domingo, 10 de diciembre de 2017

Naderías

Atardecer en El Chorrillo 


El Chorrillo, 11 de diciembre de 2017

La una de la mañana. Y digo yo cómo leñes me voy a marchar yo a la cama con ese gordísimo leño y su espectáculo de llamas en el hueco de la chimenea. Imposible. Después de una tarde que vistió el cielo con un crepúsculo algo espectacular, el firmamento nocturno se cubrió y ahora, horas después, el viento bufa fuera con toda su fuerza; el agua golpea violentamente en lo cristales de la cabaña. Cómo con semejante espectáculo voy a ir a la cama, cerrar los ojos y desaparecer de la vida. Alguien escribió que las mañanas eran de oro, el día de plata y las noches de plomo. Ni idea tenía el que lo escribió, aunque fuera Cervantes. Las noches, este trozo de noche entre las doce y las cuatro de la madrugada, son como el regazo materno en donde uno quisiera vivir largas temporadas. Noche oscura del alma, espléndidas horas en que las páginas de un libro entran deliciosamente en el cuerpo como vino añejo guardado para las grandes ocasiones, momento para la música amiga, Bach, Chalie Parker, Silvio Rodríguez, Vivaldi; instantes para la contemplación ensimismada de las llamas.

Hace calor, abro las ventanas y la cabaña es atravesada por una deliciosa ventolera que arrastra gotas de agua hasta mi rostro. Aquella exquisita espera en En busca del tiempo perdido, cuando Marcel, frente a la puerta de la habitación de su amigo el teniente Robert de Saint-Loup, donde el lejano crepitar del fuego evocan en él los sutiles placeres de un cuarto caldeado por las llamas. Evocación desde el frío intenso del exterior. Los placeres que lo son por obra del encuentro de los contrarios. En la cabaña el viento y el agua rodean con su abrazo de frío inesperado el confort de su interior. Y mi cuerpo acoge ambas sensaciones, frío y calor; me arropó en ellas. Están también las recientes secuencias de una película de Otto Preminger y los minuciosos planos de algunos salones, los personajes saliendo de entre la lluvia de una noche londinense, la calidad preciosista del blanco y negro. Y Gaza, nuestra perra, que duerme a mis pies junto a Mico, el más mimoso de los gatos que uno pueda conocer. 

Y ahora, cuando este impulso de utilizar mi pulgares sobre la pantalla del teléfono se haya calmado, ascenderé hasta un sanatorio de Davos, en Suiza, donde Joachim Ziemssen y Hans Castorp esperan a que yo retome la lectura de La montaña mágica en la que me he vuelto a sumergir después de muchos años. Es así, leer a Thomas Mann es sumergirse en un fluido capaz de envolverte por completo. De momento ya me he reencontrado con Settembrini, algo así como encontrarse con un viejo amigo en una lejana ciudad, del que sin recordar asunto concreto conservo el aroma de sus exquisitas e ilustrativas conversaciones con el joven Hans Castorp. Dice Thomas Mann en la introducción de su novela que sólo es verdaderamente ameno lo que ha sido narrado con absoluta meticulosidad. Cuando terminó la película de Preminger, Laura era su título, y me pregunté por qué me había gustado la película, descubrí que la mejor parte del film estaba precisamente en esa meticulosidad con que el director nos había paseado por los objetos y detalles de sus escenarios. Mientras el teniente de policía se dedicaba a buscar las pistas que le podrían llevar al asesino la cámara hace un lujoso recorrido por las estancia.  Por el pequeño resquicio que dejaba la persiana de una ventana se veía llover a mares. Eso retuve yo de una secuencia en donde el suspense nos invitaba a identificar al asesino. 

Acaso son detalles los que llenan mi noche de cierto grato aroma; también aroma del tiempo en el momento en que con mis ojos cansados abandone sobre la mesa de mimbre junto a mi sillón el libro y me limite a mirar las llamas de la chimenea. El aroma del tiempo, se titula un tomo que leo del filósofo surcoreano Byung-Chul Han; alli escribe sobre “el embriagador aroma del tiempo desplegándose en el aroma” real del presente. El agua, el fuego, el viento enredado en las ramas de los árboles son buenos evocadores de esos pequeños detalles, el sabor de la magdalena de Proust, que duermen en dispersos rincones de nuestros  huesos.

El grueso leño, una gran rodaja de un morero que talé el pasado año, convertido en ardiente rescoldo, ha terminado por derrumbarse como gigante de pies de barro sobre el fondo de la chimenea. Ahora debo cerrar la ventana. Bastará con escuchar el viento en sordina mientras vuelvo al sanatorio de Davos. Es el tiempo de la lectura.

Antes salgo un momento fuera. El viento ha dejado un tapiz de hojas sobre el suelo de la parcela. Impulsados por las ráfagas los árboles se mueven como una patrulla de soldaditos tentempié que hubieran bebido más de la cuenta. 

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