martes, 30 de septiembre de 2025

Un señor de 86 años

Original de Mar Durán

 

30/09/2025

No, no voy a hablar de Carlos y su ascensión al Manaslú ni de nada parecido. Hoy arranca mi escritura de una fotografía que subió Mar Durán al WhatsApp. Escribí tantas veces sobre Carlos como para llenar casi un libro, así que no deseo abundar una vez más en la obviedad de etcétera etcétera.

Después de mi ajetreada mañana trabajando con el estiércol, cuarenta metros cúbicos de este material esparciéndolo por la parcela es mucha tela, cuando al final me siento tras la comida para tomarme un respiro, lo primero que me encuentro es la llegada de Carlos a Barajas, un hombre de 86 años animoso y con cara de pillo empujando un carrito que contiene un voluminoso equipaje. ¿Qué traerá este hombre en la cabeza para mostrar esa disposición y esa cara de satisfacción que desborda su rostro?, me pregunto. Es fácil imaginar que rebosa la complacencia que siente después de columbrar tantos esfuerzos, tanto entrenamiento, pisando al fin una cumbre que se coló en uno de sus sueños hace unos meses y que poco a poco fue engordando hasta convertirse en un firme proyecto.

De Carlos me interesan muchas cosas, la más importante de todas el ejemplo que nos pone delante de las narices a todos los que vamos cumpliendo muchos años, ese cartelón grande como una pancarta que ocupara el paseo del Prado de parte a parte, que dice una vez más que sí se puede, que todavía se puede. Pero bueno, de eso ya he hablado muchas veces en mi diario de jubilado. El otro día en un guasap de un grupo de montaña, tras saber que Carlos había alcanzado la cumbre del Manaslú, un compañero escribía que la noticia le había hecho llorar a moco tendido. No pariente de Carlos, ni compañero cercano, imagino, simplemente la emoción, pienso, de encontrar en ese hecho, esa cumbre a los 86 años, la viva expresión de que la vida, pese a los inconvenientes de la edad, puede rebosar tanta frescura, tanta fuerza de voluntad, tanto infinito deseo de vida como para hacer de la vejez, ese sustantivo que apunta tantas veces a  la decrepitud, impotencia y cancelación de los sueños, un nuevo y apasionante reducto de fuerza y satisfacción de uno mismo. 

Satisfacción de uno mismo. Quizás sea esa la expresión que muestra ese señor de 86 años que empujaba esta mañana el carrito de su equipaje en las salas del aeropuerto de Barajas. Y ya en este punto ¿por qué no generalizar y decir que si personalmente existe un objetivo deseable sobre todas las cosas en la vida, ese sería conseguir estar satisfecho de uno mismo, de lo que haces o has hecho, del modo de vivir, de la manera en que uno encarrila su existencia? 

Otra cosa que me interesa de Carlos es su extrema tozudez :-), ser terco como una mula como es él a la hora de proponerse algo y a continuación poner todos los medios posibles a su alcance para hacer efectivo “eso” que se le ha metido en la cabeza, es la materia prima que hace, y ha hecho, posible todos esos logros que son el correlativo de su vida como alpinista. Mi admirada Silvia Vidal dice que ella no entrena, que el entrenamiento viene solo cuando emprende alguna de sus expediciones, las largas aproximaciones, los porteos cuando llega a pie de pared ya han dejado su cuerpo a punto de caramelo. También Silvia es muchísimo más joven. Lo de Carlos es otra cosa, sus entrenamientos son la garantía y la base de los objetivos que se propone. Un día coincides con él y con Pedro Mateo en el Sputnik, para mí entre otras cosas un buen lugar para tras las trepadas tener un buen rato de conversación. Pues bien, si le comentas a Carlos que si se queda un rato de charla con nosotros, seguro que te dirá que nanáis, que tiene sesión con el físio, que tiene que entrenar, que ha quedado con un periodista, lo que sea. Sonriendo me ha contado alguna vez Pedro Mateo cómo cuando Carlos inicia la marcha, sea subir a Cabezas de Hierro en el mejor tiempo posible o alguna larga caminata por la Pedriza, entonces Carlos es Carlos Chitón, ni una palabra, toda su alma se le va en la carrera. Vamos, como aquel budista que decía que cuando comía no hacía otra cosa que comer. 

Tozudez, pero mejor llamarlo disciplina. Recuerdo que hace tiempo, yo cumplía 70 años por entonces, leyendo a Renato Casarotto, Una vita tra le montagne, me impresionó de tal manera la ascensión que hizo en solitario y en invierno por la cresta, Ridge of No Return, 12 días en pared con temperaturas de treinta y cuarenta grados bajo cero, incluida una caída de treinta metros a esa temperatura, que a partir de entonces, puesto a ser disciplinado, no tuve ningún problema para ducharme invierno y verano todos los días con agua fría. Poca cosa, pero que indica hasta dónde ciertas personas pueden influirnos a la hora de tomar decisiones, y por consiguiente a mejorar nuestra filosofía de la vida, la voluntad o sugiriéndonos una disciplina que Dios y ayuda cuesta incorporar a nuestros hábitos. Pensar entonces en Casarotto cada mañana escalando a cuarenta grados bajo cero en absoluta soledad, hizo posible que incorporara para siempre ese hábito. Algo parecido me sucede cuando la pereza para entrenar me llega y recuerdo a Carlos.

Son fantásticas las posibilidades que te puede dar una disciplina ordenada a un fin. Esa es mi admiración esencial cuando pienso en él. Carlos se ha hecho a sí mismo a la medida de su propia voluntad, a la medida de sus sueños, y sin esa voluntad de hierro que ha puesto a disposición de de sus anhelos jamás podríamos imaginar a nadie poniendo el pie sobre las cumbres de tantos ochomiles después de la jubilación.  


lunes, 29 de septiembre de 2025

La tierra que nos acoge

 


28/09/2025

Tengo una palabra en la cabeza, casi un hallazgo, y en el acto de cambiar de gafas, date, la palabra ha volado. ¿Cuál sería esa palabra que tan ajustada y contundente venía a lo que quería decir? Hace un rato, mientras comíamos, a Victoria y a mí nos ha costado un buen rato encontrar esa palabra que nombra a un tipo de entremés en las comidas orientales, el rollito de primavera. Cuando la hemos encontrado hemos soltado los dos un ¡eureka!, algo que se repite constantemente en la vida cotidiana y que tiene que ver con ese camino hacia la nada del que hablaba ayer. Ya, ya la tengo mientras tanto: derrengado era.

Derrengado estoy. ¿La razón? Poéticamente podría decir que derrengado a causa de mi relación con la tierra, ¿o habré mejor de escribir Tierra con mayúscula? Dentro de ese ciclo de la vida del que hablaba ayer, la tierra/Tierra sería el intermediario clave sin cuya presencia la continuidad de la vida en otros seres sería imposible. Deslomado estaba esta mañana transportando estiércol y distribuyéndolo por la parcela cuando en un pequeño respiro, rastrillo en mano bajo la barbilla, tuve el presentimiento de que esta mañana lo que estaba haciendo era alimentar a un ser vivo, un ser vivo, la tierra. Recuerdo que en alguna ocasión circuncaminando la isla de Fuerteventura, en una playa solitaria, me sentí impelido a fornicar con la Tierra/la arena de la playa. En aquella ocasión recuerdo haber escrito algo muy poético. Tuve en mente entonces a la Pachamama. “Pacha” significa mundo, tierra, universo, en quechua, y “mama” , madre; es decir, “Madre Tierra”. La Pachamama hacía alusión entonces a una conexión profunda entre los seres humanos y la tierra; madre y fuente de vida a la vez, en aquella ocasión mi inspiración me llevó a tener una relación con ella que poco se podía diferenciar con la que pudiera haber tenido con una mujer.

Así que allí estaba yo con el rastrillo en las manos intentando dar un sentido más profundo al trabajo que estaba haciendo de alimentar la tierra con el estiércol. Llevamos más de un tercio de siglo viviendo en esta casa y en este tiempo hemos desarrollado poco a poco una buena relación con los animales que viven entre nosotros, pájaros, culebras, erizos, peces, una rana que rescaté ayer del estanque que estaba limpiando, incluso un par de avispas que hoy durante la comida sobrevolaban el cestillo de las uvas, o el seguimiento que hacemos de hormigas solitarias cuando trajinan por aquí o por allí llamando nuestra atención sobre su trabajo y destino; una relación que se extiende a las plantas, esos abrazos a los árboles con los que inaugura su día Victoria; hemos desarrollado una relación, decía, que linda bastante con la fraternidad que sentimos en ocasiones por otra gente. Así que la atención que despertaba en mí esta mañana la tierra no era exactamente nueva, más bien se trataba de un reencuentro afectivo que despertaba al contacto íntimo con ella, despejarla de palitos, hojas, plantas muertas, pasar el escarificador para airearla, y finalmente extender el estiércol y peinar su superficie con la escoba metálica para retirar trozos de estiércol sin fermentar.

Puedes hacer este trabajo pensando en las musarañas, mecánicamente, pero cuando entras en la órbita de los significados profundos que tienen las cosas, sí, significado profundo, tu contacto con la Pachamama en persona, se produce una pequeña mutación en tu ánimo y aquello que era simplemente “tierra” adquiere una relevancia afectiva y una significación que coloca a esa tierra que pisaste durante años con indiferencia, en un ser vivo a través del cual la vida se reproduce. Un ser vivo que te puede proporcionar alimento, leña para la chimenea de invierno, lugar de descanso, sombra, hábitat para los animales de los que vives rodeado, el placer de la contemplación. La obviedad de munificencia es tan grande que de puro evidente puede pasarnos totalmente desapercibida. La parcela en que vivimos cuando llegamos acá era un entero erial. Hoy es un entorno lleno de vida, árboles, plantas, animales. Cuando la miramos con tanto placer pareciera que todo nos lo debiéramos a nosotros mismos que la regamos y cuidamos, sin embargo olvidamos la generosidad extraordinaria con la que la tierra se ha ceñido a nuestros deseos. De hecho la tierra que habitamos y nosotros mismos formamos en cierto modo un conjunto, un cuerpo que sentimos indisoluble. Desde esta perspectiva la tierra y nosotros somos parte de la misma cosa. Cuando veo a Victoria caminar temprano por la mañana por la parcela, cuando contemplo cómo se abraza a los árboles, o cuando yo mismo paso horas contemplando la brisa en las ramas de los árboles o la lluvia o me tumbo como esta mañana para descansar sobre uno de los taludes y contemplar el paso de las nubes, es imposible no sentirte parte de este mundo que habitamos día y noche, un mundo que se levanta y palpita todo él sobre la tierra.


domingo, 28 de septiembre de 2025

Reflexiones desde lo alto de una montaña de estiércol



28/09/2025

Esta mañana me despertó el motor de un tractor que operaba junto a nuestra casa. El estiércol que habíamos encargado estaba ahí dispuesto a ser descargado sobre la parcela, cuarenta metros cúbicos de materia orgánica con que nutrir el empobrecido suelo de nuestra tierra. Estuve toda la mañana trabajando esparciendo el estiércol, un trabajo laborioso que me va a llevar semanas. Daba lluvia para después del mediodía, así que antes de comer nos dedicamos a tapar con plásticos esos dos voluminosos montones. Trepé arriba el montón más voluminoso, unos dos metros de altura. Curioso que un acto tan simple, subirse sobre una pirámide de excrementos de vaca fermentados, me retrotrajera al tema sobre el que escribiera ayer. En realidad ese montón de estiércol era la continuación argumental de esa nada a la que poco a poco nos acercamos. En realidad no es la nada en donde terminan nuestras vidas sino en un montón más o menos pequeño de estiércol, de cenizas, ceniza eres y en ceniza te convertirás; eso tan obvio, pero que de tanto saberlo ignoramos en la práctica. La montaña de estiércol sobre la que estaba subido igual podría haber sido una montaña de cenizas de restos humanos. También ello me habría servido para abonar nuestra parcela, un montón de potasio con el que nutrir el suelo.

La ley del eterno retorno, alguna de sus variantes, apunta a la idea de que la realidad no progresa linealmente hacia un fin definitivo, sino que se repite en ciclos infinitos de creación, destrucción y renacimiento. Así de filosófico me encontraba yo considerando estas cosas desde la cúspide del montón de estiércol, lo suficiente como para pensar que el ciclo de la vida sigue parecido recorrido. La vida retorna a la tierra en forma de desecho orgánico, éste nutre la tierra y la capacita para crear nuevas vidas, vidas vegetales, que a la vez servirán al sustento de otras vidas, vegetales o animales, que tras su periodo vital volverán a convertirse en compóst, ceniza o estiércol. Nacer – vivir –descomponerse – nutrir la tierra – nueva vida. ¡Bravo!, nuestra vida no habrá sido inútil, al menos seríamos un elemento más en esa carrera loca de la especie por reproducir la vida, sea la que sea, a toda costa. No hay porqués, sólo la infinita capacidad de reproducción que la vida ha adquirido a partir del momento en que se hizo efectiva sobre la Tierra. El eterno retorno sería el mecanismo que mantendría vivo el ciclo de la vida.

El estiércol que nos han traído procede de una granja cercana a nuestra casa. Allí las vacas apenas tienen espacio para moverse. Su vida ha sido congelada en dos, tres metros cuadrados. Nacen y mueren en ese pequeño espacio y son sus deyecciones y sus propios cadáveres la contribución al ciclo general, un ciclo que puede estar sustentado desde millones de años atrás y del que nosotros nos aprovechamos en forma de petróleo, gas o carbón, que son reservorios fósiles del ciclo vital del que hablamos.

Mostrar así en unas pocas líneas el entorno en el cual nuestra vida personal se desarrolla, nos coloca en un contexto similar al de quien para ver el bosque se aleja de él para percibirlo en su conjunto. Y percibirlo en su conjunto es asomarse a la nada con la saludable disposición de ver medianamente claro en qué consiste eso que llamamos vida. El amigo Enrique comenta mi post de ayer diciendo que aprecia leer en mis líneas la asunción de nuestro ciclo biológico expresada sin ambages. El hecho de ir teniendo muchos años inevitablemente trae consigo el que estos asuntos aparezcan constantemente en el umbral de los aleatorios pensamientos que le asaltan a uno y, parece de cajón, que de un modo u otro queramos aclararnos y contextualizarlos en el ámbito general que es la vida. A estas alturas ya no nos sirven los cuentos de hadas en que los católicos, haciendo uso de un vulgar autoengaño, se refugian para eludir la realidad de la muerte, y por tanto dado que no queremos vivir la vida como si ésta fuera un cuento, sino algo mucho más consistente y apasionante, aunque destinada a la nada, no nos queda otra que ir tanteando en la oscuridad con la punta del bastón de ciego esas pequeñas verdades con las que comprender un poco mejor la vida.

La disposición de esa gente que no se pregunta por estas cosas y que vive a piñón fijo de las creencias religiosas que asumió de niño, me recuerda a esas vacas que han producido esa montaña de estiércol sobre la que me subí esta mañana y que me inspiraron estas líneas. Más allá del establo y del corto espacio que se ve desde él existen otras realidades y evidencias que asumir. No basta decirnos polvo eres y en polvo te convertirás, es necesario hacerlo carne de nuestra carne, evidencia vital que nos ayude en un ejercicio de coherencia personal a vivir acorde con la realidad y no abducidos por criterios e ideas que la religión, el Mercado, las modas o cualséase su origen fabrican para consumo de la calle.


sábado, 27 de septiembre de 2025

Dejar de ser yo

 


27/09/2025

En la pantalla no hay nada, la que uso corrientemente en Word, toda negra, esa en la que cuando levanto la tapa del portátil enseguida se ven palabras en blanco corretear de izquierda a derecha sobre la pantalla. Si no empezara a escribir y permaneciera mirando ésta lo que vería constantemente sería mi rostro, mis manos si me meto el dedo en la nariz, la camiseta, las gafas, el forro que llevo puesto, y detrás, algunos libros. Pero eso ocurre pocas veces porque a poco que me descuide las filas de letras van tapando poco a poco mi rostro. Ahora, por ejemplo, después de escribir media docena de líneas sólo veo de los agujeros de la nariz para abajo. Mi yo, es decir, yo, desaparece poco a poco tras lo que voy escribiendo. Haciendo limpia en la casa, una de esas que se hacen cada década, todo lo que no sirve al contenedor de la basura, me encontré este viejo portátil que pasó a mejor vida cuando comprobé que escribir sobre la pantalla del teléfono constituía un descubierto placer similar a aquel otro de hace muchos años cuando el placer de escribir provenía de una estilográfica a la que tenía cierto cariño por la suavidad de su escritura. Aquella la perdí en un viaje por el Reino Unido y desde entonces ya no tuve especiales querencias por los instrumentos que usaba para escribir. Desde que el auge de los ordenadores irrumpió en nuestras vidas he apreciado uno u otros teclados; sí, un Compaq que me acompañó medio año por América Latina siempre estuvo en mi recuerdo. La suavidad y ligereza de aquel teclado siempre me hizo recordar esos cuerpos de melocotón que en ocasiones me visitan entre sueños, esa suavidad, esa delicadeza con que las ideas pasaban de las yemas de los dedos al teclado y de éste a la pantalla del ordenador, me hacía feliz cuando en un momento de inspiración llenaba un par de folios o construía un poema. Estos días, desde que rescaté este portátil arrumbado en un rincón como el arpa de Bécquer, ha vuelto a resucitar en mí ese placer del roce de los dedos sobre un teclado. Y esta tarde lo ha hecho sobre un fondo que hasta ahora no había llamado mi atención, sobre el reflejo de mi rostro en la pantalla, a estas alturas ya cubierto enteramente por este largo párrafo que estoy escribiendo.

Esta mañana, que me contaba una amiga con principio de alzheimer de la desorientación que había tenido ayer tarde cuando no era capaz de orientarse en su propio pueblo para encontrar dónde había dejado su propio coche, me dio por pensar en estas cosas y en una nota en mi teléfono escribí esas palabras del título: “Dejar de ser tú”. Enseguida entendí que mi yo debía tener algo que decir ante tal afirmación venida precisamente de la circunstancia de esa desorientación de mi amiga y de lo que el alzheimer progresivamente irá destruyendo en su cerebro hasta ese momento en que definitivamente se podría decir que dejaría de ser ella.

En este punto podría tocar una veintena de veces la tecla énter para que desplazándose este texto hacia arriba volviera a aparecer sobre el negro de mi pantalla mi rostro. Lo hago. Los párrafos han desaparecido de la pantalla y ahora de nuevo es mi rostro el que los sustituye. Me miro sobre el negro brillante del portátil. Ese soy yo, pienso, ¿qué es realmente yo? En filosofía cuando decimos yo solemos referirnos a la conciencia de nosotros mismos, la experiencia subjetiva de vivir. Lo que diga la neurología del yo no me interesa; por mucho que ese yo sea producto de un cerebro, una cierta organización de millones de átomos, ello no daría respuesta a mi pregunta. El centro desde el cual sentimos, pensamos o decidimos, lo que íntimamente consideramos “nosotros mismos”, que en ocasiones yo defino también como mi alma por el afecto que tengo a esa palabra, yo no lo veo en la imagen mía que me devuelve la pantalla del portátil. Cierro los ojos e intento comprender qué es eso de yo, mi yo, y sí, algo me aproximo a lo que es aunque sea incapaz de definirlo.

Estoy en ese punto precisamente, con los ojos cerrados tratando de ver qué es eso, yo. Decir que es el centro de donde pensamos o sentimos, apunta a un espacio, pero no dice más, no nombra ni aclara lo que soy, sin embargo sí hay una realidad, no puedo definirlo pero SÍ puedo sentirlo. Puedo sentir lo que es yo y puedo diferenciarlo perfectamente de cualquier TÚ en quien pueda pensar.

Desisto de una definición y asumo que mi yo, mi conciencia, mis sentimientos, mi sentido del bien o del mal, mi concepción de la realidad, de lo que es justo y de lo que no lo es, la conformación que el cúmulo de mis experiencias ha producido en mí, ello es lo que da consistencia a eso que llamamos el yo.

En este punto me remito al título de este post. Tengo un amigo cuya esposa entró hace tiempo en las profundidades de ese espacio oscuro que es el alzheimer. Todos sabemos el trance por el que pasan estos pacientes en manos de una enfermedad irreversible. ¿Qué sucede con eso que llamamos yo en tales circunstancias, con tales enfermos?

Si te mueres, no cabe duda, dejas de existir, ni yo ni nada, pero ¿cómo percibimos en relación a esa idea que tenemos de nuestro yo, no ya ahora pensando en estos casos extremos de alzheimer, sino sólo cuando de nuestra memoria poco a poco van desapareciendo grandes pedazos de vida? Si yo, además de mi conciencia y sentimientos, soy la sustancia de las experiencias por las que he pasado, la conciencia de mí y del espacio donde me muevo, ¿qué diremos de nosotros mismos si parte de todo ello lo vamos perdiendo por el camino con la edad? Si parte de nuestra conciencia se pierde por el camino, si la memoria poco a poco va haciendo agua, si perdemos nuestro sentido de la orientación, ¿qué está sucediendo? ¿No es esta lenta desaparición de capacidades, esta disgregación del yo el aviso de una lenta extinción del yo? ¿Un yo que fuimos y que lentamente ha empezado a disolverse camino de la nada? La pérdida de memoria y tantas otras pérdidas que se van produciendo con los muchos años ¿no significan que nuestro yo va dejando de ser nuestro yo, que es otro camino de la nada? ¿Que cada vez somos menos yo, y eso que ha sido la sustancia de nuestra esencia personal ha empezado a disgregarse como se disgrega cualquier materia viviente del planeta?

 

 


viernes, 26 de septiembre de 2025

Estudio Geografía

 


26/09/2025

La tendencia a hacer nada me puede. Pequeños asuntos caseros, cómo distribuir en la parcela el estiércol que he encargado, Carlos presente constantemente hoy desde que supe que había llegado a la cumbre del Manaslú, y con ello una cierta inquietud sabiendo que todavía estaba en el C3, la inapetencia lectora en la que vivo desde mi regreso. Total, que cuando llega la hora tras la comida, aquí estoy mano sobre mano mirando a las musarañas.

Hace días comencé un post con una de esas frases que me surgen y que sirven casi siempre de arranque para confeccionar un post, pero después algo me distrajo y lo olvidé. El post debía de llamarse “Estudio Geografía” y comenzaba con la afirmación siguiente: “La geografía y el tiempo son el pentagrama sobre el que se escribe la música de la vida”. Me surgía esa afirmación leyendo partes de alguno de esos libros que se han ido haciendo casi solos durante mis largas estadías en los Alpes. Ver renacer entre sus páginas rincones de la existencia que parecían enterrados definitivamente en el olvido, comprobar lo fértil que ha sido la vida en determinadas circunstancias, me pusieron sobre la pista de lo importante que podría ser estudiar Geografía. Mi tránsito por las montañas durante tantos veranos forman un complejo dédalo de rutas en donde mi memoria se pierde; de ahí que resucitando de entre los diarios algunas circunstancias, algunos paisajes, esa geografía que alguna vez recorrí, y situándola en el tiempo, surja la especial música de lo que fue la vida entonces; y que siendo aquella parte de uno, aún soterrada en el olvido, nos muestra en su aparecer por aquí o por allá una buena parte de lo que somos, que no es otra cosa que lo que ladrillo a ladrillo hemos ido construyendo a lo largo de los años.

¿Un ejercicio de autocomplacencia? ¿Narciso contemplando su imagen en las aguas de un lago? No me parece, una simple constatación para una tarde de ocio. El otro día le contaba a una amiga que hace una vida interesantísima escalando durante meses con su pareja por toda Europa, una anécdota que leí en algún lugar que no recuerdo. Sucede en una terraza de Chamonix. Un hombre se encuentra con un amigo escalador. Éste tiene ante sí una enorme jarra de cerveza. El otro se sienta junto a él y le pregunta: ¿qué, ya no escalas? Él responde que ha sido tan intensa la última escalada con René Demaison, una primera ascensión en los Grandes Jorasses, que ahora se dedica exclusivamente a disfrutarla día tras día en el recuerdo mientras trasiega una cerveza tras otra. A mí me sucede algo parecido, le decía a Noelia, así que aquí ando sin ganas de volver de momento al monte contemplando los días y disfrutando de un apacible ocio.

Y de vez en cuando estudiando Geografía. He descubierto que esas dos variables, geografía y tiempo, encierran entre sus manos tal cantidad de momentos de plenitud, gozo, sufrimiento, es decir, vida, que ahora vuelvo cada noche a esa Geografía que recorrí durante años en busca de las pequeñas joyas que el tránsito por las montañas fue tallando en la basta piedra del yo. Algo parecido a aquellos que con un cesto en una mano recorren en otoño los bosques en busca de setas. No es difícil imaginarlo. Te sitúas en un macizo de montañas, estudias algo la región, a continuación en el Google Earth activas los itinerarios que recorriste en aquel lugar y poco a poco la memoria empieza a rascar por entre sus paredes a ver qué encuentra. Si junto a ello abres un diario que escribiste mientras hacías ese recorrido, lo que tienes delante, que poco a poco vas descubriendo como quien con la linterna empieza a inspeccionar una profunda gruta, son retazos de tu propia vida. La música, colocada en ese pentagrama del espacio y del tiempo, ha empezado a sonar.


jueves, 25 de septiembre de 2025

Los megaidiotas

 


25/09/2025

Probablemente todas las épocas de la historia del mundo han estado pobladas por idiotas, idiotas, los que desperdician su vida y la de los demás en algo diferente que no sea estar a gusto contigo mismo, en vivir en paz, en estar a bien con la gente que te rodea, en cumplir los pequeños sueños, eso que requiriendo no excesivo esfuerzo constituye acaso la mejor manera de transitar por los años de esta breve vida que nos ha caído en suerte. Probablemente, pero es que hoy, en estos tiempos que corren, los idiotas son tantos y tan numerosos, que abruman por su cantidad e importancia. Hablo de idiotas altamente cualificados en el gremio de la idiotez. Un ejemplo: hoy en primera página de los periódicos lo más importante de lo que se cuece relacionado con la Asamblea de las Naciones Unidas es que las escaleras mecánicas en las que subía el Pato Donald se pararon a mitad de camino, lo cual hará que el dignatario con más poder en este planeta indague, denuncie, pida responsabilidades. Lo más notable de esa asamblea probablemente es el discurso de Petro que hace una exposición brillante y justa de los males de este mundo, pero eso… ni una línea; lo que realmente importa es lo que hace el megaidiota mayor de este planeta, el Pato Donald, si suelta una idiotez o una ventosidad. Si esto es de lo más importante, según los periódicos, probablemente sea porque la cosa va dirigida a determinado público, la base idiotil, que es la que se entretiene con estas cosas. Los megaidiotas y los simples idiotas forman un bucle que se retroalimenta por sí mismo a través de los medios.

En Madrid sin más… ¿quién puede pensar que pueda encontrarse en esta comunidad una idiota mayor que la IDA? Imposible, la megadiota esta tiene tal cantidad de idiotas que la aplauden, que uno, vía los aplausos de sus palmeros, cuando intenta analizar la situación, es sorprendido por la duda metafísica de si no estará equivocado y será él el que, ayuno de inteligencia, no sabe distinguir a una idiota de una persona inteligente.

Esta mañana escuchando a Petro lo que se perfilaba en esta barahúnda que es el modus vivendi en que el mundo se mueve, siempre tan en manos de la codicia, eso que llaman el Mercado y su compañero de viaje, el ansia de poder, era lamentable volver a constatar cómo el mundo está en manos de unos pocos, y cómo a esos pocos les importa un bledo el bien de la humanidad o la conservación del medio en que vivimos, el planeta Tierra. Megaidiotas obsesionados con lo único que tienen delante de las narices, como esos burros de la noria dando vueltas y vueltas alrededor de lo mismo, la ganancia, los beneficios.

Megaidiotas que como si estuvieran en la celebración de la Virgen del Rocío llevan en andas en sus mentes millones de palmeros. Hace unos días aparecía una noticia en Chrome de los libros que recomendaba Jeff Benzos, como si el hecho de ser megamillonarios les otorgara a él y a  sus semejantes capacidad intelectual o moral para sugerir libros a los lectores de los medios. Son los dioses del momento, los megatodo.

Los megaidiotas controlan el mundo, a la mierda con el medio ambiente y su contaminación, que arda Roma, que mueran asesinados palestinos todos los días: y a mí qué, que una parte importante de la población viva por debajo del índice de pobreza… ¿y qué? Esos asuntos no incumben al Mercado, dios y señor de nuestra contemporaneidad. Aquí ya no planifica nadie, vivimos en la corriente que marcan Wall Street, la bolsa de Londres, los beneficios contantes y sonantes. Así lo han determinado los megaidiotas y así dócilmente, como en el cuento de El flautista de Hamelín, el mundo y sus consumidores van detrás de ellos.

Los megaidiotas y sus acólitos… como ese tal Feijoo. ¡Dios santo, qué mundo éste! Y además todos los días ocupando las portadas de los periódicos. ¿Cómo va a mejorar el mundo saturado como está por esta clase de imbéciles, imbéciles, hay que decirlo también, elevados a su condición de poder por los otros, los megatontos que les votan?

 


miércoles, 24 de septiembre de 2025

Imaginando ser un perro o un gato

 



24/09/2025

Imagino ser un perro o un gato sentado en la parcela haciendo nada, mirando distraído el campo. Nada que leer, nada en especial en que pensar, un gato sin historia, sin pasado que cuando tenga hambre comerá y cuando tenga sed buscará el recipiente del agua. Algo así me siento yo esta tarde… y me gusta. He estado holgazaneando en el ordenador con un asunto de mapas… así, porque no tenía otra cosa que hacer, consciente de ese modo de perder el tiempo, pero a gusto. Ahora me he sentado frente a la ventana y miro cómo los aspersores echan chorros de agua sobre la parcela. Pienso en la muerte de Antonio, que es un modo de pensar en la poca importancia que puede tener esto o lo otro; pienso en los imbéciles de este mundo, el Pato Donald y todos sus semejantes, y en lo equivocados que están, pobres idiotas; pero especialmente pienso en la muerte a través de Antonio y de aquellos amigos y que han dejado de existir. He pasado dos meses y medio en las montañas y ahora, como le sucedía a aquel compañero de René Demaison que había cumplido un hermoso itinerario en los Grandes Jorasses y pasaba el verano en una terraza de Chamonix bebiendo cerveza mientras recordaba satisfecho aquella escalada, me paseo a ratos por el verano mientras los significados de lo que hago o no hago cada vez se diluyen más en una rutina que se me antoja rica y plácida.

Antonio preocupado por los asuntos del mundo, queriendo a su hija sobre todas las cosas, tratando de expresar con la fotografía o la pintura algo de lo que llevaba dentro. Y de pronto, zas, Antonio ya no existe. Todo eso que pensamos sobre los muertos… pues bueno, a burro muerto, cebada al rabo por mucho que nuestro cerebro elucubre por aquí y por allá, simplemente se acabó, para ellos y para nosotros. Las distracciones que buscamos con las cosas del mundo están bien, están bien en la medida en que no perdamos de vista la realidad que va tomando fuerza cuando piensas en gente cercana que se ha muerto.

Y de tanto en tanto servirte un plato de algo diferente, una excursión a la montaña, escribir, pintar, un buen libro, una obra de teatro. Como los estratos que el tiempo va formando sobre la superficie de la tierra en donde unos millones de años dejan depósitos en función de las tierras erosionadas de más arriba. Y nosotros, sentados a la puerta de casa, contemplándolos, viviendo el momento presente de nuestro Guadarrama, por ejemplo, un instante fugaz de esos trescientos millones de años en que se fue formando.

Cierto que apreciamos, tanto, esos momentos que dan consistencia a la existencia, cómo no. Sin embargo los hechos, las cosas, son lo que son. Si huimos de colocar una etiqueta de valor a esos hechos y dejamos correr la vida como ese riachuelo que se abre paso en la ladera del que hablaba ayer, ayer esto o lo otro, hoy pura contemplación, puro dejar pasar las horas, también es posible que sobrevenga esa especie de paz contemplativa que encuentra en la vida de un gato instantes de puro bienestar. Instantes que tanto pueden ser de simple recreo en el presente como destilación de los recuerdos sometidos a la percepción  tranquila y despreocupada del pasado. Me adormilo con el portátil sobre las piernas. Zzzzzzzzzzzzzzzzzzzzz….

Sí, es que me he quedado frito con las manos sobre el teclado. Y al poco entra Victoria con la merienda y ya el discurso queda atrás cuando empieza a contarme de cierto programa, La Cafetera, y de la intervención de un tal Figaredo de Vox, pura risa, puro despropósito. Nunca he oído la radio, pero debería oírla alguna vez para desenchufar de mis constantes y reiterativas empanadas mentales, eso de recurrir a un gato o un perro, por ejemplo, para tratar de expresar no sé qué. ¿Tratar de ser una persona normal en lugar de buscar mi referente en una mascota? Acaso, quizás, sin embargo me temo que ser una persona “normal” no tiene nada de halagüeño. Mejor ser un poco rarito, que para el caso, ya me dirás. Esta mañana un amigo de Victoria hacía guasa en casa porque yo alababa la parte de esas cosas, enfermedades, aventuras, esfuerzos, de los que una vez salidos aprecias mucho mejor sentirte bien. Contaba él la historia de uno que ponía la polla en la vía del tren y de los aspavientos que hacía mientras el tren se la aplastaba. Visto por un amigo éste le pregunta que por qué hace semejante barbaridad. Es que cuando la cosa ha pasado me siento de puta madre, contesta. Pues eso, ni tanto ni tan calvo, aunque sigo pensando que comportarse como un gato o un perro tiene sus alicientes; al menos ellos no desbarran como en general lo hacen una gran cantidad de sapiens.