“Ha cambiado la luz: esto es septiembre.
La fórmula del aire ha padecido
la imperceptible mutación fatal
que sólo se percibe en el espíritu;
esta milmillonésima unidad de nostalgia…”
(Carlos Marzal)
El Chorrillo, 7 de septiembre de 2025
La música de las hojas de los álamos blancos frente a mi
mesa de trabajo alenta mi ánimo esta tarde. Las imágenes del recuerdo, brisa
toda ella en esta tarde de apacible preludio del otoño, van y vienen con la
placidez con que el aire se entretiene entre las ramas de los árboles. Al fin
tras ese largo periplo por las montañas, las montañas y su cultura, retomo
asuntos que quedaron ahí esperando su tiempo. Repaso con Victoria mi contacto
con los pueblos de la cultura Walser con los que conviví en mi tránsito por los
Alpes, una cultura que se extiende por la parte alpina de Suiza, Italia y
Liechenstein de aldeanos que vivían en aldeas por encima de los 1500 metros y usaban un
dialecto arcaico del alto alemán, aun vivo en algunas aldeas aisladas. Walser,
que yo en primer momento relacioné con el novelista Robert Walser que vivió una
parte importante de su vida en un manicomio y que dejó la impronta de su muerte
en unas huellas sobre la nieve que se alejaban hacia la nada. Y, como las cerezas
que se enredan unas con otras, terminamos hablando de Unica Zürn y su libro El hombre jazmín donde Zürn plasma con
una lucidez estremecedora sus crisis psicopáticas, la experiencia del
internamiento psiquiátrico y la forma en que esas vivencias marcaron su vida.
El pensamiento leve y sin rumbo se interna después por las
montañas, aquellas que pude recorrer este verano, la de otros muchos veranos,
tantos, vagando de un lado a otro de valles y montes, y constato que mis
montañas no son las montañas corrientes, las de los records, los usuales
recorridos de paredes o valles, las montañas y mi alma tienen su propia filosofía.
Ahora ya en casa recupero la perspectiva que me da la soledad y la relación de
tú a tú con ellas. Un precipitado montaje de la tienda en un alto collado no es
premura y apresurarse para que la lluvia no empape tu equipo, una travesía
expuesta de una cresta en los Alpes Oróbicos no es tensión y un cierto temor,
una tormenta en las alturas no es incertidumbre, ahora mi yo se hace observador
de aquel otro yo y un hilo de placer recorre mis venas reconociéndose en
aquella simbiosis de hombre y naturaleza, ella grande y hermosa, él, pequeño,
asustadizo, seguro, pleno de esa belleza profunda que destilan los días de
niebla en los perdidos bosques kársticos.
Ayer cogí un resfriado, el primero después de décadas, que
apenas me dejó dormir. Desde que regresé a Ítaca he trabajado tanto poniendo en
orden la parcela, que me ha dejado el cuerpo roto, como para levantarme con
todos los músculos doloridos, más incluso que los primeros días de mi travesía. Resfriado y cansancio
habían terminado por dejarme el cuerpo rendido. Antes de comer dormí una hora y
después todavía me eché una larga siesta. Fue después de esto y tomándonos un té
con pastas que había bajado Victoria, que mi cuerpo adquirió la suave consistencia
que el cansancio deja sobre el alma.
Días atrás, a raíz de esa expresión que tan cara me es, “camino
para mi alma”, un amigo me decía que “la visión del alma, según el materialismo
filosófico y el naturalismo, sostiene que todo lo que constituye a un ser
humano puede explicarse a través de procesos físicos y biológicos”. Le
contestaba yo entonces que nuestro afán de razonar, entender, clasificar, nos
pierde. Si abrimos el cerebro de alguien efectivamente no encontramos más que
materia, y si haces algo parecido con un violín, madera y poco más. Pero ¿y la
música? ¿Qué es, dónde está? ¿De qué átomos está hecha la música que se produce
en el violín? Existe una imagen zen que dice que cuando pretendes saber cómo es
una flor no puedes separar sus partes para conocerla, porque lo que haces es matar
la flor. La música que produce mi cuerpo, mis átomos, es lo que importa, música
que a la vez yo escucho y que es fuente de placer. Me decía también el amigo que
no hay materia que sobreviva al cese de las funciones cerebrales, y yo le
contestaba que eso es puro echar balones fuera, no explica nada de lo que
somos, sentimos o pensamos. Por encima de todo esto está la existencia de la
música, el placer de ser que viene alimentado por lo que creas, por el oficio
de vivir.
Mi cuerpo violín produce sensaciones, sentimientos,
pensamientos, música. Destripas un violín y no encuentras nada dentro, diseccionas
un cadáver y sólo encuentras materia orgánica muerta; violín y música son dos
realidades diferentes por mucho que una salga del otro; cuerpo y alma (digamos
las sensaciones, los sentimientos, la conciencia, todo eso) ofrecen parecida
relación entre ellos. Al pasar tu cuerpo por el alambique del cansancio, de
experiencias notables de la vida, éste destila sustancias, sensaciones,
realidades que no tienen consistencia material y que en esencia constituyen y apreciamos
como la parte esencial de nuestro yo. Llámalo alma, llámalo X. Yo la llamo alma
porque es una palabra que me encanta, nada que ver con… etcétera. Cuando camino
largas jornadas solo, mi alma y mi cuerpo sostienen en ocasiones largas
conversaciones, reconvenciones, golpecitos en la espalda de agradecimiento. Es
justo. No siempre mi cuerpo y yo nos ponemos de acuerdo, pero en general nos
llevamos bien.
Esta tarde mi cuerpo cansado y recién llegado de un larguísimo
viaje, alentó en mi alma sutiles percepciones, placer, conexión íntima con la
brisa y las hojas de los álamos. Álamos
del río, conmigo vais, mi corazón os lleva. No, por cierto, ese músculo
situado en la cavidad torácica, encargado de impulsar la sangre por el cuerpo.