El Chorrillo, 13 de enero de 2024
Me encuentro días atrás un breve comentario
en Instagram de alguien que ratifica mi propia opinión sobre un libro de
Aramburu. Curioso porque los comentarios que me llovieron aquel día eran todos
negativos, amigos a los que “Patria” les había gustado, y mucho. Encontrar
almas amigas con las que coincidas en asuntos, filosofía de la vida, lecturas o
cualsease el tema tiene su gracia. La posibilidad de quedarse solo con una
opinión a veces es tan gratificante como lo contrario. Quien desde su soledad
mira al patio de la corrala y se afirma en su discrepancia con el vecindario,
recibe el beneficio de la exclusividad, que es un beneficio que, de tener todas
consigo, alimenta las pequeñas certezas que te depara, en aquel caso, la
lectura. Si además de ello se te une algún vecino rebelde que piensa como tú,
ya es la repera, tu verdad sube unos cuantos puntos más.
Como no está en mi ánimo hoy llevar
la contraria a nadie ni actuar de abogado del diablo, una actitud que reconozco
me gusta en extremo, hoy voy a elegir un asunto en el que probablemente halla
un acuerdo más general, por ejemplo, la belleza de ciertos cuellos,
especialmente femeninos. El asunto me lo ha recordado cierto día de viaje por
Malawi. Aquel medio año que dediqué a viajar por Asia y África, las tantas
horas de autobús me deparaban durante muchas jornadas el omnipresente paisaje
de un cuello frente a mí.
Aquella
parte del cuerpo que une la cabeza al tronco ocupaba con alguna frecuencia el
primerísimo plano de mi visión durante horas. Los asientos del minibús en el
que viajaba llegaban apenas a la altura de los hombros. El cuello de la mujer
que iba delante en aquella ocasión mientras viajábamos a la orilla del lago
Malawi era oscuro y fuerte, descendía elegante desde sus rizos morenos hasta el
remanso de sus hombros; un vello ceniciento poblaba el nacimiento de su pelo;
un cuello bonito. Ese era mi paisaje camino de Nkhata Bay. Ella es una mujer
joven con un niño en los brazos. Ser una mujer joven y no tener un niño o
varios encima es algo raro en estos países de África. La piernas del niño se
habían quedado enganchadas entre los pasajeros cuando trataban de alcanzar su
asiento, pero ni el niño ni la madre le dieron importancia durante el trabajo
de atravesar por el pasillo y encontrar un hueco para sentarse. Se acomodó
frente a mí, sacó al niño del refajo, lo colocó en su regazo y yo me quedé
encantado por la compañía.
Me trajo
amables recuerdos. ¿No me había enamorado yo hace unos años por culpa de un
cuello? Hablábamos frente a frente en el lugar de trabajo quizás de algo
intrascendente y de pronto ella alzó el brazo, llevó su mano derecha hacia el
pelo y, con un elegante movimiento no exento de erotismo, recogió su melena
hacia atrás y dejó al descubierto el cuello; luego su otra mano hizo un
recorrido similar mientras yo admiraba la bellas curvas que quedaban al
descubierto; mi corazón se inquietó inesperadamente ante aquella visión. Con su
mano derecha ella recogió coqueta todo su cabello en una coleta y se quedó
observando, quizás valorando lo que estaba ocurriendo detrás de mi mirada
sorprendida. Eso estaba sucediendo, me estaba enamorando. No pude fotografiar
posteriormente nunca un instante así, los brazos en alto, el cuello, grácil,
apareciendo como al otro lado de un telón, la carga erótica de un movimiento
lleno de gracia y espontaneidad, pero quedó como un recuerdo indeleble aquella
preciosidad descendiendo desde los cabellos oscuros hacia el perfil de los
hombros.
Ingres
rescató admirablemente del cuerpo femenino esa belleza tan particular; en
algunos de sus cuadros los cuellos de las mujeres parecen ser algo autónomo,
como si la confección del lienzo sólo persiguiera ponerlo de relieve y
realzarlo. Así sucede con una de sus pinturas que más me gustan. Junto a Zeus,
sentado en su trono, la diosa Hera levanta los brazos hacia el dios del Olimpo.
En el cuadro es magnífico el atrevimiento con que aquella diosa alza su brazo
hacia Zeus, sentado plenipotenciario y lleno de realeza y majestad, describiendo
una curva como la de un cisne surcando
el cielo camino del sol. Toda la gracia de lo femenino parece concentrada allí
en claro contraste con un dios cuyos atributos varoniles, subrayados por su
oscura y larga melena, su espesa barba, su porte colosal y una esbeltez de otro
mundo, parecen servir, en acusado contraste, únicamente de fondo a esta
graciosa curva que nace de los hombros desnudos de la diosa elevándose en el
cielo como un canto de sirena.
¿Y aquel
otro de Botticelli sobre el que se alza la dorada cabellera de su Venus en su
nacimiento, largo, primoroso, saliendo de las muselinas y del recato de la
diosa del amor para sostener su rostro de tranquila y sosegada exhibición?
O sus
precedentes, el de
También yo
conservo algunas bellas muestras recogidas con mi cámara; una, por ejemplo, que
rescaté de un domingo por la mañana cuando la luz empezaba a dorar los muros
enjalbegados de mi cabaña; ella estaba allí, desnuda, con su risa y las líneas
de su cuerpo completando el cuadro del amanecer, y tuve que alzarme para buscar
la cámara. Apenas había luz; quedó sin embargo el trazo curvo, único, sobre la
oscuridad desdibujada del cabello. Nada más. Con el tiempo sembraría un poema sobre
su piel.
Algunos
pueblos indígenas de África encontraron igualmennte en los cuellos de las
mujeres una belleza significativa; también ellos dilataban aquella parte del
cuerpo hasta hacerlos anómalamente largos por el procedimiento de ir agregando
anillos que terminaban deformando esta parte del cuerpo para adaptarla a los
cánones de belleza del momento. Un procedimiento de dudosa licitud pero que
muestra, al igual que en la pintura de Ingres, hasta qué punto la belleza puede
ser motivo y medio de supervivencia y placer.
Hace tiempo
que trabajo en álbumes fotográficos diferentes, uno de ellos se titula Amarillo,
otro Texturas; otros están en ciernes, como Paisajes humanos;
temas que el paisaje y las ciudades que visité me van proporcionando. Hoy, que
me dio por hablar de cuellos, caigo en la cuenta de que también éste podría ser
un tema. Y recuerdo ahora uno robusto de toro de un indio, un sikh que en algún
ferry del mar del Sur de China ocupaba un asiento por delante del mío. Su
enorme turbante verde cerraba las curvas morenas de un cuello fuerte y hermoso
que nada tenía que envidiar a esta bella curva negrísima que se alzaba como una
escultura de Canova en el asiento de delante del microbús. Cabría recordar
también a muchas mujeres senegalesas arriba de cuyos vistosos y abigarrados
vestidos se erguían hermosos cuellos de matronas sobre los que descendían los
grandes aros dorados de sus pendientes.
Espero que mis amigos discrepadores en literatura
contemporánea en este caso coincidan conmigo en esto de la belleza de los
cuellos, especialmente femeninos, claro.
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