sábado, 11 de agosto de 2018

Tarde de verano






Que sean estas líneas como felicitación de cumpleaños
para María Serrana, de nuestro querido Navi.
Feliz cumple y que las ganas de vivir te sigan
acompañando por muchos, muchos años.


El Chorrillo, 12 de agosto de 2018

La tarde es ventosa y, como mi gira por el mundo de los montes acabó precipitadamente, se ve que a mi ánimo todavía no le ha dado tiempo de ajustarse a este nuevo paisaje de El Chorrillo y sus días de calor, así que paso la tarde desnudo frente al ventilador mirando el agitado movimiento de las ramas de los olmos y las acacias sin hacer nada, esperando que algo al fin se agite dentro de mí y haga surgir el delgado hilo de algún deseo. A punto estuvo uno de entrar por la puerta de la tarde, pero no pasó del umbral; se trataba de un deseo repentino de sumergirme en las páginas de algún libro de aventuras, las tierras del Ártico, Levingstone o Stanley en África, quizás seguir las huellas de algún trotamundo o los pasos de algún atrevido alpinista, pero la cosa no cuajo, así que volví a arrellanarme en el sillón y continué mirando por la ventana. Las hojas de las acacias, ahítas de calor muchas de ellas, volaban por la parcela sembrando el suelo de sus lentejuelas amarillas. Más que un libro lo que en realidad me imaginaba era yo y el libro y esa disposición de otras veces que me hace olvidar donde estoy para pasar a vivir otra realidad que alguien ha vertido en las páginas de un viejo relato.

Cada vez estoy menos seguro de saber cuál sea la verdadera realidad. Me siento frente a la ventana, miro el cielo y sus nubes gordas flotando en el calor vaporoso que sube de los rastrojales, recuerdo, pasan por mi cabeza algunos pensamientos y sólo alcanzo a ver la realidad que soy yo mismo y mis circunstancias. Lo demás es tan sólo un lejano sueño que perezosamente aparece entreverado en las secuencias de mi mente. Hasta mí llega el estridente y monótono canto de las chicharras, el viento, el cercano rumor del ventilador. Y no hacer nada, no pensar en nada en concreto me conforta. Por algún momento quedo prendado del recuerdo de una época en que trataba de deshacerme de un afecto, pero que queriéndolo hostigarlo y alejarlo de mí, me perseguía sin remedio. Pero enseguida, como esas nubes que pasan blancas y algodonosas sobre el azul del cielo, se aleja para dar paso a un recuerdo del verano, una tarde de lluvia persistente, una noche de tormenta, la larga ascensión a un collado que colgaba en lo alto de una desolación de piedra.

Ahora, después del fresco de las altas cumbres donde el calor apenas llega para sudar de tarde en tarde, experimento los calores del llano, miro esos cerros de cebadas y trigales entre los que vivo que en esta época arden bajo el calor de después de la siesta pero que acogen y arropan mis pensamientos esta tarde. Paisaje amigo al que retorno siempre después de largos viajes o caminatas. Caminar se ha convertido en un modo de vida, que como la del monje, el ermitaño o el vagabundo, se va tejiendo mes tras mes sobre la urdimbre de los senderos; a veces caminos que llevan a alguna parte, como los caminos de Santiago, otras son sendas que suben y bajan montañas, que recorren bosques o siguen el curso de algún río, cuando no trepan por laderas abruptas y cruzan abismos desde donde el mundo se ve insignificantemente pequeño. Caminar da sentido a la vida, me digo en esta tarde de calor. Y sin embargo qué placer el de volver a disfrutar del entorno de mi casa donde siempre terminan por asentarse las emociones y las inquietudes que piden cambios de ritmo y paisajes diferentes.

Hoy enderecé un melocotonero con la ayuda de un cabrestante, ayer limpié la piscina y segué parte de la parcela. No huyo del calor, lo acojo y cuando es demasiado elevado lo mitigo con el ventilador. El calor, como el frío o la lluvia forman parte de las reglas del juego en que vivimos en los países templados. Siempre que la temperatura sube algo más de la cuenta recuerdo aquel verano de viaje familiar que pasamos en el desierto argelino. Mis hijos mellizos habían cumplido un año, Guillermo tenía tres y medio y, después de un azaroso curso nuestros cuerpos nos pedían un viaje largo y exótico que al final se concretó en un recorrido por el Magreb en el coche familiar de aquel entonces, un R4 adaptado para cocinar y dormir en él. En aquel viaje, en que el termómetro alcanzaba con alguna frecuencia los cincuenta grados cuando conducíamos entre las dunas, logramos mentalizarnos hasta tal punto que hoy todavía recuerdo con admiración cómo nos adaptamos a aquel calor. Parar el R4 a la sombra de unas palmeras, hacer la comida, jugar con los niños, leer, seguir todas las rutinas del viaje, detenernos con frecuencia a hacer alguna fotografía, atender a la hospitalidad de la gente de los pueblos… todo era tan normal y cotidiano… Mas luego el placer de los atardeceres entre las dunas, la minuciosa inspección del lugar de acampada a la búsqueda de posibles escorpiones, el frescor de las noches. Una noche tuvimos visita en nuestro campamento familiar situado a unos cientos de metros de una pequeña aldea del desierto. Era ya de noche y oímos acercarse a dos personas, un anciano de largas barbas canas tocado con un turbante y un joven que portaba una bandeja donde se veía una tetera, vasos y una gran sandía.


* * *

Desciendo en este instante, como quien se cae del guindo, de las alturas invernales del Dhaulagiri y el Cho Oyu. Una intensa tarde de lectura de la mano de Jerzy Kukuczka, Mi mundo vertical, ha dejado mi sistema nervioso tan excitado de necesitar alguna forma de relajación. Mi portátil yacía abierto desde días atrás en un rincón de la cabaña después de que recurriera a él días atrás como recurso para romper uno de mis largas y habituales tardes de no hacer nada y eché mano de él. Me encontré en su pantalla alguna de mis acostumbradas reflexiones cuando, a falta de otra cosa, uso el teléfono o el ordenador para calmar cierto hormigueo que me invita a escribir. El último párrafo había ido a para a las arenas del desierto, así que como los extremos se tocan no me pareció mal a continuación expresar algo de ese nerviosismo que me producía la lectura del libro de Kukuczka, en los últimos capítulos las ascensiones invernales del Dhaulagiri y Cho Oyu con una diferencia de días entre una y otra.



Releo el párrafo anterior y pongo unas junto a otras esas actividades que en el desierto eran tan normales y cotidianas, el placer de los atardeceres, la prevención contra los escorpiones, el frescor de las noches, y que en el Dhaulagiri o Cho Oyu, era vivaquear por encima de los ocho mil metros a cuarenta grados bajo cero, llegar a la cima cuando el sol doraba la cumbre, vivir un cansancio inenarrable, y unas y otras, tal un inmenso abanico de posibilidades que el hombre puede experimentar, se me presentan como una luminosa verdad que me hace ver la existencia como un hermoso regalo con el que uno puede dar consistencia, como si de la lámpara de Aladino se tratara, a los más increíbles y sofisticados sueños que uno pueda imaginar. Cada cual, a la medida de sus posibilidades y de su ambición.

Ese género de “descubrimientos” que tenemos tan delante de las narices que es difícil de apreciar acostumbrados como estamos a ver en la media distancia de los sucesos que se nos van presentando. Digo apreciar como descubrimiento. Pararse una tarde de verano y “descubrir” en la liviandad de la temperatura, en el frescor de una brisa o en el olor a tierra mojada tras la lluvia un gran placer es cosa que tiene que ver con un complejo y extenso mundo en donde tanto caben las experiencias extremas de un alpinista como la predisposición poética a disfrutar de un lujurioso otoño en los hayedos del norte. David de Esteban Resino, al impulso de una “vueltecita” que se está dando estos días por Islandia escribía días atrás en FB: “La vida pasa rápido y tal vez haya que empezar a ser auténticos “vividores”, preguntándonos qué es realmente lo que nos gusta y tras ello dar un pequeño paso y ponernos en marcha para hacerlo”. Terminaba su larga entrada con esta exhortación: “Escribe, dibuja, cose, corre, monta en bici, crea, baila… ¡Vive!”. A veces en FB uno encuentra “graciosas” afirmaciones que parecen una receta de buena salud. Así Miguel Ángel Sánchez Gárate se despachaba anteayer en el mismo foro con esta afirmación: “Sigue el camino que haga que tu corazón lata más rápido”. Todos, como se ve, asuntos que apuntan al mismo cometido, valga decir sacar de la vida toda la sustancia y la poesía que ésta es capaz de proporcionarnos.

No obstante, también es cierto, que la proximidad de la naturaleza siempre exhala una clase de perfume y de sensaciones que tienen algo de relación con nuestra capacidad de sumirnos en la aventura o de visitar exóticos rincones del planeta. Hay quien alimenta su alma con música barroca, otros lo hacen con la lectura de determinados libros, muchos con viajes a lugares singulares, otros se van a abrir en invierno una nueva vía de ascenso al Cho Oyu. Las pulsaciones que el corazón emite en cada uno de esos instantes da la medida del acierto de nuestra elección. Yo estos días vivo la incertidumbre de marcharme a correr nuevas aventuras al Pirineo, sopesé la posibilidad de viajar a Islandia o a la India y al final caí en el clímax de esos hábitos del verano en que las largas horas de lectura en la penumbra de la cabaña me llevan a lejanos países o, como es el caso esta tarde, a las siempre gratificantes aventuras que el Himalaya ha proporcionado a tantas generaciones de amantes de la montaña. Encuentro que en esa exhortación de David, de “¡Vive!”, también podría incluir este largo recorrido que hago esta tarde ricamente sentado con un libro en las manos por las cimas del Nanga Parbat, Makalú, Broad Peak, Dhaulagiri o Cho Oyu.

Hace un rato me encontré en FB que María Serrana, del Navi, cumplía setenta años. Contaba ella que por la mañana había oído en la radio algo que empezaba así “Una anciana de setenta años se…” y que el cuerpo le había dado un brinco pensando que era una anciana. ¡Ni de coña!, reaccionaba diciendo. Ni de coña, digo yo, también con setenta recién cumplidos. Las ganas de vivir apuntan por los poros de la piel de María con tanta fuerza que es imposible que exista para ella eso que llaman ancianidad en la jerga de la distribución de los años. Quizás uno de los grandes problemas de la gente mayor sea precisamente su capacidad o no para vivir con cierta intensidad. Hay muchos medios para hacer la vida interesante e intensa y la montaña es probablemente uno de los mejores y más gratificantes.

Mi tarde noche se alargó más de la cuenta. Debo terminar aunque todavía la suavidad de la hora me invita a seguir vagando por el mundo de las sensaciones, los recuerdos o las páginas de un libro.  









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