jueves, 31 de octubre de 2024

La muerte sabia

 

La imagen de grupo creo que pertenece al muro de Sonsoles

El Chorrillo, 31 de octubre de 2024

Leer significa muchas cosas diferentes además de servir como medio de recepción de ideas y relatos, leer es un ejercicio de búsqueda de ti mismo en lo que lees, es intentar corroborar tus pensamientos e ideas en las obras de otros hombres, corroborar, aclarar o mejor, confirmar, o también un medio de encontrarte con ideas propias que están en ti  sumidas en una imprecisa ambigüedad que trata de abrirse paso, como quien se agarra al hilo de Ariadna en la oscuridad de la cueva del Minotauro para alcanzar la claridad. Es flotar pacientemente página a página la lámpara mágica de Aladino a la espera de que de allí salga no un genio con la oferta de sus tres deseos, sino con la esperanza de encontrar un pedazo de sabiduría, esas pepitas doradas que los buscadores de oro esperaban encontrar cribando la arena del río. Leer es cribar, sólo que el camino es menos tedioso que ese ejercicio de pasarse horas y horas en cuclillas en el río con el tamiz entre las manos. Acompañan las horas de lectura la emoción, el aprendizaje, el placer, y cómo no el necesario paso en ocasiones por túneles oscuros, laberintos y no pocos momentos en que te entren las ganas de abandonar el libro.

Algo de todo esto me está sucediendo con Visión desde el fondo del mar, de Rafael Argullol, un tocho de 1200 páginas que tomé de nuestra biblioteca con la sola intención de “catarlo”, sí, como se hacía antes con los melones, lo que se llamaba antes hacer la cata, en ellos cortar con el cuchillo un trozo del melón. Si estaba suficientemente dulce, te lo llevabas, si no, allí se quedaba. Lo mismo hago yo con los libros en ocasiones, los cato por aquí y por allá y sólo les hinco el diente y sigo adelante cuando el sabor que me viene al paladar me es suficientemente grato.

De momento ya tengo un par de ideas que me van a servir para llenar unas cuartillas. Éstas: se refiere el autor a unas prácticas que remeros de Filipinas tienen en alguna región montañosa. Estos remeros se reúnen una vez al año para remar río arriba corrientes bravas y peligrosas durante tres días y tres noches sin descanso hasta el total agotamiento. Tras ello duermen en ocasiones hasta tres días seguidos. A este descanso prolongado lo llaman muerte. El remero filipino exhausto tras los tres días de travesía, muerto también, renueva su relación íntima con el río y sus cascadas. “La muerte sabia, el reconocer nuestra infinita fragilidad y nuestra grandeza, nos otorga una sabiduría distinta de todos los demás conocimientos que podamos obtener”.

La siguiente idea nace de la práctica en una escuela de pintores bizantinos en que éstos se encerraban voluntariamente durante días en una estancia en total oscuridad. Con el paso de los días emergían ciertos matices casi imperceptibles en la oscuridad. El pintor sólo se consideraba preparado para salir de la celda y comenzar a pintar un icono, cuando ese nuevo mundo salido de las sombras era lo suficiente diáfano como para proceder a reproducirlo en la tabla. Sumergirse provisionalmente en la esfera de la no existencia, como proponían estos pintores de la antigua Bizancio, permite ver las cosas bajo una luz distinta.

De hecho cuando leía sobre estas dos situaciones, la de los remeros filipinos y la de los pintores bizantinos, lo que me surgía era reconocer estas mismas conclusiones en situaciones paralelas que vivimos por ejemplo en la montaña cuando la soledad, la noche, el esfuerzo, las tormentas se ciernen sobre nosotros. Ciertas situaciones extremosas de aislamiento, de peligro en que podemos decir que nos encontramos al arbitrio del aparato eléctrico que se cierne sobre nosotros, situaciones de largas temporadas de soledad o de escenarios de riesgo, se puede decir que gozan de eso que los remeros filipinos denominan muerte sabia. Y sin ir tan lejos no es lo mismo el conocimiento sobre sí y sobre la vida que adquiere quien recrea su soledad en las noches de las montañas que aquel que pasea entre el gentío de la ciudad; ni experimenta las mismas sensaciones alguien que escala la cumbre de la Jungfrau saliendo desde el pueblo cercano que aquel otro que lo hace en el famoso tren de altura. Y experimentar determinadas sensaciones son materia que ahonda la experiencia de la vida y su conocimiento.

Hablo del conocimiento interior, de la percepción que da sobre la realidad quien atraviesa peligros y dificultades, quien deja espacios de silencio a su alrededor para reflexionar, o como los pintores bizantinos buscan en la oscuridad y el silencio la llegada de la inspiración, la comprensión de la vida, que no se deja atrapar en medio del ruido del mundo.

Esta mañana escuchaba a un conferenciante que casi a gritos hablaba de los efectos que la vida excesivamente ajetreada produce sobre el cuerpo y el entendimiento. Una situación que favorece la presencia de la adrenalina en el cuerpo y que nos mantiene continuamente excitados. Y comentaba que uno de los peligros de la presencia de adrenalina en el cuerpo es que ésta inhibe la serotonina, que está relacionada con la sensación de bienestar y felicidad. Bajos niveles de serotonina se asocian con trastornos como la depresión y la ansiedad. Este hombre al final abogaba por introducir en la vida largos ratos de hacer nada, que era como dejar las puertas abiertas a la serotonina. Y me pregunto si este no hacer nada tendrá que ver con ese estado de recepción en que los asuntos y las ideas en vez de ir de un lado a otro del cerebro en una carrera frenética, se asientan en un clima tal de contemplación que hace posible la labor creadora, la llegada de las intuiciones, la paz del pensar relajadamente.

Esa muerte sabia a la que aludía más arriba, el parar motores, ya sea viviendo semanas y semanas en la soledad de las montañas, sea descansando al final de largos días de exhaustivo remar o de largas noches de pasar encerrados en la oscuridad a la espera de vislumbrar alguna verdad esencial, tiene el aspecto de constituir uno de los momentos más significativos de la vida de las personas. Pienso en un caso que conocemos todos, el de Carlos. Casi todos hemos seguido los pasos de ese acontecimiento en el Dhaula. Los dramáticos momentos del rescate, sus circunstancias; conocemos hasta los menores detalles de aquella experiencia; sabemos del sufrimiento de Carlos durante aquellos tres interminables días y durante las semanas y meses subsiguientes. Sin embargo qué sabemos de esa muerte sabia de él y en qué consiste. Esa muerte que nos vuelve a la vida acaso como otra persona porque la experiencia vivida ha hecho emerger en nosotros algún tipo de estado de gracia, de comprensión de la vida, de encuentro de tú a tú con ella y que, inexistente para los demás, resulta para el que ha sufrido el accidente, imagino, un mundo de una intimidad e intensidad que por fuerza enriquece a la persona, su pensamiento y su percepción de la vida que a la larga queda relativizada por acontecimientos que han puesto en su lugar lo que es realmente importante y lo que no lo es. Si el remero filipino exhausto tras los tres días de travesía, muerto también de algún modo, renueva así su relación íntima con el río y sus cascadas ¡qué no decir de esa renovación de Carlos y su intimidad con esa “su” montaña de tantas expediciones…!

 

 

 

 


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