martes, 21 de enero de 2025

Separar el trigo de la paja

 

Alpes Austriacos 2019


El Chorrillo, 21 de enero de 2025

Hoy no hice absolutamente nada. El otro día, Tino Bosquet, cuando hablábamos frente al a punto de expirar chiringuito del Torrero, le comentaba que apenas disponía de tiempo para tantas cosas que quisiera hacer y le decía que no me llega el tiempo porque entre otras cosas necesito mucho tiempo, mucho, para esa tarea imprescindible del dolce far niente, él sonreía, creo, sorprendido por la paradoja. No hacer nada, o mejor hacer nada, que enfatiza el hecho de la inactividad, se ha convertido desde hace tiempo en uno de mis deportes favoritos que no siempre cuadra con lo que cabe esperar de uno. El otro días sin más José Martínez Hernández, que había leído mi último libro Mis vivacs en los techos de España, echaba de menos que yo no hubiera puesto más atención en el libro ya que se repetían cumbres que pertenecían a dos provincias distintas, el Bonales o Peña Trevinca, por ejemplo. Notaba él, él, que ha escrito un puñado de libros de montaña, que mi edición carencia de un necesario repaso. Le contestaba yo que habiéndome hecho mayor y teniendo ya publicados en torno a ochenta libros entre novelas, ensayo, montaña o poesía, consideraba que ya no merecía la pena gastar mucho tiempo en estas cosas, y que en definitiva mis últimos libros son un copia y pega de los posts de mis blogs, que ellos sí merecen mi atención aunque de tanto en tanto se me escape algún error. Y volvía sobre el mismo clavo, la necesidad de ese hacer nada mientras la luz del atardecer en encendida hoguera va mermando poco a poco frente a la ventana de mi cabaña.

Como siempre un exordio con el comenzar a decir lo que me ronda por la cabeza. Creo que fue en Descartes donde aprendí que para saber por dónde pueden ir los tiros de la vida, lo mejor que podemos es hacer memoria de los instantes en que la brisa de la plenitud nos ha visitado con el leve roce de sus alas. Quien más o quien menos puede reconocer en su historia personal alguno de esos momentos privilegiados. Y sin llegar a tanto si se quiere, porque la plenitud es manjar poco frecuente en el plato de la vida de las personas, reconocer los momentos que has sido más feliz, que te has sentido muy bien contigo mismo. Y una vez pasado por el alambique del recuerdo estas situaciones, tomar buena nota de ellas a fin de poder repetir los actos y las circunstancias en un tiempo posterior. Algo que ya hizo Yahvé cuando creó el mundo (dejo aparte otros nefastos actos del tal Yahvé) cuando creando la luz “viendo que la luz era buena, separó la luz de las tinieblas”, y así sucesivamente hasta que se le ocurrió crear al hombre, en donde acaso se equivocó dado lo que siguió a su creación. Repetir actos y circunstancias que han desembocado en esa sensación de felicidad o plenitud, parece que perteneciera, o debería pertenecer, a la conciencia primordial del comportamiento del individuo. Fuiste feliz haciendo esto o lo otro; pues no hay otra cosa que hacer: repetir aquello, reconducir tu comportamiento para seguir disfrutando de aquel leve manjar que te proporcionó la vida.

Cada cual tendrá ese su pequeño tesoro en algún rincón del alma esperando, imagino, a que se pueda volver a producir el chispazo correspondiente. Fernando Pessoa decía que en cuanto se mata un tigre la aventura ha concluido. Pero es que Pessoa era un pesimista. Yo opino lo contrario, no será lo mismo matar el segundo o tercer tigre pero no por ello la aventura desaparece. Si Pessoa hubiera sido montañero con toda seguridad su reiterado placer por la escritura se habría visto enriquecido por aquel otro de la vida intensa que le habría proporcionado caminar, subir montañas o vivaquear en sus cumbres. Si el genuino yo de Pessoa era escribir y ganarse el pan en una oficina, su genuino yo habría crecido hasta las nubes si se le hubiera ocurrido visitar el Almanzor al modo de Miguel de Unamuno. 

¿Qué es lo que hace posible esa satisfacción, esos momentos de plenitud de vida en la montaña? ¿Sensación de autosuficiencia?, ¿contacto con los elementos?, ¿la superación de uno mismo?, ¿el placer de la soledad en medio de un mundo agreste y salvaje?, ¿el orgullo del propio existir?

Persistir en lo que nos ha catapultado por encima de las rutinas de la vida regalándonos pequeños instantes de felicidad y plenitud, parece que fuera una buena manera de no equivocarse por los senderos de la existencia. Es la teoría de lo que funciona. Si en lo que nos empeñamos con uñas y dientes no deja rastros en nosotros de ese bienestar que puede darnos el esfuerzo, las dificultades, las pequeñas cosas que creamos, la simple contemplación de las nubes, la ensoñación, la empatía con los demás, la conciencia del trabajo bien hecho, pues apaga y vámonos; ese alguien podrá tener un casoplón y le podrán salir los euros por las orejas, podrá empacharse, llenarse el estómago o disponer de muchos automóviles para su solo culo, pero… Y discrepo aquí cariñosamente con mi amigo Ramón González con el que ayer hablaba de la felicidad que él otorgaba indiscriminadamente a las cabeceras del IBEX como si ésta dependiera de un montón de números en la cuenta corriente. Discrepo. La felicidad y la plenitud de las personas no pastan en semejantes lodazales, porque en el lodazal moral vive quien tiene muchísimo más que sus congéneres.

Se entenderá que estas ideas vengan apuntaladas desde el ámbito de la montaña. Este blog de jubilado se nutre con frecuencia de esa pasión que fue y sigue siendo la montaña y sus aledaños, pero igualmente si hubiera sido músico o pintor seguro que podría haber dado cuenta de las mismas ideas apoyándome en el hecho de crear y de sudar tinta tratando de exprimir razones con que alimentar el alma en el caminar hacia el regazo de la parca. En 1998, Sebastião Salgado y Lélia, su esposa, fundaron el Instituto Terra, una organización dedicada a la restauración ecológica y la educación ambiental. Adquirieron una granja abandonada y plantaron más de 2.7 millones de árboles de especies autóctonas. No hace falta subir montañas para comprender lo que quiero expresar en este post. La genuina plenitud que puedan sentir Salgado y su esposa por este trabajo no tiene parangón en lo que a satisfacción personal se refiere, con actos y situaciones nacidas al amparo del interés propio.

 

 

 

 

 


lunes, 20 de enero de 2025

En la despedida del Torrero

 


El Chorrillo, 20 de enero de 2025

Estuve ayer en la despedida del Torrero. Cuando llegué anduve por allí de un lado para otro, un tanto despistado porque la peña de los pedriceros ha crecido tanto desde aquellos mis primeros años de la Pedra, que era difícil tropezar con caras conocidas. Así hasta que me di de frente con Miguel Ángel y José Luis. Cuando me llamó Toti al mediodía para ponerme al tanto, enseguida le dije que sí, que iría. Sin embargo no sabía muy bien qué podía esperar de aquello. Me apetecía trabar conversación con rostros nuevos, pensaba que acaso iría fulanito y menganito. La función esencial del Torrero como centro de encuentro fue siempre el mejor de sus atractivos. Una cerveza con amigos tras una jornada de actividad, era el mejor broche para terminar una jornada. Charlar, bromear, gastar saliva mientras se trasegaba una jarra de cerveza, es un deporte de reconocida aceptación en todo el mundo.

Me viene la tentación de poner a parir a los responsables de este derribo en ciernes, a los paletos, diría, mejor, ignorantes, incapaces de entender el valor social y cultural de un chiringuito, pero no, voy a resistirlo; ya les adjudiqué en otras ocasiones el apelativo de vándalos por sus destrucciones de vivacs y abrigos de nuestra sierra. Conseguir un entorno humano en el que escaladores y caminantes puedan encontrarse y compartir experiencias, comida y bromear hasta que se nos eche la noche encima, es algo que no se consigue de la noche a la mañana. Se necesitan años de ir tejiendo hábitos y rutinas en donde uno se sienta a gusto; saber que al final del día tendrás un respiro, un lugar para descansar de la faena y encontrarte con otros compañeros, es algo que pertenece al ámbito de lo que está ahí como están el sendero, Peña Sirio, la trepada necesaria para llegar a algún risco, como están las nubes… cosas que pertenecen a la cotidianidad de quien pasa un día en Pedriza. La Pedriza no es solo escalar y dominar el paso por las llambrías, es también ese rato previo a meterse en el coche antes de dirigirnos a casa. Cosas que la soberana estupidez de los responsables del llamado PN y sus ecologistas de pacotilla, nunca van a comprender. No les da las mientes para ello.

En estos pensamientos andaba metido cuando me tropecé con Miguel Ángel y José Luis. Me decidía a acompañar a Miguel Ángel y a su perro pista abajo, cuando tropezamos con Tino Bosquet. No sé cómo empezó aquello pero de repente nos vimos envueltos en una compleja conversación que hoy no sería capaz de reproducir. Hubo un intervalo para saludar a Felipe Jiménez, pero nos vio tan enzarzados en la conversación que apenas pudimos intercambiar algunas palabras. Miguel Ángel atendió a las necesidades de su perrito paseo abajo y Tino y yo nos quedamos en pocos minutos enzarzados en una atractiva conversación. Tino había publicado recientemente un libro titulado Una aportación sobre la inteligencia: El mito de la persona inteligente, y ello de golpe dio pie a una larga conversación en donde a los contenidos siguió un indefinido hilo que circulaba entre asuntos tan dispares como la masa, el poder, la educación, los años treinta en Alemania y la llegada de Hitler al poder, Trump, la extrema derecha y las difíciles posibilidades de una conciencia colectiva que haga posible un mundo más habitable. Los temas fueron tantos y los personajes que aparecían por allí tan numerosos, Fernando Savater, Perez-Reverte, Jesús Quintero, Heidegger, Rousseau, Nietzsche, y alguno más, que imagino que de haber tenido tiempo por delante podríamos haber publicado un nuevo libro con toda aquella sarta de asuntos y autores.

Quería saludar a algunos amigos, así que en algún momento tuvimos que cortar con esa barahúnda de asuntos. Nos despedimos. El local estaba de bote en bote, así que me costó atravesarlo a la busca de rostros conocidos. De pedir una bebida, imposible, la cola llegaba hasta el asfalto. Al otro lado del local me encontré con Uge que se refugiaba del frío envuelto en su capuchón del cortavientos. Qué decir de Uge, alias el Brujo; me encanta este hombre, su apariencia mezcla de sencillez y timidez es un atractivo que te lo encuentras nada más saludarle. Apenas nos conocemos, pero le sigo, primero fue en FB y ahora en Instagram; sus ideas, sus haikus, el modo en como se acerca a la realidad e interpreta con una brevedad cargada de sentido su continuo ponerse por montera las paredes de La Cabrera, la Pedriza o cualquiera de las tantas tapias de los alrededores, son un atractivo que disfruto. Loren andaba también por allí, la otra parte del incombustible dueto de tantas trepadas. Loren Loremba, el artista de los diseños de las vías pedriceras y cabrireñas, el coautor de un principio de leyendas a las que yo auguraba una continuación con que dotar a la Pedriza, al modo de Tolkien, de un sustancioso pasado. Pareja indeleble en todos los roquedos de los alrededores.

Por allí andaba también Fernando Cobo con su brazo derecho ya desencabestrillado, que la última vez que le vi por las redes ya pensé que se había dado un porrazo. Pero no, nada tuvo que ver con la escalada. Y charlando con él alguien me toca el hombro. Un nuevo rostro, conocido sólo por las redes, al que poner al fin cara. Adriano Cañas y su mujer. El vínculo que nos une es Paco de Hoyos, ambos compañeros de curro de muchos años. También a Adriano le tuve que dejar con la palabra en la boca. La gente se apretujaba para encontrar un espacio dentro antes de la proyección. Logré que Felipe y José Luis sentados en primera fila me hicieran un sitio en el suelo.

El maestro de ceremonias era Narciso, Narciso del que no sabía nada desde hace años, un tiempo en que nos hicimos incompatibles y dejamos de vernos en las redes. Narciso había empleado un montón de horas de trabajo para organizar el material que nos iba a presentar hoy como despedida del Torrero. Un excelente trabajo que hay que agradecer en un mundo donde hay que buscar con lupa y constancia datos, historias, testigos históricos y anécdotas de esta tierra querida nuestra que es la Pedriza; así, gracias, Narciso por esta interesante aportación y especialmente por haber sido capaz de reunir en esta tarde a tan numeroso grupo de pedriceros de toda la vida.

Al final ya sólo me faltó saludar a Pilar que andaba allí con Toti y Felipe celebrando nuevos encuentros. Me faltó Ángel Lillo y Virginia, que estuvieron pero a los que no vi y a quienes que me hubiera gustado dar un abrazo después de nuestro feliz encuentro en los acantilados del Toix. Dejé Canto Cochino a mi espalda con una bonita sensación. La vida latente que corría por las venas de aquel auditorio es una promesa de bienestar y camaradería. Qué buena gente da la montaña.



sábado, 18 de enero de 2025

Escalar, un asunto de estética

 

Imagen de José Manuel Vinches (con la venia)


El Chorrillo, 18 de enero de 2025

El problema latente de que a uno se le corte la leche está siempre presente cuando una idea empieza a bailar en el cerebro. Me sucede esta mañana que comencé a tomar alguna nota mientras bailaba, me afeitaba o hacía la cura y que ahora, después de un paseo intentando retomar el asunto, me suceda que no sepa bien cómo continuarlo. El tema, un tanto apasionante, me venía sugerido por una fotografía que colgó ayer Vinches en su muro, una escalada en Alpes sobre una cascada de hielo bajo la cual rugía otra cascada, ésta de agua. De chispazos así están hechos muchos de mis entretenimientos escritoriles, una imagen, unas palabras, una idea, incluso un gesto y ahí tengo el nacimiento de un par de horas de reflexión, placer, gusto por ver cómo sobre la pantalla del ordenador o del teléfono se van formando hileras de palabras, concatenación de ideas, reflexiones que son para el cerebro como los ejercicios de mantenimiento que dejan mi cuerpo en forma. Así que allá voy a ver qué sale.

La belleza. Decía Francesco Alberoni que lo único que nos salva en la vida es la belleza. “Belleza, todo lo demás la erosión y el tiempo lo quebrarán. En definitiva yo belleza, yo comunión con lo bello, absorbido por la paz de los bosques y las montañas” (Vivir en los bosques,AdlM). En mis primeros años de montaña tuve la suerte de escalar con uno de los más elegantes escaladores que he conocido: Moisés Castaño. Me decía Moisés a guisa de disculpa por mi admiración, que no teniendo unos brazos fuertes había logrado conectar con la roca de un modo diverso que imponía a sus piernas y a su cuerpo entero un modo de escalar que acaso sí, le gustaba, era elegante. Hoy bailé por mucho tiempo después de levantarme. Mi obligada convalecencia era ideal para moverme al ritmo suave de la música. Mientras bailaba recordaba a aquel entrañable amigo atado a la misma cuerda escalando con su extrema gracia y sencillez la arista de la Torre de Vajolet, el spigolo Gialo en las Tres Cimas de Lavaredo, en el Campanile Basso en Brenta. Y recuerdo sonriendo aquella advertencia suya un día escalando la Dibona de la Cima Grande de Lavaredo… “Y que no te vuelva a ver superar otro paso más apoyando la rodilla”, me recriminaba riendo en aquella ocasión. La elegancia era la premisa indispensable en aquel reino de las Dolomitas.

Si escalar es un asunto de estética, también lo es bailar. Hoy escribía mientras bailaba; una redundancia estética. La belleza clama por su espacio en la vida. Cuando días atrás después de admirar algunas pinturas de Pilar Rubio, la mujer de Vinches, a su vez ella echando un vistazo a las mías, me sugería volver a esa esporádica afición mía de pintar que no me duró más de un año. Ya me avisó David de Esteban que tuviera el cuidado de no empacharme. No le hice caso, y así me fue. Quizás haga caso a Pilar; de hecho ayer cuando contemplé la imagen que José Manuel compartió en las redes, esa cascada de hielo, ya me entró el gusanillo de pintar algo con aquella idea. Se verá.

Vivir a ritmo lento; estos pocos días de después del hospital, suscitan en mí una suerte de sentido del instante agradable, dilatado, consciente del momento. Ahora bailo al ritmo de Río, con Silvio Rodríguez. Tanto tiempo sin oírle. El sol de invierno entra por los ventanales de la biblioteca. Hago tiempo, demoro mi ducha, la cura, el desayuno, siento penetrar en mí la belleza que con tanta pasión recolecté entre las montañas; visualizo a José Manuel o a Bruno días atrás en los acantilados encaramados a una pared, observo sus movimientos mientras a mi lado escucho a Toti charlando con Virginia y Lillo a la vez que ojo avizor vigila la cuerda deslizándose lentamente a través del grigri. La belleza retardada que llega a ti cuando has dejado atrás el escenario de la escalada. Nos recuerdo al borde del precipicio en el que se hundía la cuerda del rapel perdida en el vacío. Mientras Toti prepara el rapel Jose coloca su teléfono sobre una roca. De él salen las voces de los Beatles: Magical Mystery Tour. El escenario es de una profunda belleza. Toti trata entusiasmado de ponerme en situación describiendo la vía que vamos a escalar como si ese tema y la vía fueran parte de la misma cosa. Mientras, el mar se tiende a nuestros pies intensamente azul, calmo, apacible. Belleza. Escalar, una cuestión de estética.

Ahora suena Eso que tú me das. Jarabe de Palo. Bailo, escribo. Me encanta la letra. Pienso en mis amigos a los que tanto debo:

Eso que tú me das
Es mucho más de lo que pido
Todo lo que me das
Es lo que ahora necesito

Eso que tú me das
No creo lo tenga merecido
Por todo lo que me das
Te estaré siempre agradecido

Así que gracias por estar
Por tu amistad y tu compañía
Eres lo, lo mejor
Que me ha dado la vida.


También esto es belleza. Belleza muy propia para este momento en que cuatro amigos se disponen a trepar por las ensortijadas guedejas de este pequeño paraíso de abismos levantados sobre el Mediterráneo.

Y activo los altavoces en toda la casa y me voy al cuarto de baño, me afeito, me meto en la ducha, dejo que se reblandezcan los apósitos. Poco a poco voy desprendiendo los esparadrapos. Suena Estrellitas y duendes de Juan Luis Guerra. Me quedaría toda la mañana bajo la ducha dejando que Spotify acompañara mi ánimo biendispuesto de esta mañana. Belleza amiga. Cuerpo amigo. Amigos, amigos. Y salgo de la ducha y continúa el baile. Juan Luis Guerra.

El desayuno me espera. Mientras caliento la leche y la tostada escucho a Chavela Vargas:  

Ojalá que te vaya bonito,

¡Cuántas luces dejaste encendidas!

Yo no sé cómo voy a apagarlas

Ojalá que te vaya bonito.

 



viernes, 17 de enero de 2025

La maravilla del cuerpo que habitamos

 



El Chorrillo, 17 de enero de 2025

Son muchas las veces que siento que en eso que decimos yo nombramos dos cosas diferentes. No es que lo piense, que eso es asunto antiguo ya muy debatido, hablo de sentirlo, sentir que cuando dices yo estamos hablando del ser que piensa, siente, especula; pero que junto a él hay otro ser, el cuerpo, el que te sirve de habitáculo, el que te lleva de acá para allá y te sirve en bandeja placeres insólitos, o que sufre arrebujado en su dolor y al que tienes que atender como un hijo pequeño necesitado es sus padres. Los filósofos y sus especulaciones no sirven mucho al esclarecimiento de este dualismo porque son asuntos que nada tienen que ver con la razón, son cosas que sientes o no. Creo que no hay modo de aclarar muchas cosas importantes entre las que vivimos, asuntos que pertenecen al orden de la intimidad y el silencio interior y que acaso necesitan un aislamiento frente al ruido mundano para manifestarse y ser sentidos.

Esta mañana, tras el desayuno, las curas y ordenar un poco la casa, me enfundé el abrigo y un gorro de lana y salí a pasear por la parcela. Era una mañana fría de invierno con un sol que se posaba cálido sobre el cuerpo como una caricia. Me sentía bien. Sonó el teléfono. Era Santiago que se preocupaba por mi estado. Charlamos un poco, hicimos  elogio del equipo médico y de las nuevas tecnologías cirúrgicas y cuando colgamos seguí mi paseo. Notar de un día para otro cómo mi cuerpo se reponía poco a poco, me producía una gran satisfacción. Sentí la necesidad de hablar con él; bueno, más que hablar lo que sentía era la necesidad de acariciarle con la mirada, mirada del alma, de lo que sea eso que es mi yo pensante y sintiente.

Mi cuerpo se convirtió en íntimo y consciente amigo en una época tardía de mi vida. Empecé a sentirlo así en una de mis largas travesías de mar a mar a través del Pirineo. Nunca antes, que yo recuerde, tuve esa sensación de tener una relación íntima con él. Recuerdo entonces cómo empecé a cuidarle y a dirigirme a él en momentos de extremo cansancio, cómo llegando a un collado al límite de mis fuerzas, lo dejaba caer a la sombra, le hidrataba e intentaba acallar sus pulsaciones dejándolo despatarrao a la sombra de una roca; o cómo en ocasiones le he tenido que pedir pacientemente que aguantara un poco más, que pronto encontraríamos agua o comida en algún refugio cercano. La verdad es que estoy enamorado de mi cuerpo, le quiero un montón. Sin él jamás podría haber hecho de la vida esa cosa bonita que es. Él, que es cauto como nadie, se hace renuente en ocasiones, sabe que caminar solo por lugares complicados y cargándole como le cargo, le puede poner en apuros, pero me deja, me da ciertos márgenes de confianza que yo le agradezco. Mis rodillas, a las que no hice caso, por ejemplo, cuando con muchos años empecé a hacer maratones, terminaron mal después de golpearlas miles y miles de veces sobre el asfalto. Él aceptó silencioso aquello. En ocasiones es un tira y afloja con él, pero vamos, nos llevamos como cualquier pareja que lleva muchos años viviendo juntas. El otro día, por ejemplo, en los acantilados de Toix tuvo que reprocharme que siga siendo un rácano. Me echó la bronca por haberme comprado unos pies de gato en las rebajas por treinta y tantos euros, con lo cual, y con terreno tan lavado, ello provocó que resbalara más de la cuenta y tuviera que tirar de brazos más allá de lo que estos están preparados.

Me ha pasado siempre que oyendo hablar del yo, especialmente en el ámbito de la cultura oriental, no llegara a comprender a qué se referían con ello. Tampoco cuando he tropezado por ahí con alguien como Pániker o Varela tratando de definirlo, de decir en que consiste eso del yo. Tampoco. De verdad, ni idea de lo que sea el yo, algo que por otra parte tampoco necesito descifrar. No hace falta saber qué es el amor para enamorarse. Te enamoras y punto. Lo mismo con el yo y con el cuerpo. Una corriente atraviesa constantemente de tu alma a tu cuerpo y viceversa. Y esta mañana, sintiendo a mi cuerpo tan en condiciones de sobreponerse al susto al que le ha sometido el cirujano asistido por ese robot llamado DaVinci, sentía un calorcito por dentro que era todo agradecimiento por la suerte que me ha cabido de vivir con él.

Las dos últimas noches hemos visto en casa dos películas muy diferentes. Una fue El triangulo de la tristeza, una brutal exposición de la frivolidad de esa clase económica que sobrenada en la superabundancia y que desprecia con arrogancia cualquier tipo de objetivo que no sea nutrirse constantemente de ingentes beneficios. La de anoche fue algo muy diferente, era tan agradable desde el mismo principio de la película verse  acogidos por la extraordinaria belleza de Té negro… pura poesía, puro encanto, la exquisitez de otra cultura, la sutileza de las sensaciones y los sentidos al servicio del buen cine. Frente a lo burdo y la ostentación, la delicadeza del gusto, el lenguaje de los gestos, la caricia de los pequeños detalles. Y por encima de todo una maravillosa estética que ya en sí constituía aliciente suficiente como para pasar un par de horas de auténtico placer. Dos películas, dos formas opuestas de concebir la vida. En la primera, la bestialidad, las bajas pasiones, la ausencia de alma. En la segunda, la mistificación del espíritu y las sensaciones. El té y sus refinamientos, los olores, las sutilezas de la realidad sólo hechas para almas capaces de captar las bondades que los sentidos y el cuerpo puedan proporcionarnos.

 

 

 

 


miércoles, 15 de enero de 2025

Tercer día de hospital

Dos Cristos con los que conversar. Uno en una cima de los Alpes Austriacos y otro, el Cristo de San Damián, que me acompaña en el hospital. 

Hospital San Francisco de Asís, 15 de enero de 2025

He dormido bien, me he dado un largo paseo por los pasillos del hospital, abro el libro de Huntington, El choque de civilizaciones, pero noto enseguida que no está en mi ánimo adentrarme en temas como el Resurgimiento islámico. Así que cierro el libro, miro por la ventana. Busco un tema. Recuerdo una fotografía que encontré esta mañana en el muro de Luis, una tubería con una pequeña fuga de agua, una gota que cae y alimenta una incipiente vida, una mínima plantita que ha nacido al amparo de la humedad de esa fuga de agua. Después levanto la vista y me encuentro con el crucifijo que preside mi habitación de hospital, el Cristo de san Damián, un conocido icono medieval relacionado con San Francisco de Asís. Según la tradición franciscana, San Francisco estaba orando delante de esta cruz cuando escuchó la voz de Cristo que le decía: "Francisco, repara mi Iglesia, que como ves, está en ruinas". Este evento marcó el inicio de su misión de reforma espiritual.



Fui religioso en extremo durante mis años de colegio en los Salesianos. Después se me pasó el sarampión pero me quedó sin embargo un especial aprecio por la figura de Cristo que renuevo cada año en los veranos de los Alpes cuando me encuentro entre la niebla algún cristo solitario en algún sendero de las alturas. Incluso he llegado a hablar con alguno de ellos. El que más recuerdo fue uno en los Alpes Austriacos un día de espesa niebla. Había perdido el sendero camino de una cumbre y de repente, en un pequeño rellano me encontré un cristo de madera, y junto a él un banco. Allí me senté un buen rato. La escena habría valido para una película. Un hombre cansado con su macuto al lado alzando la vista hacia aquel solitario cristo como quien se encuentra con un viejo amigo, esa era la sensación. Una vez, siendo maestro, unos alumnos me hicieron una entrevista dentro del ámbito de un trabajo que les había puesto su profesor de religión. Me preguntaron que qué pensaba de Cristo. Les contesté que no era creyente pero que consideraba a Cristo como una de esas buenas personas que producen de tanto los siglos. Estoy completamente seguro de que si me lo hubiera encontrado en persona a aquel cristo caminando por alguna cumbre, habríamos hecho buenas migas y habríamos charlado animadamente durante un buen rato. Después, como me ha sucedido tantas veces con algunos aventureros solitarios, nos habríamos dado un abrazo y despedido con el habitual bye bye.


Creo que la cosa puede ir de amor si tiro de la cuerda de la memoria y me voy al desierto australiano. Cruzar este desierto son muchas horas de conducción bajo el inclemente sol de una tierra desnuda en donde hay que ir atentos a los canguros, que son muchos y cuyos cadáveres quedan abandonados en el asfalto por el impacto de algún coche. No hay agua y los responsables de la zona han instalado grandes depósitos de agua que se reponen regularmente. Para suministrar este agua es necesario accionar un grifo; sin embargo los pájaros, los animales del desierto, no han evolucionado todavía lo suficientemente como para poder accionar un grifo. En ese detalle cayó algún viajero. Nos lo encontramos en uno de los depósitos. Ahí lo tenéis en la imagen de más arriba: “Put water for the birds, please”. Cristo lo expresó de otro modo “Dad de beber al sediento”.

Los cristianos han hecho barbaridades a lo largo de los siglos en nombre de ese Cristo que era todo amor; se han dedicado a arramplar inmuebles como vulgares ladrones y han cometido barbaridades sin cuento a lo largo de todos los tiempos. Sí, ya sé que no todo ha sido así, pero habrán de cargar con ese estigma, con la traición a Cristo a lo largo de toda su historia… hasta que se produzca una vuelta al espíritu de Cristo donde la opulencia del Vaticano y tantos hechos delictivos más no tengan lugar.

Sólo un inciso porque es relevante que un texto como los Evangelios, que podrían haber servido de manual para el amor y y la justicia, haya sido aprovechado por la Iglesia durante dos mil años como herramienta de poder y compadrazgo con los ricos. Ya, ya sé que de todo hay en la viña del señor, pero aún así…

Una vida puede nacer de unas insignificantes gotas de agua, como en la imagen de Luis, pero el egoísmo, la codicia y la  irracionalidad parecen germinar en el corazón de los hombres con mucha más facilidad que la empatía.


Por cierto, acabo estas líneas, entra el doctor que me ha operado y... todo perfecto. Me voy a casa. Muchas gracias a todos los que os habéis interesado por mi salud estos días. Un abrazo. 

lunes, 13 de enero de 2025

Buenos días desde la UCI


UCI del Hospital San Francisco de Asís, 14 de enero de 2025

Esta improrrogable necesidad de escribir tiene esta madrugada de hospital su bien cumplida misión de reflexionar una vez más sobre la vida. Ronda aquí poco menos que el silencio de una cumbre y la incomodidad de sortear un barullo de cables pero se puede de parecida manera a que se puede dentro de la incomodidad del saco de dormir cuando vivaqueo por las alturas.  Un ruido sostenido que aparece alimentar una máquina, imagino, de oxígeno y poco más, la lejana conversación de algunas enfermeras.

Impresiones varias para esta hora. La satisfacción de que todo esté yendo bien, la de sólo una pequeña molestia a la altura del estómago, el recuerdo ayer tarde antes de dormirme de la última visión de un monstruo de grandes patas blancas sobre mi camilla, el robot que habría de manejar el cirujano para extraer la próstata; y después tomar el teléfono para acompañar mi hacer nada de mirar al techo y la la lectura de un guasap de Carlos que trae como paloma mensajera su última entrevista de RTVE. ¿Crees que es un milagro que estés hoy en día vivo?, le pregunta el periodista. Sí, es un milagro. [Se emociona] Maravilloso milagro, pero es un milagro, responde él.

El milagro de la vida ronda algunas veces la existencia. A Carlos le rondó en el Dhaulagiri y yo tuve mi milagro en mis primeros años de montaña, una noche de invierno de vivac en Cabezas de Hierro en que resbalé dentro del saco por las heladas laderas del sur. En aquella época ya no era creyente pero mi ángel de la guarda me había cogido cariño y allí estaba conmigo después de coger velocidad dentro del saco colocando una pequeña roca  a propósito donde había de engancharse mi saco.

La vida, te caigas en el Dhaulagiri o en Cabezas de Hierro es, además de ser un éxtasis (Emerson), siempre se trata dr un milagro. O incluso sin caerte de ningún lado. Siempre somos un milagro en la aleatoriedad del universo. Un chispazo en el orden de la vida que conviene recordar de tanto en tanto para no olvidar lo que somos, eso, hijos de una magnífica insignificancia.

Recuerdo ahora un viejo post que escribí hace algunos años que llevaba el título de Celebrar la vida. Correspondían esas palabras al deseo de una tía de Victoria que ya muy mayor había dejado el encargo a su hija de convertir su muerte, la de la madre, no en un duelo sino en una celebración. Consciente ella de la vida plena que había vivido, no deseaba en absoluto que se la llorara, sino todo lo contrario, deseaba que su sepelio fuera una fiesta, un homenaje a la vida que ella misma había tenido.

Hablar de la muerte cuando la vida puede haber rozado su punto final, tu vida o la de los demás (con cuanto cariño recuerdo hoy a Julio Armesto…), se ha convertido para mí, desde que he empezado a hacerme mayor, en un leitmotiv que me recuerda constantemente la necesidad de hacer de ésta un pequeños arte. Nos lo recordó más de una vez Oscar Wilde, para quien vivir era en sí mismo un acto creativo. El veía el mundo como un escenario donde cada persona podía ser artista de su propia existencia, moldeándola con cuidado y pasión.

He comentado algún vez que soy un lector asiduo pero mal lector, malo porque me considero una especie de cazador selectivo que recorre las páginas de los libros a la búsqueda de sus específicos intereses. Lector agradecido, en consecuencia, porque cuando encuentro alguna pepita de oro en mi camino, una idea, un párrafo que roza las fibras de mi sensibilidad, me detengo para dar las sinceras gracias al autor del momento que supo con su mano de nieve arrancar a la realidad tal o cual tesoro. Y de entre todo lo que he leído últimamente, una idea de Erri de Luca sobrevuela como una joya sobre el resto de mis lecturas; encabezaba el otro día uno de mis posts: “Me adentro en la vejez como un explorador”. Cosa tonta podrá parecer a alguno que ocho palabras una detrás de otra se puedan convertir en un tesoro para mí. Pero así es; uno necesita referentes en la vida, gente como ese milagro que es Carlos o pensamientos generadores de energía que te hagan acercarte a la vida con una actitud de emocionada expectativa, como me sucede con esa idea de Erri de Luca, o como me sucede cuando me encuentro con amigos como Jose o Toti capaces de despertar en mí las pasiones de otro tiempo. Que la vida no se anda sola. Que por  muy solitario que uno sea, obvio es que los demás, con sus gracias, sus ideas, sus descubrimientos, su amistad, son a su vez pilar y combustible para la propia existencia.

Descubrir a estas alturas que uno, adentrado en la espesura de los años, puede convertir su vida en una aventura, es para mí, lo confieso, algo mucho más importante que la llegada a la Luna o el descubrimiento de América. Ahora sólo falta creérmelo y disponer de la salud suficiente.

 

 

 

domingo, 12 de enero de 2025

Allá junto al mar

 





El Chorrillo, 12 de enero de 2025

Escucho un tema de Patxi Andion que habla de un marinero borracho y un naufragio en esa  inmensa mar azul telón de fondo de nuestro peregrinar por los acantilados de días atrás. Escucho. Tengo el cuerpo cansado, me desperté de la siesta con los brazos como si hubiera estado todo el día cargando sacos de arena en un camión. Cierro los ojos y ahora estoy en la terraza de un restaurante del Club Náutico de Calpe contemplando a las gaviotas en el cielo encendido del atardecer. Si vuelvo la cabeza, a mi izquierda veo erguirse la inmensa mole del Peñón, señor indiscutible de esta parte del Mediterráneo. Y estando aquí y no allí, desaparece el restaurante, las mesas, los barcos atracados de enfrente, las urbanizaciones, la gente, y me quedo solo con Bruno, José, Lillo, Toti y Virginia, todos al uno elevando nuestras copas brindando al modo de los personajes de Virgilio cual si celebráramos la camaradería tras algún tipo de batalla; principio del ágape donde era de rigor alzar las copas en honor a la amistad y el amor. “Bebamos, mi Lesbia, y amemos”, cantaría Catulo.

La realidad es una cosa escurridiza que cabe adaptar a las circunstancias y deseos del poeta. Cierro los ojos y zás, zás y zás; estamos solos en la ancha playa de Calpe, he tendido mi varita mágica sobre la costa y todo ha vuelto al primitivo estado de cuando Argo, la famosa nave de Jasón y los argonautas, surcaban las aguas del Egeo y el Mediterráneo en busca del Vellocino de Oro. Habíamos forzado de mañana, cual guerreros de otros tiempos, nuestra habitual posición de bípedos sobre el llano para alzarnos sobre los flancos rocoso donde reinan Zeus y Hera armados de cuerdas, cintas, arneses, cascos, todos inocentes e inofensivos guerreros amantes del vacío, y ahora, tras atravesar los calores invernales de un sol inclemente, era menester antes de todo libar buenas jarras de rubia cerveza tras descender del cielo del Olimpo de donde regresábamos.

Me han robado la vida, gritaba una moscovita que en los años sesenta logró viajar a Berlín occidental, cuando comprobó que allí la vida era mucho más fácil y agradable. Nos han robado las montañas, pensaba esta tarde yo sumido en este cambio de escenario, un Calpe sin casas, sin carreteras, un Calpe desnudo al modo de aquellas tierras que pisaba Eneas en sus recorridos por las costas del Mediterráneo. Y cerraba los ojos e intentaba visualizarlo, allí nosotros sobre la playa, el asado humante sobre las brasas, el leve bienestar de la conversación, todo al calor de la amistad y  las pasiones comunes.

Bruno a la tarea

El AVE me devolvía al final de la jornada de ayer a casa. Regresaba cansado, eufórico, llenos los oídos del grito alocado de las gaviotas, llenos los ojos de mar, pleno el corazón de la cercanía de los amigos; agradecidas mis yemas de los dedos por el cálido contacto de la roca; grata jornada de conversar frente a unos arroces en compañía hoy además de Virginia y Ángel.

Ángel Lillo

El tira y afloja de Toti y Jose del día anterior ante la amenaza del sol de justicia y la posibilidad de que en el Peñón nos fuéramos a encontrar con un exceso de cordadas adictas a los fines de semana, terminó decantándose por una nueva jornada en los acantilados de Toix. Así que por allí anduvimos en torno a las nueve de la mañana haciendo labor de ganchillo, ejercicios sobre el gran rocódromo de los acantilados. Distendidos, locuaz y paciente Toti empeñado en meter en mi torpe cabezota nudos y procedimientos que se me olvidan nada más dar la vuelta  a la esquina, recomendándome  tal o cual modelo de gatos a prueba de resbalones, y no como los llevaba, que habiéndome costado en las rebajas treinta euros, mejor los tiro; charlando con Virginia y Ángel que alternaban escalada y conversación a nuestro lado; aprovechando para hacer algunas fotografías; escalando algunos largos; conversando, desrizando una cuerda, recordando y, por último, decidiendo donde era menester terminar esta fiesta tras la visita a los acantilados.

Las dos horas y cuarto del AVE de regreso a Madrid fue viajar mecido por el arrullo de las sensaciones, mar, roca, vacío, pequeñas incertidumbres, agradecimiento a mis amigos, la paz interior que deja en el alma un día más de hacer de la vida algo hermoso.

 



Bruno