martes, 5 de abril de 2022

Dudo, luego existo

 




El Chorrillo, 6 de abril de 2022

Un amigo que recientemente se ha comprado una casa rústica en un pequeño pueblo de Pirineos, me dice en un guasap que la principal razón para buscar un rincón en la montaña... aquí añade unos puntos suspensivos y me remite a un artículo del periódico que lleva este título: “Ultimátum científico: las emisiones deben tocar techo antes de 2025 y luego caer drásticamente para evitar la catástrofe climática”. Y yo, que atiendo más a las razones del corazón que a la casuística de los razonamientos, voy y le contesto: “¿Tan racional es la cosa, esa de que nos compremos una casa en un pueblecito perdido en la montaña por problemas de contaminación? Para mí que muchas veces usamos en demasía a la razón para dar aire de cordura a nuestras decisiones. Me parece que ésta bien podría sustituirse por un porque sí, porque me sale de las pelotas, porque me gusta despertarme todas las mañanas con el canto de los pájaros, porque me encanta vivir en medio de la naturaleza, porque se está de puta madre leyendo a, digamos a Marco Aurelio, Lucrecio o a Proust frente a las montañas. Y eso sin necesidad de tener en cuenta aquel delicioso y temprano libro de  Menosprecio de corte y alabanza de aldea en donde tan tempranamente Antonio de Guevara ya nos ilustraba sobre esos recónditos deseos que germinan en el alma, u lo que sea, de tantos sapiens en un planeta donde el gregarismo y el gusto por respirar del tubo de escape de automóviles y autobuses está tan generalizado.

Generalizado digo, porque las generalizaciones son tantas y tan equivocadas en ocasiones, que no es difícil que tengamos que coger los asuntos con pinzas y examinarlos por los cuatro costados para intentar averiguar si lo que decimos así, de golpe, “la razón principal de que tome esta decisión es…”, supera un mínimo de credulidad como para que realmente la podamos otorgar el veredicto :-) de fiable. Algo así como el trato que los medios dan estos días a los asuntos de Ucrania, los hechos, los porqués, la conveniencia de hacer esto o lo otro, si acaso realmente Putin se ha vuelto loco de remate, si las armas que se entregan a Ucrania irán o no a parar a las manos del Batallón Azov, qué sucedió realmente en Bucha; todo servido por los medios como una suerte de lotería; un batiburrillo en donde encontrar la verdad es como buscar una aguja en un pajar. Así la realidad, muchas veces, de nuestras propias decisiones que adjudicamos ad hoc. Y no es que quiera entretenerme un rato llevándole la contraria a mi amigo, es que yo mismo lo descubro en mí montones de veces cuando intento buscar alguna de las razones de lo que hago o dejo de hacer y me encuentro, si soy capaz de razonarlo en el momento adecuado, con que las supuestas razones son sólo una lejana reminiscencia de la realidad. Todos tenemos continuamente razones para justificar nuestros actos; pero de ahí a que esas razones, creídas o inventadas,  sean veraces, va un pegote.

La inmediatez de nuestras respuestas, que tantas veces no tienen tiempo de pasar por el cerebro, como no lo tienen esos movimientos reflejos del cuerpo que hacen su trabajo sin necesidad de que nos tengamos que molestar en retirar la mano del fuego mediado el razonamiento: “retira la mano del fuego que se te va a chamuscar si no…”, que si así fuera, con lo lentos que algunos somos razonando, lo mismo se nos quemaba el brazo entero; la inmediatez y los hábitos de dar respuestas convencionales y “lógicas” a nuestros actos, que son parte del mecanismo de comunicación en donde los tópicos es más fácil que se nutran de respuestas típicas, que de razones más profundas, sirven perfectamente para el mundo de las prisas en donde siempre dos más dos siempre son cuatro; pero… lo cierto es que no siempre dos más dos son cuatro… al menos en el caletre de un jubilado metido a buscarle las cosquillas a lo que traspasa el umbral de sus propias ensoñaciones.  

No mucho más, todos sabemos de estas cosas bastante; aunque tantos las ignoren, no hay verdad más evidente de que las apresuradas respuestas, tanto como lo que leemos todos los días en los medios, no son más que aproximaciones, que la verdad de lo que son las cosas, la historia, lo que nos dicen los políticos, lo que nos cuenta el vecino del cuarto, son sólo supuestas razones que pasan por moneda común, pero cuya veracidad o no –dudo, luego existo– sólo deberíamos otorgar con cierta limitación.

Pero bueno, no era mi intención llevar el tema más allá de las simples rutinas diarias, de las cosas de todos los días, de esas decisiones que tomamos en la vida con el respaldo de aparentes razones y que no tardan mucho tiempo en decantarse como productos sucedáneos bajo cuya superficie subyacen “otras razones”. Quizás soy un poco raro, pero es que a mí me sucede así y si a mí me sucede de ese modo, por muy raro que sea, algo de eso le debe de suceder a los demás. Encontrar las verdaderas razones de lo que hacemos o dejamos de hacer no siempre es pan comido. Nuestra mente es como un iceberg donde lo que apunta sobre la superficie del agua puede mostrar apenas una parte mínima de las razones subyacentes; eso para uno mismo, que para los otros ya los griegos, tan agudos ellos, asignaban el sustantivo de “persona” (πρσωπον, demos lustre al texto… :-)) a la máscara que llevaban los actores en el teatro.

Seguro que si mi amigo lee esto se quedará algo pasmao ante tanta palabrería a raíz de su acaso bien razonada compra de su nueva casa. Bueno, es que con algo hay que pasar el rato, ¿no?

 


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