El
Chorrillo, 11 de abril de 2020
Por entonces aquello del naufragio no estaba lejos
todavía y sus ganas de tener al lado el aliento de una mujer, una voz femenina con
la que conversar, se había hecho tan imperiosa que no dudó en investigar las
posibilidades de algunas webs para encontrar a alguien que sustituyera a su
antigua amante, una mujer de menuda que escribía cuentos sobre gatos y que,
aunque a última hora resultara ser una arpía, se había llevado consigo una buena
parte de la ternura que por aquel tiempo vivía refugiada por los rincones de su
cuerpo. Después de varios intentos fallidos, mujeres todas con deseos de encontrar
marido o con una disposición exagerada a poner cadenas a los que cayeran en sus
redes, al fin apareció Alejandra en uno de aquellos chats. Él se encontraba en
aquel momento retocando una fotografía virada al sepia y, a modo de
introducción, como quien habla del tiempo que hace, se lo comentó. Resultó que Alejandra,
además de maestra de infantil era también fotógrafa. El puente estaba tendido y
a partir de entonces fue fácil comunicarse.
No tardaron en entenderse. Ella decía ser fuerte y a
la vez frágil como el vidrio, hablaba de sus ojos de miel, de una complicada
situación con su ex que había terminado en divorcio. Él, que tenía una amante
desde hacía tiempo, se había vuelto medio loco cuando Alejandra, a su vez y con
el ánimo de compensar una situación de igualdad, empezó a flirtear con un
compañero del trabajo. Cuando se enteró el marido, éste en un ataque de celos
incontrolable abandonó el trabajo, dejó la casa y desapareció por tiempo
indefinido. Después de un mes fue localizado por la guardia civil a través de los
rastros que iban dejando sus pagos con la tarjeta de crédito. Lo habían encontrado
en un pequeño pueblo de Soria viviendo como un paria en la buhardilla de una
casa situada a las afueras. Convertido en una especie de vagabundo había viajado
de un lado para otro como condenado errante. A punto estuvo de ser ingresado en
un psiquiátrico.
Estas eran las circunstancias de Alejandra cuando
decidió probar la misma suerte que Federico en una web de encuentros. Tras una fluida
correspondencia durante semana y media, un día terminaron concertando una cita.
Fue en la plaza Santa Ana. A la hora en punto en que habían quedado, Federico,
que llevaba una mochila gris a modo de distintivo, vio acercársele como escrutando
el terreno que los separaba a una mujer de mediana estatura que ocultaba sus
ojos tras unas enormes gafas de sol. Antes de saludarse siquiera él retiró sus
gafas, comprobó que los ojos eran de miel y, tomándole el rostro con ambas
manos, depositó un suave beso en sus labios. La correspondencia que habían
intercambiado durante semana y media, pareció darle derecho a ello.
Hablaron largo aquella tarde. Caminaron bajo un débil
chirimiri y ya de madrugada improvisaron una cena en uno de los locales de la
calle Huertas. Como era verano y los dos andaban de vacaciones, se vieron
muchas veces; asistieron a un espectáculo de flamenco en los jardines del
Palacio Real, pasearon largamente por el Retiro y, un día, a la sombra de un
pino, en el sopor de la hora de la siesta, él recostó la cabeza sobre el regazo
de ella y Alejandra empezó a contarle la historia de su vida. Luego marcharon a
su casa. Charlaron interminablemente hasta tarde.
Federico, hombre tímido y en exceso respetuoso con la
verbosidad de su amiga, después de un rato había empezado a aburrirse. En algún
momento fue necesario sacar al perro, así que para allá fueron con él de la correa
al parque próximo, un perrazo negro y enorme que producía un cierto repelús cuando
sus dientes asomaban entre los belfos. El perro también tenía su historia, o
mejor, la historia la tenía el hijo, un mozo de veinte años estudiante de
veterinaria, que invierno y verano dormía todas las noches con el perro como si
fuera su amante. ¡Joder!, saltó Federico cuando oyó esto. Él había oído hablar
de gente que duerme con gatos, acostadicos al lado junto a la almohada de la
dueña, pero le era imposible imaginarse un can de aquellas dimensiones
compartiendo el calor canino bajo el edredón del invierno con el hijo de Alejandra.
Cuando de nuevo en casa ella sitió un repentino dolor
bajo el pecho, Federico se sintió desorientado. Su larga explicación sobre ese
misterioso dolor y el recurso a cogerle la mano para que palpara cierta
vibración en el lugar lastimado unido a una resistencia, que vibraba en el aire
para mantenerle a cierta a distancia, no cuadraba con nada de lo que él
conocía. ¿Quiere o no quiere?, pensaba Federico, sumido en la perplejidad de
una larga tarde en la que no llega a entender cuales eran las intenciones de
Alejandra.
Empezaba a sospechar que su naturaleza, la de ella,
claro, no era muy proclive a hacer un hueco en la cama a este amigo recién
caído del ciberespacio. Sus pensamientos empezaron a acogerse a la idea de que
lo que realmente estaba buscando aquella mujer era alguien que la llevase al
altar de nuevo vestida con blanco vestido de novia.
Al final la escuchaba a medias, había empezado a
aburrirse y la vieja atracción por lo femenino que siempre parecía vivir en
segundo plano en sus pensamientos como a la espera de ese algo maravilloso que
desde la adolescencia vive enquistado en el cerebro del hombre en forma de
anhelo de mujer, había empezado a desvanecerse. Las hasta ahora esbeltas formas
de su amiga, sus brazos torneados, la turgencia de sus piernas, la solidez de
sus pechos, empezaron de repente a
disminuir su consistencia y sus brazos y sus muslos, que antes le parecieran
miembros de sirena, comenzaron a caer en desgracia. Sus carnes blandas y su
caminar algo vulgar sustituyeron al primer idilio. Además, estaba ese perro,
ahí tumbado junto a ellos con la baba cayéndole de los belfos, somnoliento,
viejo, cuya sola idea de que un humano pudiera compartir la cama con él le
ponía los pelos de punta.
De pronto le pasó por la cabeza una idea inquietante. Paseando
por el parque Alejandra le había comentado que su hijo y el perro eran
incapaces de dormir solos. ¿Sería el caso que ahora que su hijo estaba de
vacaciones durmiera ella con el perro? La idea le recorrió por el cuerpo como
una tarántula, una viscosa sensación de malestar le obligó a refugiarse en el
baño por un momento. Cuando salió no pudo evitar una sensación de repugnancia
al besar levemente los labios de Alejandra. Se despidieron cortésmente en la
puerta de la casa. Federico bajó corriendo las escaleras como quien sale de un
profundo pozo y encuentra al fin la luz salvadora en su brocal.

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