En estos días en que el jubilado estrenó nueva forma de vida
tras el largo lapso del verano, éste no encuentra hora más gratificante que ésa
en la que se echa a patear el campo cada mañana cuando todavía las estrellas titilan
somnolientas en lo alto del cielo esperando el cambio de guardia del sol. Junto
a la cancela de la parcela me despido de Gaza, nuestra perra, que previamente
había venido a despertarme con un lametazo sobre la cabeza en la puerta de mi
cabaña a donde arrimo mi cama para estar más en contacto con los árboles y el
cielo. Podría pasear con ella, pero la pobre está un poco viejita; la última
vez que la llevé vino con la lengua arrastrando el suelo. Cuando el automatismo
de la puerta cerrando a mis espaldas termina de oírse, todavía ella emite unos
débiles ladridos de añoranza que parecen decir: joder, me podrías llevar
contigo, ¿no?
Está oscuro, una débil línea de claridad asoma por el
horizonte que dejo atrás. Hacia adelante, a lo lejos, las luces de Navalcarnero
y Batres, algún coche esporádico con sus ojos de luz camino del peaje de la
autovía. Los perfiles de Gredos y Guadarrama permanecen sumidos en la
oscuridad. Mi camino es ancho, una franja clara por medio de la noche. Ahora
pensaba en una boba discusión que había mantenido en las redes relacionada con
la libertad de expresión. Como todavía llevo en el cuerpo el aire de los
caminos y las montañas que recorrí este verano mis pensamientos tienden a
deslizarse de parte de esa vida de vagabundo sin leyes ni especiales
obligaciones sociales que cumplir. El hecho es que me suena algo huero todo ese
discurso que oigo estos días negando el derecho a decir esta boca es mía a una
comunidad de ciudadanos de este país. Pero sobre todo me chirría los modales de
esos sabios varones que me encuentro por ahí pontificando con sus verdades de pacotilla
al hombro, no como los antiguos chamarileros que iban de pueblo en pueblo
ofreciendo sus servicios y cacharros a los vecinos, sino como pontífices de la
verdad que quisieran hacer comulgar a su coetáneos metiéndoles sus pedruscos
por la boca con su retórica de chichinabo. A este jubilado que, apenas está
seguro de unas pocas cosas en la vida, pero que ha vivido ya unos pocos años, se
le esboza una pequeña sonrisa cada vez que tiene uno de estos encuentros.
Me he metido por un caminillo a la derecha y de golpe ha
saltado un conejo entre las altas hierbas secas. Corre que se las pela dando
pequeños brincos con ese movimiento inquieto y zigzagueante de quien intentara
esquivar el tiro del cazador. Los hay a montones por estas tierras, te cruzas
con ellos de continuo, cruzan el camino, se detienen a lo lejos como las
marmotas aguzando el oído, pero cuando notan mis pasos cerca vuelven a correr
como balas hasta desaparecer entre los rastrojos. La Ley, dice pomposamente uno
de ellos. ¿Qué ley? ¿La que me prohibe acampar en determinados valles y montañas?,
¿la que pretende taparme la boca con una mordaza?, ¿la que sirvió para que
siempre unos pocos etc.?, ¿la que sólo se ha hecho para atrapar robagallinas
mientras los ladrones de toda condición se hacen más y más etc.?, ¿la ley que miente
obscenamente diciendo que todos somos iguales frente a esa ley?
El campo ha empezado a vestirse de caramelo, unas nubes
gordas sobre el horizonte esperan a que los rayos del sol vengan a incendiar
los bordes de su ropaje matinal, una pareja de perdices ha levantado el vuelo entre
las zarza de una hondonada próxima. Sí, hombre, de acuerdo en que todos tenemos
que atenernos a unas normas que hagan posible la convivencia entre los
habitantes de un territorio. No faltaría más. Aunque en esas normas nos hayan
colado una monarquía deleznable, aunque en esas normas se diga que todos
tenemos derecho a un trabajo y un hogar y los que mandan se lo pasen por el
forro, aunque esa norma parece que solo sirva para tenerla en cuenta cuando
etc., aunque los que aplican esa norma sean Al Capone y sus correligionarios. De acuerdo. Pero ¿qué pasa cuando esa norma
falta al sentido de la justicia, cuando se hacen obsoletas, cuando...? La norma
establece el modo en que se puede modificar. Ya. Cierto. Es una posibilidad.
Ahora los postes del tendido eléctrico se recortan contra
levante mientras al fin las nubes han logrado revestir de oro sus pelambreras
de noche. Pero qué habría sido de nosotros si desde siempre hubiéramos tenido
en cuenta esa inquebrantable adicción a cumplir las normas. Las Leyes
Fundamentales del Movimiento, nuestra constitución in illo tempore, eran inamovibles por definición, los derechos de
pernada, la esclavitud, los asientos para blancos y negros, las ejecuciones de
los años cuarenta, las mutilaciones en otras culturas, el sometimiento de la
mujer al hombre. Siempre hubo en el mundo alguien que tuvo que romper y
conculcar la norma, esa pomposa Ley, para que la civilización diera un paso más
adelante. Si Rosa Park no hubiera permanecido sentada en el autobús en un lugar
destinado a los blancos, si no hubiese roto la norma etc.
No, no parecía que esa cerrazón a acatar la ley estuviera
tan clara ni justificada. De hecho al jubilado, que en ese momento se entretenía
en recoger con la cámara del teléfono la curva del camino donde los rastrojos
habían adquirido la calidez dorada del amanecer, le parecía que no estaba nada
mal eso de forzar las costuras de la constitución para adaptarlas a otros
tiempos y a otras necesidades; sí, forzarla. Eva comiendo de la manzana
prohibida, Rosa Park haciendo lo propio, David Thoreau en la cárcel por negase
a pagar unos impuestos destinados a la guerra, Gandhi negando la validez del
derecho británico. La historia de la civilización es la historia de una continua
y permanente transgresión.
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