da sobre la realidad quien
atraviesa peligros y dificultades, quien deja espacios de silencio a su
alrededor para reflexionar, o como los pintores bizantinos buscan en la
oscuridad y el silencio la llegada de la inspiración, la comprensión de la vida,
que no se deja atrapar en medio del ruido del mundo.
Esta
mañana escuchaba a un conferenciante que casi a gritos hablaba de los efectos que
la vida excesivamente ajetreada produce sobre el cuerpo y el entendimiento. Una
situación que favorece la presencia de la adrenalina en el cuerpo y que nos
mantiene continuamente excitados. Y comentaba que uno de los peligros de la
presencia de adrenalina en el cuerpo es que ésta inhibe la serotonina, que está
relacionada con la sensación de bienestar y felicidad. Bajos niveles de serotonina
se asocian con trastornos como la depresión y la ansiedad. Este hombre al final
abogaba por introducir en la vida largos ratos de hacer nada, que era como
dejar las puertas abiertas a la serotonina. Y me pregunto si este no hacer nada
tendrá que ver con ese estado de recepción en que los asuntos y las ideas en
vez de ir de un lado a otro del cerebro en una carrera frenética, se asientan
en un clima tal de contemplación que hace posible la labor creadora, la llegada
de las intuiciones, la paz del pensar relajadamente.
Esa
muerte sabia a la que aludía más arriba, el parar motores, ya sea viviendo
semanas y semanas en la soledad de las montañas, sea descansando al final de
largos días de exhaustivo remar o de largas noches de pasar encerrados en la oscuridad
a la espera de vislumbrar alguna verdad esencial, tiene el aspecto de
constituir uno de los momentos más significativos de la vida de las personas. Pienso
en un caso que conocemos todos, el de Carlos. Casi todos hemos seguido los
pasos de ese acontecimiento en el Dhaula. Los dramáticos momentos del rescate,
sus circunstancias; conocemos hasta los menores detalles de aquella experiencia;
sabemos del sufrimiento de Carlos durante aquellos tres interminables días y
durante las semanas y meses subsiguientes. Sin embargo qué sabemos de esa
muerte sabia de él y en qué consiste. Esa muerte que nos vuelve a la vida acaso
como otra persona porque la experiencia vivida ha hecho emerger en nosotros
algún tipo de estado de gracia, de comprensión de la vida, de encuentro de tú a
tú con ella y que, inexistente para los demás, resulta para el que ha sufrido
el accidente, imagino, un mundo de una intimidad e intensidad que por fuerza enriquece
a la persona, su pensamiento y su percepción de la vida que a la larga queda
relativizada por acontecimientos que han puesto en su lugar lo que es realmente
importante y lo que no lo es. Si el remero filipino exhausto tras los tres días
de travesía, muerto también de algún modo, renueva así su relación íntima con
el río y sus cascadas ¡qué no decir de esa renovación de Carlos y su intimidad
con esa “su” montaña de tantas expediciones…!
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